El 29 de mayo se llevará adelante la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Colombia. Se trata de una votación muy importante ya que hay amplias posibilidades de que se imponga Gustavo Petro, candidato de centroizquierda por la coalición Pacto Histórico. Las emciestas le otorgan una intención de voto de alrededor del 40%, 15 puntos por encima del candidato derechista Federico “Fico” Gutierrez. El tercer lugar sería para Rodolfo Hernández, ex alcalde de Bucaramanga, que subió mucho durante los últimos días, complicando las posibilidades de “Fico” de llegar al ballotage.
El triunfo de un candidato progresista sería un terremoto político en un país que es uno de los bastiones más estables y duraderos del neoliberalismo continental. Tal como lo había sido Chile antes de la rebelión popular de 2019, Colombia es uno de los pilares del orden político que ubica a la región como “patio trasero” de EE.UU. Fue el Estado que más promovió las políticas de agresión contra Venezuela, y durante décadas albergó en su propio suelo tropas norteamericanas en la llamada “guerra contra el narcotráfico”. Más aún, es de los pocos países de Latinoamérica que hasta ahora era totalmente impermeable a las oleadas de gobiernos progresistas iniciadas en la década del 2000.
El segundo rasgo que define al régimen colombiano es su carácter profundamente represivo. Toda la historia de los siglos XX y XXI estuvo marcada por las masacres contra los campesinos, los asesinatos de activistas sociales y dirigentes políticos y la contrainsurgencia contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y otros grupos guerrilleros. La tarea represiva es realizada tanto desde el Estado como desde las bandas paramilitares ligadas a negocios mafiosos y vinculadas al ex presidente Álvaro Uribe. Esta situación llevó a que en Colombia existan más de siete millones de desplazados internos.
En 2016 se firmaron unos históricos Acuerdos de Paz entre el gobierno y las organizaciones guerrilleras, que permitieron que esta violencia comenzara a descomprimirse luego de más de 50 años de conflicto armado. Pero los grupos paramilitares (y el propio Ejército) continuaron llevando adelante asesinatos y masacres, saboteando los pactos alcanzados. El regreso del uribismo al poder de la mano del actual presidente Iván Duque en 2018 también contribuyó a entorpecer la implementación de los acuerdos, a garantizar la impunidad de los paramilitares y la desprotección de los sectores populares. En estas condiciones, más de 600 dirigentes y activistas sociales fueron asesinados desde 2016.
Sin embargo, el modelo colombiano fue cada vez más cuestionado en los últimos años y se empezó a resquebrajar especialmente a partir del estallido popular de abril de 2021 (conocido como Paro Nacional) contra una serie de reformas implementadas por el gobierno de Duque. Las protestas atravesaron todo el país durante varios meses abarcando grandes ciudades como Bogotá y Cali y también zonas rurales. Incluyeron bloqueos, asambleas populares y distintas medidas de fuerza. Esta rebelión produjo su propia Primera Línea, influenciada por el proceso político chileno, para defender las movilizaciones frente a una represión que dejó miles de heridos y decenas de muertos y desaparecidos.
Con la masificación de la rebelión, el terror impuesto por el Estado y las bandas paramilitares dejó de ser una herramienta efectiva para impedir la protesta social. Finalmente el gobierno debió retirar sus proyectos de reforma tributaria (que aumentaba el IVA, impuesto que afecta en mucho mayor proporción a los sectores populares) y del sistema de salud.
El estallido popular fue a la vez síntoma y factor de aceleración de un amplio descontento con el gobierno de Duque y el uribismo en general, con la desigualdad social, la pobreza y la precariedad de la vida, con la represión y las violaciones a los Derechos Humanos, y con la complicidad entre el Estado y las mafias paramilitares. Esta masiva pérdida de apoyo pudo verse en las elecciones legislativas que se realizaron en marzo de este año, en las que el partido oficialista Centro Democrático cayó al quinto puesto con apenas el 10% de los votos.
Por su parte, la figura de Petro y la coalición Pacto Histórico consiguieron capitalizar en el terreno electoral buena parte del amplio descontento social, como pudo verse en su elección interna ese mismo mes: casi 6 millones de personas se movilizaron para votar en ella, convirtiéndola así en la fuerza más votada del país. Desde entonces Petro alcanzó y mantiene un cómodo liderazgo en las encuestas presidenciales.
El frente político que encabeza nuclea a un amplio espectro de sectores populares colombianos: partidos de izquierda y progresistas, organizaciones indígenas y ambientales, movimientos afrodescendientes (Francia Márquez, la candidata del frente a vicepresidenta de la nación, pertenece a dicho colectivo), organismos de Derechos Humanos, etc. Su programa político denuncia al uribismo y a todo el régimen represivo, y sus prioridades pueden ilustrarse con las palabras de Márquez: “Nunca más una política se hará sin los pueblos negros, indígenas, sin campesinos, sin las mujeres, sin la comunidad LGTBIQ+, sin los sectores que históricamente han estado oprimidos, excluidos y violentados” .
De concretarse lo que pronostican los sondeos, la elección colombiana implicaría una importante ruptura con el actual estado de las cosas, por lo que es de esperar que los poderes tradicionales del país presenten una fuerte resistencia. No puede descartarse que haya intentos de fraude o inclusive atentados a Petro o su entorno: el candidato ya denunció varias amenazas en este sentido, en un país donde éstas no pueden ser tomadas a la ligera.
Por último, es importante señalar que un triunfo de Petro continuaría haciendo girar a la región en un sentido progresista, aislando cada vez más a las fuerzas neoliberales del continente. Si a esto se sumara también un triunfo de Lula da Silva en las presidenciales brasileras, estaríamos ante una relación de fuerzas totalmente diferente a la existente en los últimos años.