La consigna de una reforma judicial feminista se viene levantando desde hace tiempo. Particularmente, en esos términos, desde el femicidio de Úrsula Bahillo en febrero de 2021 y la movilización del 8M, Día Internacional de la Mujer Trabajadora, de ese año. Pero sus antecedentes se remontan a, por lo menos, el primer Ni Una Menos en 2015.
La centralidad que tuvo la cuestión judicial en el discurso de asunción de Alberto Fernández, en diciembre de 2019, motivada sobre todo por la persecución judicial a Cristina Fernández, y la presentación de un proyecto de reorganización del fuero federal, meses después, generaron condiciones para un debate público. Este trascendió las fronteras del proyecto mismo -que por cierto era bastante limitado e insuficiente- e hizo carne en el movimiento de mujeres y LGBTTIQ+ que se lo apropió y profundizó.
De este modo, se incorporó la cuestión judicial de manera cabal a la agenda del movimiento feminista. Al día de hoy, se la sigue dotando de sentido y reivindicando su urgencia porque con cada nuevo femicidio en el que se informa que las víctimas acudieron al poder judicial en busca de ayuda y respuesta por parte del Estado y no la encontraron, se pone en evidencia, una vez más, la dificultad del poder judicial para dar respuesta de manera eficaz a las violencias machistas. En definitiva, para prevenir los femicidios que, recordemos, son crímenes evitables.
¿Por qué una reforma judicial?
Existe cierto consenso social respecto de que el poder judicial “funciona mal”. Según el Informe del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA) para marzo 2019, nueve de cada diez encuestades no confíaba en que les jueces/zas sean imparciales.
No han sido pocos los gobiernos que presentaron propuestas de reformas judiciales. Es que la justicia (mejor dicho, el poder judicial) ha resultado siempre un foco problemático por muchas razones que pueden resumirse en que es poco democrática -de hecho es el único poder del Estado en cuya composición y contenido la ciudadanía no interviene directamente- y poco transparente, todo lo cual contribuye a generar espacios de mucho poder sin ningún control ciudadano. Además, para el común de la gente, representa algo poco accesible (en términos espaciales, económicos y simbólicos), maneja tiempos desfasados respecto de las necesidades urgentes, ofrece respuestas deficitarias, etc.
Sin embargo, no todas las respuestas sobre qué hacer frente a ese diagnóstico son coincidentes. El discurso punitivista ha sabido capturar estas demandas de reforma judicial en un sentido totalmente opuesto al que nos interesa reponer porque no hacen más que profundizar la crueldad del sistema carcelario y las desigualdades estructurales. El neoliberalismo, a través de la figura del ministro de Justicia y Derechos Humanos durante el gobierno de Mauricio Macri, Germán Garavano, también ha ofrecido una serie de propuestas desde una mirada mercantilizadora y privatizadora de la administración de justicia, generando así una brecha aún mayor entre una “justicia para ricos” y una “justicia para pobres”.
La respuesta a la pregunta del título, todavía provisoria y siempre en debate, está atravesada por ser trabajadora judicial y sindicalista feminista, pero también parte de reivindicar ese lugar de enunciación como un hecho político en sí mismo. Es necesario romper con la idea de que sólo los y las juristas son quienes están habilitades a opinar sobre las cuestiones judiciales porque ése es el primer paso fundamental para ponerlas al alcance de las mayorías. Al poder judicial lo construimos quienes nos desempeñamos en él cotidianamente, quienes ponemos la cara frente a la ciudadanía que busca acceso a la justicia, quienes conocemos cuáles son las principales falencias porque las padecemos diariamente.
Cuando hablamos de poder judicial lo hacemos contemplando su doble faceta, como señalaba el dirigente del sindicalismo estatal, Germán Abdala: por un lado, como poder del Estado en su condición de empleador y por otro, como Estado garante de derechos frente a la ciudadanía. Esta mirada implica que todas las transformaciones y luchas hacia adentro de la justicia (en sus condiciones de trabajo, salariales, de ingreso, etc.) también tienen que ver con garantizar un mejor derecho de acceso a la justicia para el pueblo porque ambas luchas van entrelazadas. Éste es un punto de partida fundamental para abordar la cuestión de la reforma judicial en su integralidad.
¿Por qué una reforma judicial feminista?
Desde el feminismo se viene sistematizando una caracterización y un diagnóstico de los problemas del poder judicial realmente existente. En este sentido, hay una cifra muy elocuente: el registro de femicidios de la Oficina de la mujer de la Corte Suprema de Justicia de la Nación mostraba que para el año 2020, del total de 251 víctimas directas de femicidios, 41 casos contaban con denuncias por hechos de violencia previos. Esta proporción indica dos cosas: que sólo el 16% de las personas en situación de violencia confió en que el poder judicial podría ofrecerle algún tipo de respuesta y que, al mismo tiempo, no la obtuvieron.
¿Cuáles son, cualitativamente, los problemas más frecuentes que llevan a las personas en situación de violencia a no confiar en el poder judicial?
El primero y principal: no siempre se toman las denuncias o el proceso de radicación es muy complicado o en dicho proceso se las revictimiza. No se cree el testimonio, se pone en duda, se les exigen pruebas cuando no son necesarias y/o no se cuenta con ellas por las características propias de este tipo de violencias. No siempre quienes toman la denuncia tienen perspectiva de género.
El poder judicial se maneja por estereotipos y por un fuerte androcentrismo entonces se tiene que performar el papel de la buena víctima. En la medida en que no se representa cabalmente ese rol, pasan a ser sospechadas, el testimonio es menos suficiente como prueba y se convierten en la mala víctima. Esto se vio claramente en el caso de Higui, presa por haber herido de muerte a uno de sus agresores mientras se defendía de una violación grupal que pretendía disciplinarla por ser lesbiana. Afortunadamente resultó absuelta gracias a la rápida articulación y respuesta del movimiento feminista y LGBTTIQ+.
Otra de las razones por las cuales el poder judicial no es valorado socialmente como un recurso es que el sistema funciona lento y que las respuestas llegan muy a destiempo de las urgencias propias de estos casos. Existen dispositivos que no se activan, o que son insuficientes, y suelen ser las denunciantes las que deben hacer el recorrido por todas las dependencias estatales, sin una mayor centralización, teniendo que contar el caso una y otra vez, cuando un mismo hecho se compartimenta en diferentes fueros.
Por otro lado, no solamente el poder judicial no previene los femicidios o muestra múltiples dificultades para abordar las violencias por motivos de género sino que a través de estereotipos y de una mirada sesgada que evidencia la falta de capacitación en el tema, termina empeorando la situación de desigualdad estructural mediante la criminalización de las mujeres, lesbianas, gays, travestis, trans, bisexuales. El caso de María Obando en Misiones es paradigmático.
María es madre de muches hijes y vive en una situación de pobreza estructural. Fue condenada por la muerte de una de sus hijas, a causa de la desnutrición. Más tarde, fue nuevamente condenada por no garantizarle protección a otra de sus hijas que sufrió abuso sexual de parte de un familiar. Así, el Estado terminó agravando de manera extrema su situación de vulnerabilidad.
Es decir que tanto si somos denunciantes como denunciadas, las mujeres, lesbianas, travestis, trans y no binaries, el poder judicial no sólo no implica ayuda, respuesta, sino que muchas veces significa revictimización y criminalización. Y estos efectos deben ser leídos desde la interseccionalidad: no es lo mismo que una profesional de un barrio pudiente de CABA denuncie a través del 0800 Fiscal a que intente hacerlo una migrante de un barrio popular o una mujer trans que ejerce la prostitución.
¿Por qué una reforma para democratizar el Poder Judicial?
Todas las resoluciones que se toman en el poder judicial tienen efecto sobre nuestras vidas cotidianas, por eso es indispensable avanzar en una democratización profunda e integral de este poder del Estado, que mantiene además entre sus miembros a magistrados y funcionarios cómplices de la última dictadura cívico-militar y eclesial. Éste es el problema de raíz: la falta de democracia interna y en su vinculación con el pueblo (la doble faceta) que impide que se deje permear por las demandas sociales como la inclusión de la perspectiva de género y genere respuestas acordes a la institucionalidad democrática.
Se puede identificar una falta de democracia interna en varios niveles:
En lo que hace a las relaciones laborales y a su composición. Según el Mapa de Género elaborado por la Oficina de la Mujer de la CSJN para 2021, “el sistema de justicia está conformado mayoritariamente por mujeres (57%), con una participación que disminuye en las posiciones superiores: apenas el 31% de las máximas autoridades judiciales del país y el 45% de quienes accedieron a un cargo de magistratura, procurador/a, fiscal o defensor/a (lo cual incluye también a las máximas autoridades)”. Es decir que contamos con una base ampliamente feminizada y a medida que se asciende en responsabilidad, la cúpula se masculiniza.
También existe un problema severo de falta de ingreso democrático que da lugar a la poca transparencia y abuso de poder; las reglas nada claras para la carrera judicial que refuerzan la discrecionalidad; la figura del juez como patriarca, no sólo del juzgado sino también frente a la ciudadanía; el desconocimiento que el propio poder judicial hace del derecho a la negociación colectiva que tenemos los trabajadores y las trabajadoras judiciales en todo nuestro país (cuestión que ha sido reconocida por la propia Organización Internacional del Trabajo) y la cuestión de la violencia laboral y la violencia de género, que es un flagelo al interior de su estructura. ¿Qué política pública de prevención de la violencia de género puede ser eficaz si emana de una institución que reproduce esas mismas prácticas de manera sistemática?
Otro de los temas importantes es la falta de democracia en su vinculación con el pueblo y con la ciudadanía. Lo primero y más evidente en torno a eso es el lenguaje inaccesible y poco claro. Es necesario contratar un abogado o abogada que explique qué es lo que está diciendo una resolución que nos afecta directamente. Esta inaccesibilidad no es sólo simbólica y económica sino también física, ya que muchas veces hay que recorrer muchos kilómetros para poder acceder a tribunales o al juzgado asignado.
Otro de los puntos donde se advierte esta falta de democracia es en el poco conocimiento de la gente común sobre quiénes son les magistrades; la ausencia de transparencia y de control sobre quiénes van a ser seleccionados para ocupar sus cargos, el desconocimiento de sus antecedentes y trayectorias, si tienen formación en materia de género y en derechos humanos.
En este punto les trabajadores judiciales de la Federación Judicial Argentina (FJA) tenemos una bandera histórica: que los consejos de las magistraturas, que son los órganos encargados de seleccionar a les magistrades, incorporen en su composición a representantes de las organizaciones de trabajadores/as, como así también de organizaciones populares, feministas, de derechos humanos. Debe ser un derecho saber quiénes van a ser, en definitiva, les que van a juzgar sobre nuestras vidas.
Es la falta de democracia la que ha llevado a que el poder judicial se transforme cada vez más en una corporación, cerrada sobre sí misma que transmite y genera una sensación de oscurantismo, de que nadie sabe lo que sucede adentro, y de impunidad: parece que pueden hacer cualquier cosa sin costo alguno.
Esta impermeabilidad y esta falta de receptividad de lo que ocurre en la sociedad se hace evidente cuando comparamos al poder judicial con otros poderes del Estado como el ejecutivo y el legislativo, que sí han incorporado reformas como, por ejemplo, la paridad en los partidos políticos o la misma creación del Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad a nivel nacional y en algunos distritos. Pero el poder judicial parece reacio a incorporar estas transformaciones, llegando al paroxismo de que la Corte Suprema se haya negado a realizar las capacitaciones de la Ley Micaela.
El que tenemos es un poder judicial que está al servicio de grandes grupos concentrados y grupos mediáticos, al servicio de lawfare, es decir, de la persecución política y judicial de líderes y lideresas populares, no sólo en nuestro país sino también en la región. Se trata de una estrategia del imperialismo para interrumpir e intervenir en los regímenes democráticos.
Por todo eso es necesario que el poder judicial que tenemos sea realmente democratizado y para que eso ocurra, tenemos que abordarlo desde su doble faceta: si no hay democracia interna tampoco la habrá en su vinculación con la ciudadanía. Si no se democratizan las relaciones laborales, difícilmente se pueda pensar en que tenga una mirada feminista y garante de los derechos humanos.
Porque es esta falta de democracia la que explica la falta de perspectiva feminista. En otras palabras, el poder judicial carece de perspectiva feminista porque es totalmente impermeable a las demandas sociales dentro de las cuales la reforma judicial feminista ocupa un lugar imperioso con justa razón.
Así como en los años 80 y los 90 lo hicieron los organismos de derechos humanos, hoy sólo el movimiento feminista, inscribiéndose en ese continuo de luchas populares, es el que tiene la capacidad de movilización, de radicalidad y de interpelación social y potencia necesaria para confrontar con un poder tan corporativo como el judicial.