Antecedentes
A principios del siglo XX, España era una de las naciones más atrasadas de Europa. Aunque en los últimos años del siglo XIX había experimentado un tardío proceso de industrialización, particularmente en el norte, la mayoría de la población seguía siendo campesina y sufría severas condiciones de explotación.
El sistema político también era arcaico: existía una monarquía parlamentaria y los Partidos Conservador y Liberal se alternaban en el poder, impidiendo cualquier tipo de reforma. La legitimidad de la Corona estaba fuertemente dañada por la derrota en la guerra hispano-estadounidense (1898), que culminó con la independencia de Cuba y el dominio de los EE.UU. sobre Puerto Rico, Filipinas y Guam, y significó el fin del Imperio español en América y el Pacífico. Catalanes y vascos exigían mayor autonomía, y grupos anticlericales enfrentaban la influencia en la vida cultural, política y social de una Iglesia católica oscurantista y feudal. Además, al calor del desarrollo industrial, creció un vigoroso y combativo movimiento obrero, que se organizaría en la anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y la socialista Unión General del Trabajo (UGT).
Durante la Primera Guerra Mundial, España se mantuvo neutral y expandió su industria al proveer a los países beligerantes. Sin embargo, al finalizar el conflicto, la inflación, la miseria y el desigual reparto de riquezas agudizaron la lucha de clases. La Revolución Rusa, que estalló en 1917, brindaba un nuevo modelo para las izquierdas, mientras las distintas nacionalidades profundizaban sus reclamos.
En este contexto, en septiembre de 1923, el general Miguel Primo de Rivera, con el apoyo del rey Alfonso XIII, lideró un golpe de Estado e instauró una dictadura de inspiración fascista. Nombró un Directorio Militar y suspendió las garantías constitucionales; disolvió los ayuntamientos y el Parlamento; «pacificó» Marruecos con el apoyo de Francia; desató una profunda represión contra el movimiento obrero, con un ensaño particular hacia la CNT; y en paralelo, mediante la instauración de la Organización Corporativa Nacional, logró dividir a los socialistas y cooptar a la UGT.
Sin embargo, el dictador no logró establecer su proyecto, y el régimen entró en crisis. El rey intentó, sin éxito, reconstruir la monarquía parlamentaria y llamó a elecciones, en las que los republicanos obtuvieron un gran triunfo. En abril de 1931, el rey se exilió y la república fue proclamada.
Un gobierno provisional, liderado por el republicano conservador Niceto Alcalá y Zamora, redactó una Constitución y emprendió un programa de reformas, que despertó apoyo entre obreros y campesinos. Sin embargo, el contexto de la Gran Depresión a nivel internacional limitó su alcance. En la oposición comenzaron a juntarse diferentes grupos de derechas: católicos que se oponían a las reformas educativas y sociales; monárquicos que pretendían la restauración de la dinastía Borbón; terratenientes e industriales que veían afectados sus intereses.
Entre 1931 y 1933 la República vivió el bienio reformista, presidido por socialistas y republicanos de izquierda. El gobierno debió afrontar serios desafíos tanto por derecha (el intento golpista del general José Sanjurjo) como por izquierda (los anarquistas lanzaron la insurrección de Casas Viejas en 1933). La respuesta a las insurrecciones anarquistas con una feroz represión. Esto generó la crítica de la socialistas y una crisis en el Ejecutivo.
En las elecciones de 1933 se impuso una coalición contrarrevolucionaria, la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), dando inicio al bienio conservador (1934-1936), que intentó revertir cambios como la reforma agraria, los avances de vascos y catalanes y los límites al poder eclesiástico. El fortalecimiento de la CEDA motivó un alzamiento socialista y anarquista en 1934, particularmente intenso en Asturias. Tras sofocarlo, las derechas se convencieron de la existencia de una amenaza revolucionaria. Los cedistas buscaron desplazar a los radicales, con quienes compartían el gabinete, lo que generó el desgaste del gobierno. Finalmente, a principios de 1936 se convocó nuevamente a elecciones generales.
Ante las nuevas elecciones radicales, republicanos de izquierda, socialistas y comunistas formaron el Frente Popular. El presidente Alcalá-Zamora fue reemplazado por Manuel Azaña, los presos de 1934 fueron amnistiados y se restablecieron las leyes del bienio reformista. Por medio de la acción directa, trabajadores y campesinos buscaban conseguir sus reivindicaciones. Ante esto, los grupos de derecha, como Falange Española, respondieron con atentados, que pronto recibían las réplicas de las izquierdas. En paralelo, la CEDA, la Iglesia y sectores del ejército conspiraban para derrocar a la República.
La Guerra Civil
Así, el 17 de julio, un grupo de militares liderado por el general Francisco Franco, quien estaba al mando de las tropas asentadas en Marruecos, se sublevó. El gobierno, casi sin apoyos en las Fuerzas Armadas, vaciló. Pero la respuesta popular no se hizo esperar: en las principales ciudades de la península, los trabajadores rodearon los cuarteles para evitar que los militares salieran a las calles. Los sindicatos organizaron milicias populares y enfrentaron el golpe fascista.
De esta forma se inició la llamada guerra civil española, en la que se enfrentaron las fuerzas reaccionarias (autodenominadas “bando nacional”) y las fuerzas republicanas. Las primeras estaban organizadas por el alto mando militar y recibieron el apoyo de los distintos sectores políticos de derecha: los monárquicos, la Falange, los partidos de la CEDA y la Iglesia Católica. Casi toda la burguesía y los terratenientes respaldaron a esta fuerza, que además recibió el apoyo militar de la Italia fascista y la Alemania nazi.
Por su parte, el bando republicano estaba formado por los partidos que integraron el Frente Popular: Izquierda Republicana, Unión Republicana, el Partido Socialista Obrero Español, el Partido Comunista de España, el Partido Obrero Unificado Marxista, el Partido Sindicalista, la Esquerra Republicana de Catalunya y el Partido Nacionalista Vasco. Además, era apoyado por el movimiento obrero organizado en la UGT y la CNT. El apoyo internacional, en este caso, se limitó a la Unión Soviética y algunos pocos Estados más, como México.
Sin embargo, la República recibió también el apoyo de numerosos militantes de todo el mundo que se enrolaron en las Brigadas Internacionales para luchar contra los sublevados. Asimismo, en numerosos países se formó un vasto movimiento popular de solidaridad que reunió fondos y alimentos.
Aunque la respuesta popular del 18 de julio hizo que la República mantuviera el control de numerosos territorios, rápidamente los facciosos lograron tomar una amplia franja en el centro del país, desde el Mediterráneo hasta el Atlántico. En los años sucesivos, la República fue retrocediendo: hacia fines de 1938, perdió el control de sus posiciones en el norte del país. El bando «nacional» siguió su avance y, hacia noviembre de 1938, luego de su victoria en la batalla del Ebro, logró penetrar en Cataluña, dejando dividido en dos las regiones bajo control republicano. A partir de entonces, la suerte de la guerra estaba echada.
Entre fines del 1938 y marzo de 1939, los sublevados lanzaron una ofensiva ocupando Barcelona el 26 de enero y en las semanas siguientes controlaron la región. Durante el mes de marzo se produjo el desbande del frente republicano: un grupo de oficiales del ejército realizó un golpe de Estado para negociar una rendición, pero las condiciones fueron rechazadas por Franco.
El 28 de marzo, las tropas sublevadas lograron ocupar el centro sur de España, casi sin oposición, llegando a tomar Madrid. La última resistencia republicana se dio en la ciudad de Alicante, donde cerca de 15.000 jefes militares, militantes políticos y combatientes que habían huído de Madrid, esperaban poder embarcar para partir al exilio. No lo lograron: fueron derrotados por las tropas italianas de la División Littorio y fusilados sumariamente.
La revolución social
Además del enfrentamiento entre la derecha fascista y el bando republicano, se produjo otra situación de doble poder. Debido a que el Estado había quedado prácticamente sin gobierno efectivo, las organizaciones sindicales combatían al fascismo y también comenzaron a dirigir la economía. De este modo, en los territorios ocupados por la República, se puso en marcha una revolución social que intentó llevar adelante un programa socialista y libertario.
En las ciudades republicanas, muchas empresas fueron abandonadas por sus patrones. Por eso, los trabajadores ocuparon la industria y la organizaron ellos mismos por medio de comités integrados por ellos mismos. Fijaban los salarios y la coordinación era organizada a través de los sindicatos. Las líneas telefónicas y los ferrocarriles, la distribución del gas y la electricidad pero también la industria textil y armamentista, entre otras, fueron dirigidas colectivamente y con eficiencia.
Mientras tanto, en el campo, los campesinos se lanzaron a colectivizar la tierras: tomaron los latifundios y, en lugar de distribuir las tierras, los convirtieron en granjas cooperativas, autogestionadas de manera democrática. Incluso, unieron las pequeñas propiedades para poder administrarlas de mejor modo. El historiador anarquista francés Frank Mintz calcula que para mayo de 1937 por lo menos el 27,2% de los trabajadores activos del área republicana participaban en la economía colectivizada.
La revolución puso de cabeza numerosos aspectos de la sociedad española. La experiencia de la educación racionalista impulsada en las décadas anteriores por socialistas y anarquistas se plasmó en una profunda reforma educativa, que buscaba combatir la influencia religiosa. Desde el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, la dirigenta anarquista Federica Montseny impulsó una política de asistencia a las mujeres, que incluyó la despenalización del aborto, la construcción de liberatorias para mujeres en situación de prostitución y comedores para embarazadas.
Estas medidas de gobierno, que apuntaban a mejorar la situación de las mujeres, se apoyaban en un amplio movimiento feminista: durante el primer período de la guerra, y hasta la militarización, las mujeres luchaban en el frente junto con los varones, y ocuparon papeles importantes en las colectivizaciones. Un dato significativo es que la organización anarquista Mujeres Libres, creada en abril de 1936, llegó a organizar a cerca de 20.000 mujeres.
Las estrategias en disputa
En el bando republicano se enfrentaron tres grandes estrategias: una reformista, una centrista y una revolucionaria.
La estrategia reformista era apoyada por los partidos burgueses del Frente Popular, por el ala derecha del PSOE y por el PCE. Según esta posición, era necesario lograr un acuerdo entre todas las fuerzas antifascistas para derrotar el alzamiento faccioso. Para el PSOE y el PCE, lo primordial era ganar la guerra al fascismo y dejar la revolución social para otro momento. Además consideraban que debían mantener la legalidad del Estado burgués, para lograr el apoyo de las potencias occidentales. Sin embargo, ni Gran Bretaña, ni Estados Unidos, ni Francia (que, desde 1936, también era gobernada por un Frente Popular) estaban dispuestos a apoyar al bando republicano, temerosos de la revolución social que germinaba en España. Por esta razón, habían firmado un pacto de “no-intervención”.
El único apoyo exterior que la República consiguió fue el de la Unión Soviética que desde 1936 buscaba acercarse a Inglaterra y Francia para contrarrestar la influencia Alemana. Por esta razón, fueron promotores del Frente Popular. Sin embargo, este apoyo no fue gratuito: a cambio de las armas, Moscú consiguió imponer a figuras del PCE en elevados cargos del gobierno republicano y numerosos “consejeros” rusos para influir sobre la marcha de la guerra. Desde esta posición, el PCE buscó desactivar la revolución en marcha, desarmando las colectivizaciones rurales y encarcelando (e incluso torturando y desapareciendo) a militantes izquierdistas.
A su vez, la intención de mantener la legalidad burguesa era para conseguir el apoyo de terratenientes e industriales y mantener las apariencias ante los demás países. Por esta razón, combatió las colectivizaciones. Además, promovió la reconstrucción del aparato del Estado: militarizó las milicias, formando el Ejército Popular, reconstruyó el poder de la policía y buscó desmovilizar los órganos de poder popular.
Al formar el Ejército Popular buscaba contraponer una fuerza disciplinada al ejército faccioso, pero los principales cuadros y la tropa entrenada permanecía en el campo enemigo. Por otra parte, las fuerzas nacionales contaban con el apoyo de tropas y armamento italiano y alemán, que les daba una mayor potencia de fuego. Ante un enemigo tanto más poderoso, la mejor forma de combatir era emprender una guerra revolucionaria que se basara no solo en las acciones militares sino en victorias políticas. Por ejemplo, podría haber prometido el reparto de tierras en Andalucía, una región con una fuerte base social campesina, en la que el franquismo era fuerte.
De este modo, podría haberle generado conflictos a la retaguardia enemiga. Otra posibilidad, que había sido propuesta por algunos anarquistas y por nacionalistas marroquíes, era otorgar autonomía política a Marruecos, base de donde se nutrían los ejércitos nacionalistas. Pero el gobierno republicano no tomó esta medida. Temía que el movimiento independentista fuera imitado por otras naciones africanas, perjudicando a las demás potencias imperialistas, de las que se esperaba un apoyo que nunca llegaría.
La estrategia centrista fue la otra posición mayoritaria del bando republicano. Fue sostenida por la izquierda del PSOE, por el POUM (un pequeño partido con una influencia considerable en Cataluña) y por los líderes anarquistas de la CNT y la FAI (Federación Anarquista Ibérica). Según esta posición, era menester mantener la unidad con las otras fuerzas antifascistas. Por esa razón, aunque sostenían posiciones revolucionarias, en la práctica no enfrentaban a la dirección reformista.
La deriva política de los anarquistas fue llamativa. Cuando el 18 de julio de 1936 lograron rechazar la sublevación militar, Juan Companys, el presidente de la Generalitat (gobierno de Cataluña), les manifestó su disposición a renunciar y dejarles el gobierno, aunque también los invitó a colaborar. Los anarquistas rechazaron la primera opción y se integraron, primero al gobierno catalán, y luego al gobierno español. Para algunos de los dirigentes del anarquismo, se les había impuesto una dicotomía entre establecer una dictadura anarquista y mantener un régimen democrático, y optaron por lo segundo.
Sin embargo, existía una tercera opción, una estrategia revolucionaria, que fue expresada por numerosos grupos e individuos. Esta estrategia sostenía la necesidad de formar un Frente Único de las organizaciones de la clase obrera, que tomara cuerpo por medio de una federación de consejos de obreros, campesinos y milicianos y otros organismos populares. De este modo, las diferentes corrientes políticas tendrían representación según el apoyo que recibieran de los propios trabajadores.
Esta estrategia tenía importantes precedentes en la historia reciente de España. La insurrección asturiana de octubre de 1934 logró erigir un régimen obrero durante un mes. Esta iniciativa fue llevada a instancias del PSOE, que había convocado a formar la Alianza Obrera, un Frente Único de clases al que se unieron los comunistas y los anarcosindicalistas. Años más tarde, durante el Congreso que la CNT celebró antes del estallido de la guerra, en mayo de 1936, algunos militantes anarquistas, como Valeriano Orobón Fernández, propusieron la creación de una Alianza Obrera Revolucionaria. Se trataba de la formación de un Frente Único que, inspirado en la experiencia asturiana, dirigiera el proceso revolucionario. Aunque esa tesis fue aprobada en el Congreso, luego no fue llevada a cabo.
Ya avanzada la guerra esta estrategia fue retomada por Los amigos de Durruti. Este grupo, formado en marzo de 1937 por sectores de la Columna Durruti que habían rechazado la militarización y militantes anarcosindicalistas que se oponían a la integración de la CNT en el Frente Popular, intentó erigir una alternativa revolucionaria al reformismo. En su declaración programática de 1938, “Hacia una Revolución Fresca” propuso la creación de una junta revolucionaria o consejo nacional de defensa para coordinar las milicias y las patrullas de trabajadores, para seguir la guerra, reprimir a los fascistas en la retaguardia republicana y mantener las relaciones internacionales. Este consejo debería estar integrado por miembros elegidos por el voto democrático en las organizaciones sindicales. Pero Los Amigos de Durruti no lograron torcer la dirección del proceso político.
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Durante la Segunda República el nivel de agudización de la lucha de clases abrió la posibilidad de avanzar en la construcción del socialismo y de un régimen político nuevo, democrático y de eliminación de las jerarquías de clase. Con el levantamiento fascista, el debate estratégico entre los distintos actores del bando republicano estuvo atravesado por la falsa dicotomía entre guerra y revolución. Así, las principales corrientes políticas que apostaban a la construcción del socialismo, priorizaron la unidad con los sectores democráticos más progresistas de la burguesía para enfrentar a la derecha sublevada. En ese camino, abandonaron su programa.
Mientras en el PCE esto respondía a las directivas emanadas desde Moscú, en el bando anarcosindicalista tuvo relación con cierta debilidad de su concepción política respecto del problema del poder. En tanto que en la teoría proponían avanzar en la construcción de un nuevo régimen obrero y campesino, basado en los órganos sindicales y comunitarios, en el proceso real optaron por integrarse al Frente Popular.
No obstante, ésta decisión adoptada por la dirigencia política del movimiento, no fue compartida por el conjunto. Entre grandes sectores de la militancia de CNT-FAI perduró la visión de que no había que optar entre ganar la guerra o lograr la revolución, sino que la primera era una tarea necesaria para el despliegue de la segunda. La posición consecuente fue la de quienes sostuvieron la perspectiva de un frente único de clase. Es decir, una política de reagrupamiento de los sectores clasistas del bando republicano, en la que el anarcosindicalismo debía cumplir el rol de acaudillarlos en la lucha por el socialismo y la libertad, aplastando necesariamente al fascismo en el terreno militar.