Corría el año 1945 y recién había terminado la Segunda Guerra Mundial. El Ejército Rojo ya había capturado Berlín y Sergei Korolev, un joven diseñador aeronáutico, tenía una tarea clave. En sus manos estaba el objetivo de recopilar todo lo que se pudiera aprender sobre el cohete alemán V-2.
Los alemanes no habían estado perdiendo el tiempo. El grado de avance era mucho mayor al que los soviéticos tenían hasta entonces. El V-2 era una verdadera proeza de ingeniería y había sido el infierno que llovía desde el cielo durante las largas noches londinenses.
A Sergei esto lo llenaba de bronca. Él mismo había sido parte de los avances soviéticos hasta que una doble traición les puso freno. Para entender esto hay que rebobinar aún más esta historia.
Arranque y freno prematuro
Corría el año 1931 y Sergei era aún un joven prometedor de 24 años recién recibido de diseñador aeronáutico. Su instructor había sido el mismísimo Andrei Tupolev, el Tupolev que le da nombre a los aviones desde hace ya un siglo.
Junto con un amigo, Sergei creó un grupo de investigación sobre propulsión a reacción y lograron que el Estado aportara fondos. Pocos años después este grupo se unió con otro dirigido por Valentin Glushko, quien también era un joven matemático y físico con mucho potencial.
Todo iba muy bien… pero en el contexto de la Gran Purga de Stalin de 1938, tanto Sergei como Valentin fueron removidos de sus cargos bajo el pretexto de que estaban deliberadamente retrasando su investigación.
Aquí sucedió la primera de las dos traiciones. Resulta que el buchón fue un tal Andrei Kostikov del mismo instituto. Su premio: quedar a cargo de todo el proyecto. Le duró poco ya que lo rajaron en medio de acusaciones de malversación de fondos un par de años después.
La cohetería soviética frenó su avance y habría que esperar una década para retomar.
Sergei fue a parar a la cárcel, desde donde escribió numerosas cartas, incluso a Stalin, para que revisen su caso. Para cuando lo fueron a buscar, al pobre ya lo habían mandado a un gulag en Siberia. Pasó hambre, frío y hasta perdió la mayoría de sus dientes por escorbuto.
El derrotero no terminó ahí, Sergei fue a parar a un campo de trabajo de la empresa Túpolev (sí, la de su instructor de antaño), también acompañado por su colega Valentin Glushko. Su viejo “amigo”, porque aquí viene la segunda traición. Aparentemente Valentin también estaba entre quienes habían denunciado a Sergei tiempo atrás.
Una nueva esperanza
Pero volvamos a 1945. Los soviéticos se llevaron a unos 170 especialistas alemanes a una isla en el medio de un lago a unos 500 km de Moscú. Por si fuera poco, la isla estaba rodeada de alambre de púas y custodiada por guardias y perros. Tranqui la cosa.
En medio de todo eso: Sergei. Después de tantas penurias, al final estaba a cargo de un equipo para diseñar misiles de largo alcance basados en el V-2 alemán.
Con su equipo incorporaron innovaciones propias tales como múltiples etapas, llegando al cohete R-7 en 1957. Este tenía la capacidad de lanzar la carga equivalente a una bomba atómica con un rango de 7000 km. El primer misil balístico intercontinental.
Esto le valió un gran reconocimiento en los altos círculos. Su identidad se mantuvo en secreto, pero al menos logró que lo exonerasen de sus supuestos crímenes de 1938.
Sin embargo Sergei no solo pensaba en armas. En 1954 había intentado persuadir al Comité Central del Partido Comunista de lanzar un satélite. Cayó en oídos sordos. Al fin y al cabo el objetivo de tener misiles balísticos ya estaba cumplido; ¿de qué serviría tener un satélite en el espacio a la hora de imponerse frente a los EE.UU.?
Sergei era muy astuto y persistente. Primero lanzó una serie de artículos de divulgación en periódicos soviéticos, exagerando sus planes. Para un lector no iniciado parecía la Unión Soviética ya estaba a punto de lanzar algo al espacio. Con esta treta logró llamar la atención de los estadounidenses, que pusieron en movimiento su propio programa con el mismo objetivo.
Con estos en movimiento, Sergei finalmente logró convencer al Comité Central del prestigio internacional que obtendría su país si lograran golpear primero. Generar una necesidad y luego suplirla, ajedrez puro.
El satélite Sputnik fue diseñado y fabricado en menos de un mes. Se lanzó en un tipo de cohete que había volado con éxito una sola vez. Se trataba de un satélite de lo más básico: unas baterías alimentaban a una antena de radio que emitía una señal intermitente.
¿Fue suerte? ¿Pericia? Poco importa. En 1957 el Sputnik se convirtió en el primer satélite y revolucionó el mundo, literal y figurativamente. Puso en marcha los planes espaciales estadounidenses, con la consecuente llegada a la Luna tan sólo 12 años después.
Más allá del Sputnik
¿Y qué fue de Sergei? Continuó impulsando la cosmonáutica soviética. Incluso con planes ambiciosos para llevar tripulación a la Luna. Lamentablemente en 1960 sufrió un primer paro cardíaco. La cosa no pintaba bien, parecía que su paso por el gulag había acentuado un problema en sus riñones. Le aconsejaron aflojar su ritmo de trabajo, pero no quiso saber nada. Tenía miedo de que si él no empujaba, el nuevo líder Nikita Kruschev pronto desarticularía todo.
Su salud empeoró los años siguientes y murió en 1966 a los 59 años. Nunca llegó a ver a sus rivales pisar la Luna.
¿Una buena? Al menos tras su muerte se liberó el secreto sobre su identidad. Fue enterrado con los mayores honores en un nicho en la pared del Kremlin. Hoy Korolev es considerado un héroe nacional además de ser muy reconocido por las agencias espaciales de todo el mundo como uno de los fundadores de la cohetería. Su estatua adorna Baikonur, el principal cosmódromo ruso.