Ambiente May 7, 2022

¿Es posible un diálogo con el neoextractivismo?

Desde comienzos de este siglo el paradigma de desarrollo neoextractivo se impuso con violencia en la región tanto en gobiernos conservadores como progresistas. Cuando el interlocutor únicamente actúa con represión, sentarse a dialogar suele enfrentar limitaciones, repudios y malos entendidos.
Sociólogo e integrante de la Escuela de Salud y Ambientalismo Popular

Hace décadas que la megaminería a cielo abierto se desarrolla en la región latinoamericana con fuertes resistencias de las poblaciones que ven como el avance de esta actividad contamina, se queda con las tierras que cultivan y trabajan, destruye sus estilos de vida y reprime toda defensa del medioambiente y los ecosistemas. En Argentina este modelo comenzó a instalarse con fuerza a partir del 2003. Actualmente, en el marco de la transición energética comandada por el norte global y la necesidad de divisas para pagar la deuda con el FMI, va en camino a intensificarse y con ello a aumentar los problemas socioambientales que acarrea y por los cuales en siete provincias fue prohibido por gracias a la resistencia popular.

Las consecuencias sociales y ecosistémicas sobre los territorios afectados por la minería a cielo abierto son múltiples: contaminación del suelo, aire y agua; deforestación; control de los ríos; destrucción de humedales; desalojos violentos de comunidades y acaparamiento de tierras. En definitiva, se trata de una serie de pasivos socioambientales que pagan las poblaciones y las comunidades campesino indígenas. A esto se le suman mayores niveles de desigualdad social e innumerables conflictos socioterritoriales.

Asimismo, en Argentina el accionar de las trasnacionales mineras se encuentra amparado por un andamiaje legal heredado del neoliberalismo de la década de 1990 que las habilita a pagar pocas regalías. 

Las facilidades son muchas para una actividad tan onerosa en términos ambientales y sociales. Por ejemplo, las empresas dan cuenta de sus exportaciones una vez llegadas a puerto de destino y mediante declaraciones juradas, por lo que no existe control público respecto a los minerales extraídos. A su vez, las compañías se encuentran eximidas de liquidar dólares dentro del país.

Lo sucedido recientemente en Andalgalá, provincia de Catamarca, con la represión al acampe en el pueblo de Choya contra el proyecto minero Mara de las empresas Yamana Gold, Glencore y Newmon, evidencia las limitaciones para entablar un diálogo. Mientras exista persecución, judicialización, estigmatización, ninguneo y represión sobre las poblaciones afectadas no hay instancia posible de discusión. Cualquier llamado al “diálogo social” debe empezar por terminar con la violencia institucional instalada hace décadas en las zonas de sacrificio.

Mesa Nacional sobre minería organizada por el gobierno nacional

Tan solo 24 horas antes de los hechos represivos de Catamarca, el Gobierno nacional realizó un llamado a una Mesa Nacional sobre la megaminería con el objetivo de «construir consensos” respecto a este tipo de explotación con todos los actores involucrados, tal como manifestaron desde el Ministerio de Desarrollo Productivo. En este encuentro de mandatarios provinciales, empresas y dos colectivos ambientalistas, uno de los principales interlocutores fue Raúl Jalill, gobernador de la provincia y responsable político de la represión a los pobladores.

Es realmente difícil que pueda darse un debate democrático y lograr consensos si no se empieza por reconocer que la violencia es una precondición necesaria e intrínseca a estos modelos extractivos de maldesarrollo. La militarización y el accionar represivo es la norma en estos enclaves megamineros en los cuales las diferentes instituciones del Estado cumplen el rol de disciplinar y reprimir las resistencias. Porque lo que también suele repetirse como una regla en los territorios es la no existencia de licencia social para este tipo de industrias.

Este rechazo masivo es lo que viene sucediendo hace 20 años no solo en Catamarca, sino también en Chubut, San Juan, Mendoza y en todas aquellas regiones del continente donde hay extractivismo o intenta instalarse. En paralelo, también hace años los diferentes gobiernos abren este tipo de «instancias de diálogo» que buscan infructuosamente lavarle la cara a la minería contaminante o generar consensos imposibles. 

Discutir el maldesarrollo

Los extractivismos se enmarcan en un modelo que remite a un paradigma que es hegemónico hace décadas en América Latina y que muchos autores conceptualizan como «maldesarrollo». Un concepto que hace referencia a un tipo de desarrollo antropocéntrico impuesto por la modernidad capitalista que toma a la naturaleza como un objeto que se puede dominar y controlar, que a la vez destruye el planeta y es la causa principal de la crisis socioecológica. 

Cualquier espacio institucional debería debatir ¿qué tipo de desarrollo? ¿para qué y para quiénes? Poner sobre la mesa la necesidad cada vez más urgente de un modelo construido sobre la base de otra relación con la naturaleza, que ubique en el centro el cuidado de lo no humano, de los cuerpos, las vidas, que priorice el valor de uso sobre el valor de cambio y donde efectivamente el crecimiento económico se subordine a la sostenibilidad ambiental, y no a la inversa como viene sucediendo hasta ahora. 

Pero para dar esta discusión de cara a la sociedad no se debería obturar el debate con funcionarios que caricaturizan y ridiculizan las posiciones ambientalistas en defensa de un paradigma productivista que no soluciona los problemas sociales y ambientales sino que, como en el caso de la megaminería, los agrava. 

Estas no son palabras o discusiones teóricas impulsadas desde las universidades en abstracto, son resultado de un entramado de relaciones construidas entre investigadores, medios populares y les habitantes de los territorios como estrategias de lucha por la vida y la dignidad. Es importante recordar el rol que el científico Andrés Carrasco -ex presidente del CONICET y jefe del Laboratorio de Embriología de la Universidad de Buenos Aires- tuvo para confirmar los efectos devastadores del glifosato, su vínculo con los pueblos fumigados y su entrevista con el periodista Darío Aranda para exponer esta realidad en los medios.

Andrés Carrasco en el festival Primavera Sin Monsanto, en la ciudad Malvinas Argentinas, Córdoba, en septiembre de 2013 | Crédito: Sub Coop

“No descubrí nada nuevo. Digo lo mismo que las familias que son fumigadas, sólo que lo confirmé en un laboratorio”, señaló Carrasco en su momento. Por eso no se trata de hablar por nadie, ni de negar la información y los saberes acumulados en años de lucha por las asambleas y movimientos socioterritoriales directamente involucrados. Se trata de construir alianzas siempre con base en los territorios para discutir sobre el uso, el manejo, el control, el acceso, la posesión y/o distribución de bienes comunes hoy devenidos recursos naturales.

Ocupar espacios no siempre es progresivo

La participación de dos organizaciones ambientales juveniles en el diálogo lanzado por el gobierno con las mineras originó una discusión. Sumado a la forma en que el gobierno convocó a esta instancia, causó el repudio de la mayor parte de las asambleas de las comunidades afectadas y del movimiento ambientalista. Este rechazo quedó expresado en un comunicado donde se explican las críticas a la iniciativa gubernamental y a la participación de estos colectivos en la misma.

Más allá de las repercusiones, el hecho mostró una tensión entre lo territorial y lo institucional que no es nueva ni tiene soluciones prefijadas de antemano. No obstante, es necesario recordar que la disputa institucional de espalda a los territorios es un camino seguro al aislamiento. No siempre el diálogo es disputa y no siempre negarse al diálogo es revolucionario.

Es cierto que la crítica puede convertirse en un lugar confortable si se renuncia a la disputa de poder, pero esta nunca puede quitar los pies de los territorios y las calles. Como dice Álvaro García Linera: “La calle, el barrio, la fábrica, la Universidad, la plaza, la marcha, la asamblea, la acción colectiva debe ser nuestro territorio siempre, el territorio del progresismo, de la izquierda, de los revolucionarios”. Quedarse solo en la acción institucional implica no registrar la productividad emancipatoria de las luchas que se dan en los territorios.

La persistencia de la pelea contra la megaminería no solo muestra un rechazo social masivo a esta actividad sino también la necesidad de democratizar el acceso y control de los bienes comunes y de formas democráticas más directas. Para entablar un diálogo sobre el extractivismo y el modelo de desarrollo dominante hay que reconocer y dar cauce institucional a la acción colectiva y sus entramados en los cuales circulan información, debates, saberes y proyectos alternativos al actual modelo de desarrollo. Incluso fue la movilización popular y la convergencia de diferentes sectores la que en 2003 logró en Chubut la sanción de la ley 5001 que prohíbe la megaminería con uso de cianuro y la que en 2007 logró la ley 7722 en Mendoza destinada a la protección integral del agua.

De lo contrario, por más buenas intenciones, ocupar espacios en nombre del ambientalismo puede terminar en un falso atajo para las transformaciones de fondo o en un pragmatismo alejado de la realidad. Solo funcional a pintar de verde espacios y políticas que no lo son o a dar rienda a aspiraciones individuales que no aportan nada a la acumulación popular necesaria para dar la batalla contra el modelo de maldesarrollo.

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