Ambiente Política May 21, 2022

La amenaza autoritaria

La emergencia de la extrema derecha canaliza miedos y enojos hacia un sistema político que no brinda respuestas a los problemas de la gente. Pero a la vez representa un retroceso que pone en riesgo las libertades básicas.

Ante la crisis de la globalización neoliberal como proyecto civilizatorio, la respuesta de sus defensores se vuelve más violenta y se corren cada vez más los límites de lo decible y lo posible. El odio moviliza, pero no lo hace en el vacío sino sobre la base de una acumulación de demandas insatisfechas. Millones de personas ven como su nivel de vida se deteriora mientras una minoría se enriquece cada vez más, y en este contexto de desigualdad creciente muches se ven interpelados por las salidas ilusorias que las ultraderechas proponen. 

Las crisis son caldo de cultivo para opciones reaccionarias, algo que ya ocurre en distintas partes del mundo con el ascenso de estas fuerzas en el marco de una democracia liberal representativa incapaz de brindar soluciones. Pero este fenómeno tiene sus responsables y patrocinadores. La falta de respuesta del establishment político, sea conservador o progresista, deja campo fértil para este tipo de propuestas que, con ayuda de los grandes medios de comunicación y el financiamiento de grupos económicos, propagan discursos racistas, misóginos y xenófobos que generan climas y disputan sentidos. 

Asimismo, actúan como un bloqueo y reacción frente a las alternativas sistémicas que intentan revertir esta crisis socioecológica sobre las premisas de priorizar el cuidado de los cuerpos y la naturaleza, de avanzar en mayores niveles de democratización política y económica, y de fomentar la empatía y solidaridad con les otres.

En este marco, cualquier proyecto, colectivo, movimiento, ideología o minoría cuyas prácticas no se ajusten a lo establecido y a la lógica del mercado son convertidas en una “amenaza” y se las culpabiliza de esta crisis para evitar poner el foco en una redistribución de la riqueza sumamente regresiva. Todo lo “diferente” debe carecer de derechos y ser marginado.

Así escuchamos decir al diputado argentino Javier Milei que no tiene por qué “sentir vergüenza de ser un hombre blanco, rubio y de ojos celestes”, ni pedir perdón “por tener pene”. O que Mauricio Macri no es el principal responsable de la deuda externa que hoy nos tiene sujetados a un cogobierno con el FMI. O vemos a Miguel Ángel Pichetto organizando abiertamente una campaña en contra del pueblo mapuche a partir de un invento como el del supuesto plan para crear un Estado indígena.

Tergiversaciones de la realidad, combinadas con discursos de odio, que van incorporando teorías conspirativas del supremacismo blanco europeo y norteamericano: la idea de que existe un “gran reemplazo” de la población blanca por culpa de políticas de inmigración masiva de musulmanes, africanos, latinos, etc. Una teoría racista que invierte los roles y convierte a las minorías históricamente racializadas y estigmatizadas en victimarios del hombre blanco, rubio, de ojos celestes y con pene.

El racismo y los mitos de sentido común 

En la Argentina actual, la violencia cultural y simbólica corporizada en los discursos de odio son propagadas por los medios sobre un formato importado de la derecha alternativa (Alt-right) estadounidense, que a su vez los autodenominados libertarios locales intentan emular. 

Estos discursos construyen a les indígenas, les jóvenes de los barrios populares, la población LGTBI+ y las feministas como sujetos peligrosos o como chivos expiatorios de la crisis. Los mismos fueron erigiendo históricamente un entramado de valores propios de nuestra sociedad que se constituyó sobre el mito de ser blanca, europea, patriarcal y civilizada. A imagen y semejanza de la oligarquía terrateniente que fundó el Estado-Nación a fines del siglo XIX a partir de teorías biologicistas. Pero lejos de ser algo “natural”, son enunciados históricamente construidos por una minoría dominante, que luego se volvieron sentido común en la subjetividad de quienes eligen el miedo por sobre la razón y por sobre la empatía con las injusticias.

El mito de la Argentina blanca se condice con otra idea bastante instalada: la de que no existe racismo en el país. A pesar de las reacciones negativas que pudieron verse frente a las preguntas que en el último censo buscaban visibilizar la presencia de población indígena o afrodescendiente. Dos mitos que buscan borrar la realidad plurinacional y pluriétnica que antecede a la construcción de los Estados-Nación latinoamericanos.

Se trata de un racismo constitutivo no solo vinculado a cuestiones fenotípicas sino también a la reacción frente al empoderamiento político y social de los sectores populares. Es decir, al rechazo de proyectos igualitarios y equitativos que hagan peligrar los privilegios de clase.

Pero al mismo tiempo son sentidos que pueden habilitar consensos autoritarios para ejercer control social sobre determinados cuerpos previamente racializados, estigmatizados y criminalizados. Por eso su urgencia de combatirlos sin concesiones. El viraje autoritario y racista de las derechas no ofrece nada nuevo en términos de contenido, pero representa un peligro a las libertades democráticas básicas.

La construcción del «enemigo» mapuche y el extractivismo

En el caso de los pueblos originarios, y particularmente de los mapuches, los medios de comunicación hegemónicos no paran de repetir el mantra de la “violencia” ejercida por estos como explicación de lo que sucede en la Patagonia negando la profunda desigualdad, los años de exclusión y marginación, y el avance de los extractivismos (incluído el turístico e inmobiliario) por sobre las tierras ancestrales indígenas. Una acometida que en muchos casos llega después de incendios de los que son culpados los propios mapuches que posteriormente son desalojados de los territorios en los que avanza el capital extractivo.

Es que para que el modelo neoextractivista avance, los territorios tienen que estar vacíos u ocupados por gente visible en tanto “terrorista” o “peligrosa” y por lo tanto, pasible de ser desalojada. Pero es importante recordar que estos territorios destinados al extractivismo fueron históricamente producidos. Julio Argentino Roca pudo avanzar sobre el “desierto” poblado de indígenas porque el evolucionismo del siglo XIX -que hoy el ex senador Pichetto o Javier Milei vuelven a levantar- justificaba la matanza de aquellos que no eran tan “humanos”, ni tan “civilizados”.

Porque lo que se escucha y lee en los medios de comunicación hegemónicos es esa base de justificación para la violencia y el exterminio funcional al avance mercantilizador de todos los aspectos de la vida. Porque hay diferencias entre la libertad de expresión y el ejercicio del periodismo, y la construcción del racismo a través de los medios. Ese mismo racismo fue el que avaló la “Conquista del desierto”, solo que en ese entonces se usaba otro calificativo para referirse al mismo pueblo: antes salvajes, hoy terroristas. 

Los discursos de odio que legitiman la violencia racista y extractivista no son nuevos en el continente latinoamericano. Sus orígenes se remontan a la época colonial pero permanecen en el presente como parte de lógicas y mecanismos que persisten aunque el colonialismo ya no exista de la misma forma que hace cinco siglos. Es lo que Aníbal Quijano denomina “colonialidad del poder” y que se vale del racismo para legitimar relaciones de dominación. 

En este marco surge el proyecto de ley presentado por Milei y otros diputados y diputadas para proponer la derogación de la Ley 26.160 -Ley de emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas originarias del país-. Pero también debe ser leído en relación a intereses de clase que se remontan a las “conquistas” de los territorios indígenas y a la instalación del progreso-desarrollo-propiedad como una matriz normativa y aparentemente intocable.

Discursos de odio en tiempos de crisis

Como sostiene el sociólogo Edgardo Lander, la consolidación de las relaciones de producción capitalistas y el modo de vida liberal implicaron un proceso de lucha hasta que lograron adquirir el carácter de formas “naturales” de la vida universal. Este proceso tuvo una dimensión colonial/imperial de conquista y sometimiento de los continentes por parte de las potencias europeas, lo que se conoce como colonialismo. Pero también implicó una lucha civilizatoria encarnizada al interior de Europa, que terminó por imponer la hegemonía de ese proyecto. 

En Argentina, la propiedad privada se impuso también a sangre y fuego, avanzando sobre los territorios indígenas a fines del siglo XIX, pero lo continúa haciendo hoy cuando la frontera extractiva se extiende sobre comunidades originarias y campesinas; cuando se ven más y más muertos en la defensa directa de los territorios; y también en cada muerte por cáncer u otras enfermedades producto del uso de agrotóxicos necesarios para un modelo de desarrollo que de a poco está matando al planeta (y a nosotres como parte de él). En las grandes ciudades esto tiene su correlato en el extractivismo urbano y la estigmatización y criminalización de los habitantes de los barrios populares.

Esta avanzada es posible por la construcción de un discurso racista que sedimenta sentidos, justificando hasta los asesinatos, como sucedió en los casos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel. Porque el sentido común es sin duda la mejor de las armas para esta contienda actual. Porque es el que sostiene que las cosas son de una determinada manera y quien quiera modificarlas es malo, peligroso, comunista, y tiene ideología. Mientras la derecha hegemónica se encargó de hacer que su ideología deviniera sentido común, se naturalize y parezca que entonces ahí no hay nada más que “normalidad”, que esa es la forma en que deben ser las cosas, y que todo lo demás conduce al caos y la anomia. 

Sin embargo, la crisis civilizatoria que atravesamos hace cada vez más evidente que lo “normal” le sirve cada vez a menos gente, y muestra los límites de una forma particular de desarrollo. Esto no significa que el capitalismo está a punto de desaparecer, ya dió sobradas muestras de su capacidad de reinventarse a sí mismo. Pero, como afirma Álvaro García Linera, nos encontramos ante “una nueva disponibilidad a escuchar nuevas razones morales y nuevos artefactos lógicos sobre la manera de estar en el mundo”. Y esto se traduce en que la lucha de clases de nuestra época irá de la mano de Estados que oscilarán entre extremos de mayor democratización social o más monopolio.Y que las estrategias de sectores dentro y fuera del Estado serán las que inclinen la balanza. 

Después de todo, el sentido común, ese que habilita los discursos de odio en tiempos de crisis, es también resultado de correlaciones de fuerzas, de ideas construidas socialmente, que son el correlato de otras luchas, que se dirimen en las calles y en los territorios.

Si te interesa lo que leíste y querés que contribuir a que sigamos brindando información rigurosa podés colaborar con Primera Línea con un aporte mensual.

Aportá a Primera Línea