En los últimos días el fuego volvió a ser noticia en el Delta del Paraná con columnas de 15 metros de altura y un humo que volvió irrespirable el aire de la ciudad de Rosario y zonas aledañas. Incluso la humareda llegó a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, acompañada de un fuerte olor a pasto quemado.
Esta problemática socioambiental que supone la destrucción de humedales no es una novedad. Durante 2020, en plena pandemia, cobró visibilidad cuando hubo más de 36.500 focos de incendio en el Delta, mientras que en 2019 y años anteriores hubo menos de 5 mil. Ese año se quemaron más de 400 mil hectáreas, el equivalente a 22 veces la superficie de la ciudad de Rosario.
Recientemente, el Observatorio Ambiental de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) informó que ya se incendiaron más de 100.000 hectáreas en lo que va de 2022. Especialistas de este organismo y de la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) afirmaron que en las zonas afectadas el aire está «altamente contaminado», al superar 17 veces el límite de toxinas establecido por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
¿Por qué ocurren los incendios? ¿Que actores responsables están detrás de este ecocidio? ¿Cómo se puede frenar?
Fuego y maldesarrolo
Días atrás el periodista rosarino Juan Chiummiento publicó en las redes sociales datos recolectados del Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa) que avalan la teoría de que el fuego es provocado intencionalmente por productores agropecuarios para expandir la actividad y maximizar sus ganancias. Mediante un mapa ilustró cómo los focos de incendio coinciden con las explotaciones agropecuarias registradas en las islas. Entre ellas figuran algunas pertenecientes a la familia de Pablo Maiocco, intendente de Victoria, y de la familia Baggio, propietaria de la empresa alimenticia, entre otros.
En las islas ubicadas frente a Rosario, en el distrito de Victoria (Entre Ríos), desde 2017 a 2022 las cabezas de ganado crecieron un 46%. En cinco años pasaron de 130.992 a 191.662, según información del organismo. A la par, las autorizaciones otorgadas por Senasa para realizar actividades ganaderas pasaron de 436 en 2017 a 772 en 2021. El correlato entre el aumento de los incendios y de la actividad es claro. Se quema irresponsablemente para acrecentar el negocio sin ningún tipo de control público que prevenga y frene estás prácticas depredatorias. Desde la Multisectorial por los Humedales sostienen que se quiere “pampeanizar” la zona.
El fuego puede ser beneficioso para el mantenimiento de los ecosistemas y la promoción de la biodiversidad, tal como se lleva adelante hace cientos de años mediante las prácticas controladas de quema para mejorar el forraje que alimenta a los animales. Pero lo que viene ocurriendo en los últimos años en el Delta nada tiene que ver con esta práctica, sino que se vincula con el lucro de productores que lo utilizan como una forma de cambiar el uso del suelo para el desarrollo de actividades extractivas o para simplemente acrecentar su tasa de ganancia con la producción a gran escala. Es el afán de lucro que no respeta los ciclos vitales de la naturaleza como las sequías, en este caso agravadas por la bajante histórica del río Paraná.
Esta actividad que destruye el medioambiente y afecta nuestra salud se enmarca en un problema más estructural: el modelo de desarrollo actual, hegemónico y antropocéntrico impuesto por la modernidad capitalista y que desde una visión productivista toma a la naturaleza como un objeto que se puede dominar y controlar bajo la lógica de un crecimiento infinito basado en la sobreexplotación de los recursos naturales.
La situación tiene tal gravedad que expertos exigen incorporar la figura de “ecocidio” en el Código Penal. Esta iniciativa surge de la Asociación de Investigadores de Derecho Penal Ambiental y Climático y propone una pena de tres años y medio a diez años de cárcel para los responsables de cometer un acto a sabiendas de que va a existir un daño ambiental extenso o duradero. Además propone incorporar multas que irán desde 300 mil a 2 millones de pesos. Si el daño es grave y provoca cambios adversos, perturbaciones y efectos serios para la vida humana o de cualquier especie o recurso podrá haber multas de hasta 5 millones y penas de 8 a 10 años de cárcel.
Ante la crisis socio ecológica y civilizatoria es más que necesario poner en discusión este paradigma de desarrollo vigente y hegemónico que pone a la propiedad y la ganancia por sobre la vida humana y no humana. Lamentablemente este debate urgente se encuentra totalmente clausurado por la coyuntura que atraviesa la Argentina: la necesidad de conseguir dólares para cumplir lo acordado con el FMI profundiza el modelo extractivista y con ello también la desigualdad social, la violencia y las consecuencias ecosistémicas que esto conlleva.
La necesidad de una ley de humedales
En 2020 los humedales cobraron relevancia en la agenda pública no por su importancia ambiental sino por su destrucción en manos del fuego: se quemaron casi un millón de hectáreas en todo el país, casi la mitad en la región del Delta del Paraná. Sin embargo, hace casi una década que se viene dilatando la sanción de una ley que proteja a estos ecosistemas.
En mayo, la legislatura de Misiones sancionó una ley para la preservación, conservación, defensa y desarrollo de los humedales. Se trata del mismo marco regulatorio que a nivel nacional viene siendo postergado desde 2013. En todo este tiempo obtuvo dos medias sanciones del Senado en 2013 y 2016, pero nunca llegó a la Cámara de Diputados.
Durante 2020 se presentaron 15 proyectos de ley en ambas Cámaras. Finalmente se consensuó un texto único entre organizaciones, científicos y legisladores que tuvo dictamen de mayoría de la Comisión de Recursos Naturales de Diputados, pero que al no ser tratado durante todo 2021 por las comisiones pertinentes, perdió estado parlamentario.
Los humedales son claves para la vida por los servicios ecosistémicos que brindan: son grandes filtros depuradores, reservorios de agua dulce y sirven para amortiguar los impactos de las lluvias. A la vez se consideran fundamentales en la lucha contra la crisis climática, en tanto almacenan más carbono que el resto de los ecosistemas.
En Argentina ocupan 600.000 km2 (el 21,5% del territorio) y se dividen en seis grandes regiones desde la Puna hasta la Patagonia. Por eso es urgente una normativa que establezca un piso mínimo de conservación ante la amenaza del agronegocio, del sector inmobiliario y minero. Son los mismos actores -todos relacionados con actividades extractivas- que ejercen lobby en los despachos del Congreso para frenar la ley y que lamentablemente vienen teniendo éxito por la complicidad de sectores de la política que privilegian el negocio de unos pocos por sobre la salud socioambiental de todes.
Cuando no son arrasados por los incendios provocados por la quema ilegal de pastizales, estos ecosistemas son rellenados con tierra de otro lugar para desarrollar emprendimientos inmobiliarios, como ocurrió con Nordelta, también en el Delta del Paraná. Esto último fue la causa de la mal llamada «invasión» de carpinchos que provocó las quejas de los vecinos de alto poder adquisitivo de este barrio privado.
Una Ley de Humedales permitiría proteger a estos espacios del avance de actividades productivas que al no tener en cuenta sus ciclos ecosistémicos generan su destrucción y desaparición, algo que debido a su importancia para la conservación de la biodiversidad y la mitigación del cambio climático tiene consecuencias devastadoras para el planeta. Pero el problema no es el desarrollo y la producción, sino un modelo de desarrollo y de productividad que deja de lado la reproducción de las vidas.
En todo este proceso les afectades por la situación destacan una ausencia y abandono total del Estado. Por un lado, se intercambian responsabilidades entre las distintas jurisdicciones, sin que ninguna termine de hacerse cargo. Por otro, el poder político sostiene que la responsabilidad es judicial, mientras la justicia pide informes al Ejecutivo. En el medio no existe ninguna iniciativa concreta para abordar una problemática que no solo afecta a la zona que sufre los incendios, sino a todo nuestro planeta y a las futuras generaciones.