El mundo Política Abr 23, 2022

Álvaro García Linera: “El sujeto es la sociedad, el efecto es el Estado”

Presentamos un adelanto del libro que reúne conferencias, artículos y entrevistas al ex vicepresidente de Bolivia y uno de los intelectuales más importantes de América Latina.

Álvaro García Linera. Para lxs que vendrán: crítica y revolución en el siglo XXI. Selección de conferencias, artículos y entrevistas (2010-2021) será publicado próximamente en Argentina. El libro, compilado por Ramiro Parodi y Andrés Tzeiman y editado por el Centro Cultural de la Cooperación y la Universidad Nacional de General Sarmiento, tendrá su versión en papel y también en digital. En total reúne una selección de 33 conferencias, artículos y entrevistas del ex vicepresidente (2005 – 2019) del Estado Plurinacional de Bolivia.

A continuación, presentamos un extracto de la entrevista que los compiladores le hicieron en torno a su problematización teórica y política sobre el Estado. 

– Ramiro Parodi (RP) y Andrés Tzeiman (AT): En varias de tus conferencias sobre el Estado aparece la idea de “comunidad ilusoria”, recuperada de los textos del joven Marx. A su vez, en diversas reflexiones generales que hacés sobre el Estado y los procesos políticos, ocupa un lugar central la relación entre lo particular y lo universal. Creemos que hacés una reinterpretación de los textos del joven Marx, intentando no solo elaborar una crítica, sino darle una productividad tanto a la idea de “comunidad ilusoria” como a la relación conflictiva entre lo particular y lo universal. Hay también allí muchas referencias a la filosofía política clásica. ¿Qué nos dirías al respecto? 

– Álvaro García Linera (AGL): Como buena parte de los marxistas formados en los años 70 y 80, hemos heredado una interpretación sobre el Estado apoyada en ciertos textos de Marx y, fundamentalmente, de Lenin, en los que, con justa razón, ambos autores se referían al Estado como un órgano de dominación sostenido en la violencia y la coerción. Lo que efectivamente es así, aunque no es únicamente eso. Hay momentos en que otras cosas del Estado son más relevantes. 

El libro El Estado y la revolución es un clásico que de cierta manera ha permeado a varias generaciones radicalizadas. Es un texto de combate que Lenin elabora para pensar cómo va a enfrentar la dominación en plena guerra mundial y donde los Estados se muestran como ejércitos cabalgando encima de los pueblos. 

Pero hay otras reflexiones de Marx que, sin negar esta dimensión de aparato de dominación, la contextualizan, la relativizan y la complementan. También es posible hallar en Lenin, especialmente en sus reflexiones sobre la realidad paradójica del Estado soviético después de la revolución de octubre de 1917, una mirada más compleja sobre la realidad estatal. No estaba ya el ejército del zarismo ni la policía secreta para reprimir a los trabajadores. La coerción ya no recaía en el mando de los empresarios para imponer sus decisiones y, pese a eso, Lenin decía, abrumado por los primeros resultados de la revolución, que pese a todo lo que se había hecho, con los soviets, se seguía teniendo “un Estado capitalista”. Es un grito desesperado de Lenin y, de hecho, es una crítica implícita a todo lo que había dicho antes sobre el Estado.

Este tema de la “angustia” leninista respecto al desacople entre las tesis de El Estado y la revolución (escrito en 1917, pero antes de la revolución de octubre) y los resultados inmediatos de la revolución, estuvieron dando vueltas en mis reflexiones desde mis lecturas juveniles. Algo no calzaba; unas citas de los grandes teóricos, descontextualizadas, no coincidían de manera lógica con otras reflexiones de los mismos maestros y, peor aún, con el curso de muchos acontecimientos históricos. Los textos de Charles Bettelheim, con su habilidad para mostrar las tensiones entre democratización social y centralización estatal en plena revolución rusa, y las reflexiones de Nicos Poulantzas sobre el Estado como una condensación de correlaciones de fuerza, me ayudaron a descreer aún más de una definición instrumental y rígida del Estado. Había una relación de codependencia y a la vez de diferenciación entre Estado y sociedad que se necesitaba tener en cuenta. 

En México pude conseguir las obras completas de Lenin y leer la totalidad de los textos posteriores a 1917, pero además acceder a los Cuadernos de la cárcel, de Gramsci, a la producción de los gramscianos italianos y a la elaboración de intelectuales como José Aricó, Juan Carlos Portantiero o Ernesto Laclau, que proponían una relectura de la dominación y la emancipación desde el protagonismo de los actos de hegemonía. Esto hace que mi formación temprana en México esté pluralizada y no se haya encerrado meramente en la lectura tradicional de un marxismo más partidario.

Desde entonces no me sentí satisfecho con la mirada clásica que teníamos en el marxismo del Estado como solo un aparato de opresión de una clase sobre otra. Había mucho más. 

En la etapa de mi estancia en la cárcel (1992-1997) no es un tema que haya reflexionado ni al que le dedicara tiempo y preocupación. En los años 90 lo dejo de lado y vuelve a ser una temática de mi interés a partir de la vivencia de formas de dualidad de poderes que me va a tocar experimentar con la Guerra del Agua y con el bloqueo campesino en el altiplano en 2000-2001.

En el caso de la Guerra del Agua es impactante cómo una asamblea de miles de sublevados construye una ley que será beneficiosa para todos los habitantes del país. La asamblea había devenido temporalmente en poder legislativo. Es una figura muy potente. ¿Qué está pasando aquí? ¿Cómo es posible que un grupo de personas coaligadas en torno a un agravio y fundidos en una acción colectiva no solamente rechacen una imposición, defiendan derechos, sino que construyan un universal, una ley para todos?

Luego, al año siguiente, en 2001, me va a tocar ser partícipe directo de cómo en el altiplano de La Paz, miles y miles de aymaras sublevados, desconociendo las decisiones del gobierno de entonces, construyen lo que ellos denominan su “cuartel indígena de Q’alachaca”. No solamente desconocían las decisiones del gobierno, sino que tuvieron la osadía de construir una forma de asociatividad armada de masas. ¿Qué era el cuartel de estos aymaras insurrectos? Era una explanada en medio de dos montañas donde regularmente venían miles de comunarios por turnos con palos, piedras, dinamita, comida, viejos fusiles Mauser, fusiles nuevos robados del ejército y desfilaban diciendo: “Este es nuestro cuartel, nuestro regimiento y aquí vamos a enfrentar a los militares”. En los hechos, se estaba rompiendo el monopolio estatal de la coerción; y si bien las armas eran rudimentarias, lo que importaba era la disposición colectiva a asumirse como fuerza colectiva beligerante y armada. 

Estas maneras de actuar de las personas, entre 2000 y 2001, no encajaban con la mirada que nos daba la lectura marxista tradicional del Estado. Esta imbricación, entre contenciosa y complementaria, entre sociedad movilizada y aparato centralizado estaba visibilizando una cualidad íntima del Estado. 

Algo había pasado en la mente de esas personas. Primero, la ruptura de un conjunto de lazos, de tolerancia moral con los gobernantes, que lleva a los insurrectos a armar, por su cuenta y riesgo, a otra manera de construir lo universal e incluso la coerción; y que, al hacerlo, erosionan instantáneamente la legitimidad y la fortaleza de los antiguos monopolios de dominación. Pero, además, se trata de una ruptura que en su radicalidad tiende a proyectarse como relación estatal, ciertamente nueva, diferente, multitudinaria, democratizada, pero estatal. Era como si la fuerza estatal radicara en una manera (deformada) de estar organizada de la sociedad; y que la acción de la sociedad subalterna a reorganizar por cuenta propia sus vínculos, fracturando la fuerza estatal, requiriera para consolidarse una nueva relación estatal.  

Estas experiencias de sublevaciones de los años 2000, 2001 y 2003, ampliadas a otros lugares del país, me hicieron retomar las líneas de trabajo sobre el Estado que habían quedado pendientes desde los años 80. El punto de apoyo para intentar anudar eso fue el concepto leninista-gramsciano de crisis de Estado. ¿Qué es una crisis de Estado? ¿Por qué hay crisis de Estado? ¿Qué significa? Crisis de la relación de dominación. Pero ¿por qué hay crisis de la relación de dominación? ¿Qué está sucediendo en la sociedad para que el Estado entre en crisis? ¿Porque no tienen el monopolio de la coerción? ¿Porque no tienen mando ideológico? ¿Porque no controlan algunos monopolios? 

Durante 2003, 2004 y 2005 trabajo lentamente estas categorías en textos periodísticos, políticos y académicos. La crisis de Estado es fundamentalmente un hecho de la propia sociedad y no solo del Estado mismo. Ha de haber crisis del Estado no porque en el Estado les pasa algo, sino porque la sociedad que anteriormente estaba cohesionada por el mando estatal comienza a pensar, actuar, opinar, imaginar cosas de otra manera, dando lugar a que los que detentan el poder del Estado comiencen también a dudar, a fallar, a actuar contradictoriamente. 

Como lo había dicho Marx muchas veces: “Si quieres comprender el Estado tienes que partir de la sociedad”. Eso es muy potente porque el Estado entonces es una forma de organizar la sociedad. Aquí el sujeto es la sociedad y no el Estado. El efecto es el Estado. Efecto que puede tener ciertos ámbitos de autonomía, pero el sujeto que le da cuerpo al Estado es la sociedad. ¿Qué pasa en la sociedad para que haya Estado? ¿Qué forma de sociedad es el Estado? 

Es con esas ideas que intento ordenar lo que estaba pasando en la crisis estatal de 2001-2008, que va a tener como epítome la victoria de Evo en las elecciones de 2005, donde se va a consagrar, en el cerebro de las clases populares, el quiebre del orden colonial fundamental y primario respecto al “lugar” secular de las personas, respecto al color y cultura “natural” del poder. Los indios votaron por indios cuando jamás lo habían hecho. Había un cataclismo en la sociedad que se traducirá de manera institucional en una crisis de Estado. 

Así, la categoría de Estado como “comunidad ilusoria” se presentaba como la metáfora que permitía envolver la complejidad de todo ello. Además, recuperaba una fructífera línea de trabajo de Marx para comprender los vertiginosos acontecimientos que comenzaban a desplegarse en la sociedad. El Estado como una manera (mistificada) de organización de la sociedad permitía comprender cuáles transformaciones en el comportamiento de las clases subalternas producían cataclismos en el armazón estatal. Pero, además, sacaba a luz que lo que aún sostenía una parte del viejo armazón agrietado del Estado neoliberal no era solo el monopolio de la violencia, sino, ante todo, el cumplimiento de algún tipo de comunidad (ilusoria) de bienes que ejercía el Estado.

Es así que iniciamos la gestión de gobierno un poco imbuidos de estas preocupaciones y expectativas. Y claro, la experiencia de gobierno de catorce años (encima de un gobierno altamente centralizado en términos de su administración burocrática y, a la vez, altamente descentralizado en términos de sus decisiones estratégicas: nacionalización de hidrocarburos, asamblea constituyente, desracialización del poder, distribución de la riqueza, que son el producto de decisiones resultantes de un cabildeo con organizaciones sociales y asambleas), sumado a las aperturas cognitivas que me habían permitido los sucesos de 2000-2003, me llevan a buscar formulaciones más precisas. Recuerdo un conjunto de textos entre los años 2009 y 2014 en los cuales desdoblo esta idea de “comunidad ilusoria” en un conjunto de paradojas. Ahí reflexionamos sobre el Estado en su realidad paradojal, no como un defecto, sino como una manera eficiente de existir: como comunidad, pero también como monopolio; como decisiones privadas, pero también como lugar de construcciones colectivas; como relación material y como relación ideal; como espacio de universales aunque bajo el empuje de intereses particularidades, etc. De esta manera, el Estado se presenta como un nudo de paradojas reales en movimiento.

Recuerdo que, en ese y otros textos, no defino lo que es el Estado, sino que lo veo compuesto de paradojas. No logro todavía hacer un cierre con categorías. Eso lo voy a hacer recién a partir de este acercamiento concéntrico (de alguna manera las paradojas van delimitando tangencialmente un núcleo), cuando estoy en el exilio en Argentina, en 2020. Con más tiempo de reflexión y en una charla de inicio de clases en la Universidad de Buenos Aires (UBA), resumo todas las búsquedas anteriores, en un concepto preciso del Estado como los comunes por monopolios con efecto territorialmente vinculante.

– RP y AT: De las conferencias que compilamos en este libro, la primera, cronológicamente hablando, en la que reflexionás sobre la cuestión del Estado, es del año 2010. La dictaste en la UBA bajo el título “La construcción del Estado”. Diez años después, en 2020, diste otra conferencia en la misma universidad, titulada “El Estado en tiempos de coronavirus. El péndulo de la ‘comunidad ilusoria’” (a la que te referiste recién). Sobre la base de la experiencia histórica y política de los diez años que mediaron entre ambas conferencias: ¿cambió algo en tu concepción del Estado después de ese tiempo? En tal caso, ¿qué fue lo que cambió y qué lecciones fuiste obteniendo con base en lo sucedido?

– AGL: Si se fijan, los textos que van de 2005 a 2020 son aproximaciones sucesivas. No logran todavía cerrar un concepto compacto, pero van añadiendo aspectos de un acercamiento concéntrico hacia una definición más precisa. Hay todo un bagaje reflexivo que voy recogiendo en el tiempo: la dimensión ideológica, moral, “ideal” pero también material y coercitiva del Estado. He estado preso cinco años, ¿cómo no voy a ver al Estado también como un aparato coercitivo? Lo es, pero no es solamente eso. Pude estar en la cárcel también porque había un consentimiento social respecto a que había que encarcelar a personas que cometieran tales o cuales transgresiones a cierto orden público.

Luego, desde 2001 a 2006, el Estado como condensación de legitimidades que vienen desde abajo y que, al interrumpirse parcialmente, producen un cortocircuito en el armazón estatal. Y, en ese sentido, es una manera de cristalizar de la sociedad, de ser de la sociedad (el Estado como un estado de la sociedad). Entre 2006 y 2020, pienso la potencia de sus monopolios y sus jerarquías circunstanciales. Comprendes que el monopolio coercitivo no es el más importante, aunque, llegado el momento (golpe de Estado de 2019), es el que, en última instancia, va a buscar colocar límites a ciertos cursos de acción política. Desde el Estado podemos ver cómo es que los monopolios más importantes, y en torno a los cuales se despliegan auténticas batallas de baja intensidad entre distintos sectores sociales, van a ser los monopolios sobre recursos económicos comunes (impuestos, tierras, derechos de propiedad, recursos naturales, inversiones, tipos de interés bancario, inversiones públicas, gasto social, niveles salariales, subvenciones, emisión monetaria, inflación, tasa de cambio de la moneda, creación de mercados, etc.). Pero, además, para mantener, ampliar, validar o legitimar los monopolios sobre los recursos económicos comunes de una sociedad está el monopolio sobre la “historia” oficial de los lazos comunes de la sociedad, el entendimiento de lo que debe ser común o debería ser común para que la gente se reconozca como partícipe de una sociedad, etcétera.

Es la experiencia del gobierno la que te muestra que el Estado es mucho más que el monopolio de la coerción. Tiene cosas mucho más importantes, y lo vives a diario, cuando tienes un Estado que pasa de invertir 600 millones a 8000 millones de dólares. ¿Cómo se ha llegado a obtener esa posibilidad de decidir? Porque el Estado es un monopolio de las cosas comunes. Y son cosas comunes que se amplían. ¿Cómo se logra tener empresas del Estado? Porque hubo una predisposición de la sociedad a que las cosas que eran privadas pasaran a lo público. ¿Qué hizo el Estado? Nosotros, como gobierno del Estado, centralizamos y ejecutamos esa decisión; convertimos esa predisposición social en un hecho institucional monopolizado como gobierno. Pero, a la vez, vives desde adentro la paradoja: es la sociedad la que muestra predisposición y exigencia movilizada para este hecho. El Estado y ningún gobierno hubiesen podido tomar esa decisión si antes no hubiera habido una apetencia colectiva movilizada de ampliación de lo común. Pero una vez que existió esa predisposición de la sociedad (comunidad) en torno a bienes comunes (hidrocarburos, electricidad, agua), el Estado y nosotros como gobierno institucionalizamos esa voluntad colectiva mediante una serie de nacionalizaciones; pero al dar curso desde la autoridad pública del Estado a este decisionismo social, inmediatamente, queda monopolizado. La paradoja está ahí, en vivo. ¿Dónde surgen los hechos de comunidad? De la sociedad. Sin esos hechos desde la sociedad, buscando y construyendo comunidad en términos de cultura, idioma, gas, petróleo, minerales, identidad y poder, no funciona el Estado. Pero hay Estado porque, en tanto la propia sociedad no logre experimentar otra manera de materializar su necesidad y su lucha por bienes comunes, es el Estado, en tanto forma (fetichizada) de la unificación de la sociedad, el que centraliza, monopoliza, y arrebata esa decisión de comunidad para convertirlos en bienes públicos, es decir, ilusoriamente de todos.

En este recorrido de aprendizaje situacional, también hay, desde la ubicación al interior del mando del Estado, una comprensión del fetichismo del Estado, que me lanza a releer el primer tomo de El capital en su análisis del fetichismo de la mercancía, y que me dará nuevas luces sobre el fundamento material del fetichismo del Estado. Mercancía y Estado son dos momentos paralelos del mismo proceso de desdoblamiento fetichizado de la acción humana: el primero, del trabajo humano; el segundo, de la comunidad. El fetichismo de la mercancía como poder social que se sobrepone al trabajador y lo domina no es algo exterior al trabajo, resulta de una forma social específica de cómo acontece el consumo material de esa fuerza de trabajo. El fetichismo del Estado, como poder público que se sobrepone a la sociedad, no es externo a ella; es lo común de una sociedad que se sobrepone a ella, y resulta de una forma específica de acontecer ese común, a saber, por monopolios. Ambos fetichismos, que se presentan como ilusiones, no son ilusiones que desaparecerían con un simple ejercicio de “conciencia”; tienen presupuestos y efectos materiales. Y en tanto esos presupuestos materiales no desaparezcan, seguirán siendo ilusiones objetivas, “espectralidad objetiva” al decir de Marx sobre el valor mercantil. 

La “comunidad ilusoria” del Estado es pues una comunidad, solo que continuamente falseada por el monopolio de la comunidad. Es entonces un ser y no ser comunidad simultánea y continuamente. Ya ahí radica su núcleo místico y su irresistibilidad histórica. 

La experiencia dentro del Estado (al interior de la “bestia”) –y en una situación privilegiada– nos permite ver ciertas relaciones, como esta materialidad fluida del fetichismo estatal, pero también de otras de sus cualidades que hemos ido ensamblando en el tiempo para llegar a una definición más compacta del Estado.

En una conferencia del año 2009 organizada por el PNUD, les dije a los politólogos que estaban allí: “El gran error de los politólogos en el mundo en general y en Bolivia en particular es que no son economistas”. Si no son también economistas no pueden entender lo que es la dinámica profunda del Estado, que es mucho más que la institucionalidad competitiva de élites, acuerdos políticos o pugna por el monopolio de las narrativas universales. Todo ello cuenta; pero lo real del Estado, el poder por el cual la gente pelea, hace estrategias, acuerdos, disputa y se mata es por ese monopolio de los recursos económicos comunes. Y para consolidar este monopolio de recursos materiales y mantenerlo en el tiempo, no se lo puede usar directamente como propiedad personal o de clase, a no ser que se esté dispuesto a erosionar su legitimidad. Se lo tiene que usar para todos. Pero en el “para todos” siempre hay un “todos” que son “más todos”. En algunos casos los ricos y en otros los pobres; lo que dependerá no solo de una correlación de fuerzas políticas con efecto estatal, sino también de la posibilidad de limitar, influir o recortar el corporativismo de la burocracia, que monopoliza los poderes del Estado.

Entonces lo fundamental de la vida política es la economía. Es decir, la gestión de estos recursos del Estado. Por eso la frase que al respecto tiene Lenin era muy certera: “la política es la expresión más concentrada de la economía”. Y te lo dice el Lenin que está en el Estado, después de la revolución de octubre. 

Hay una serie de revelaciones que se producen al interior de mi experiencia en la gestión estatal y que mejoran algunas precisiones conceptuales, las corrigen y las enriquecen. Ya fuera del gobierno, cuando intento hacer una recapitulación de la realidad paradojal del Estado, veo que todas esas paradojas convergen en una única realidad objetiva del Estado: es el monopolio de lo común de una sociedad o los comunes por monopolios con efecto vinculante. 

Hay un momento importante en esta construcción práctica, política y teórica del concepto de Estado que es la reflexión que hago sobre el balance de la revolución de octubre al recordar los cien años del acontecimiento. Escribí un textito que fue publicado por Akal y luego lo presentamos con Pablo Iglesias en Madrid en 2018. De hecho, la presentación del texto es más dura, marcada por esa lógica de despedida que les decía que tenía ya desde antes cuando digo: “Toda revolución parece estar condenada al fracaso”. Y así comienzo mi exposición.

¿Cómo es eso que toda revolución parece estar condenada al fracaso? Claro, si una revolución social, que se produce en un país con la tendencia a superar el orden capitalista de la vida social, no logra articularse, apoyarse, nuevamente impulsarse con las luchas o revoluciones que pueden estallar en otros lugares, a mediano plazo lo más probable es que con los meses y años pierda su fuerza creadora, su irrupción democratizadora de masas, su disponibilidad a superar la lógica del valor de cambio mercantil para cuantificar la riqueza. Y a medida que pasa ello, se irá acentuando la tendencia a concentrar la iniciativa histórica en una nueva élite de Estado, emergente de las luchas revolucionarias, popular, pero que gradualmente igual irá centralizando decisiones ante cada dificultad que las clases populares movilizadas encuentren para cogestionar los asuntos comunes, ante cada obstáculo que los trabajadores tengan para universalizar la producción de la riqueza como valor de uso. Una nueva élite irá resolviendo administrativamente, y más eficientemente que las formas de autoorganización local, los problemas diarios de abastecimiento, del comercio, de la disciplina laboral, de la planificación estratégica, impulsando aún más, sin proponérselo, a que la sociedad movilizada vaya replegándose a sus preocupaciones corporativas o personales. 

No existe la movilización permanente, y en los momentos de inevitable reflujo, el hábito social a la delegación de decisiones se irá imponiendo, el apego a la lógica de la mercancía y la ganancia empresarial irá retomando el horizonte de expectativas y modos lógicos de proceder, reconstruyendo plenamente la “comunidad ilusoria” del Estado. Solo un levantamiento en otro país, en otra región, y luego en otro, puede darle un respiro a la primera revolución, permitir que se sedimenten de mejor manera sus logros, e impulsarla a retomar nuevos audaces caminos de democratización radical de la política, de la economía, etc. Y este nuevo levantamiento necesitará a mediano plazo de otra revolución, y esta de otra y otra, hasta un momento en que la mundialización de los levantamientos tenga tanta fuerza capaz de crear un nuevo principio de orden planetario tan vigoroso o mayor que el principio planetario dominante del orden capitalista, como para iniciar un largo período de disputa mundial de dos principios de orden cosmopolitas que, al tiempo de priorizar el valor de uso por el valor de cambio de la riqueza material, vayan potenciando la comunidad por encima del monopolio, es decir, disolviendo en un largo camino el Estado como modo de unificación de la sociedad.

Sin este gradual encadenamiento terráqueo de las revoluciones, o, excepcionalmente, de recurrentes oleadas revolucionarias en el país, que luego se acoplen a levantamientos en otras regiones, la tendencia y esperanza de lograr un cambio estructural de las relaciones económicas y políticas capitalistas irá languideciendo, dando paso a una reorganización del orden capitalista. Esto no significa que la revolución no haya logrado enormes y decisivas conquistas para las clases menesterosas, que no haya dado impulso a espacios de sustancial democratización de la política, a la obtención de derechos sociales vitales y a una mejor manera de distribuir la riqueza. Se trata de conquistas sociales presentes también como objetivos finales para una parte de los sublevados que verán temporalmente alcanzadas sus expectativas. De hecho, la historia, hasta hoy, solo avanza de esa manera; y desde el punto de vista mundano de las clases populares avanza positivamente mediante estos nuevos derechos colectivos, mediante la ampliación de lo común, aunque sea monopolizado; mediante la mejora en las condiciones de vida, en la igualdad y el reconocimiento. Sin embargo, la promesa también anidada en la revolución, de iniciar un período de transición que modifique radicalmente las estructuras de la producción de la riqueza y las relaciones de toma de decisiones, deberá aguardar otro tiempo, a la espera de una contingencia, que algún rato, de alguna manera, inaugure otro modo de producción de la historia.

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