En los cincuenta años que transcurrieron desde el 22 de agosto de 1972 hasta hoy, la masacre de Trelew ha sido interpretada muchas veces, en términos históricos y políticos, bajo la lógica de la repetición: repetición de hechos de violencia estatal contra los sectores populares que tuvieron lugar previamente en la historia argentina -la Semana Trágica, los fusilamientos en la Patagonia en los años 20, los fusilamientos de junio de 1956, entre muchos otros-, pero también como eslabón de una cadena histórica que se actualizaría después, con el despliegue sistemático del terrorismo de Estado bajo la última dictadura cívico-militar.
La historiadora Marina Franco advierte que, de esta forma, una concepción a la vez esencialista y determinista sesga la lectura sobre la historia argentina: la violencia estatal aparece naturalizada como un rasgo sustancial de la política local, y la dictadura queda ubicada como la máxima expresión de una escalada de violencia lineal.
La lógica de la repetición parece surgir como respuesta interpretativa inicial frente a un acontecimiento de violencia extrema que, como tal, pone a prueba las categorías usuales con las que representamos la historia. El historiador del arte José Emilio Burucúa señala, en este sentido, que cada vez que una masacre tuvo lugar en la historia humana, se presentó como un evento de magnitud tal que desafiaba los marcos conceptuales disponibles para comprenderlo.
Más allá de las repeticiones, y aunque efectivamente existan líneas de continuidad con procesos de represión estatal que ocurrieron antes y después en la Argentina, hay algo de distintivo en lo que pasó en Trelew el 22 de agosto de 1972.
Antes de la masacre, la fuga
La fuga del penal de Rawson, que antecedió a la masacre, hace sin dudas a la singularidad del acontecimiento. Para las y los integrantes de las organizaciones político-militares que la protagonizaron -Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y Montoneros-, la fuga constituyó, por una parte, una necesidad. El cumplimiento de una obligación militante que parece imponerse ante todo preso político: “Nuestro compromiso es un compromiso con el pueblo y con la lucha que teníamos que llevar adelante. La obligación era cumplir con ese compromiso, y la única forma de cumplir con ese compromiso de lucha era completando la fuga”, afirma Ricardo Haidar (Montoneros) en La patria fusilada, la entrevista que él y los otros dos sobrevivientes de la masacre, María Antonia Berger y Alberto Camps (FAR), mantuvieron con Paco Urondo en la cárcel de Devoto, en la noche del 24 de mayo de 1973. Si en su testimonio la fuga aparece como el primer deber del preso político, en el de Berger se presenta como una posibilidad: la de “recuperar gran cantidad de compañeros para actuar justamente contra el Gran Acuerdo Nacional (GAN) y dentro de la lucha político-militar”.
En tanto posibilidad, la fuga coexistía con otras posiciones sobre la prisión política en la dictadura de Agustín Lanusse. Así, el “Gringo” Agustín Tosco, que se encontraba detenido en Rawson, no participó de la operación -aunque la apoyó-, porque entendía que su situación era diferente de la de los militantes de organizaciones guerrilleras que actuaban en la clandestinidad. A él, más que reabrirle perspectivas de acción política, la huida lo privaba de seguir interviniendo como dirigente sindical; por eso su liberación, asimismo imperiosa, debía surgir de una decisión política del mismo gobierno.
En tanto posibilidad, además, la fuga era una apuesta. Podía salir bien, y a eso estaban decididos las y los militantes que la planificaron con tenacidad, pero también podía salir mal. O podía tener un resultado ambiguo, como parecería que efectivamente ocurrió, aunque la masacre posterior recubra de tristeza y dolor el conjunto de hechos que se sucedieron.
Adentro y afuera
La fuga implicaba una operación político-militar de envergadura. Era un plan ambicioso, no solo por la cantidad de militantes que se preveía liberar -más de cien-, sino también porque implicaba sortear las dificultades que planteaba el penal de Rawson, considerado de máxima seguridad por su ubicación aislada respecto de centros poblados.
En ese contexto, los testimonios sobre los preparativos de la fuga aparecen atravesados por distancias e intentos de acercamiento entre los de adentro, los presos, y los de afuera.
Por un lado, entre los presos políticos y las y los habitantes de Trelew que se convirtieron en sus apoderados y tejieron vínculos de solidaridad con ellos, llevándoles ropa, alimentos y libros que posibilitaban sostener la formación política en la prisión. En La pasión según Trelew, de Tomás Eloy Martínez (1973), uno de los apoderados cuenta que esos vínculos funcionaron bien hasta los primeros días de agosto, cuando uno de los militantes presos lo responsabilizó -injustamente, según testimonia- por haber circulado información sobre el plan de fuga, lo cual implicaba poner en serio riesgo la viabilidad de la operación.
En Hombres y mujeres del PRT-ERP (1990), Luis Mattini expone otra dimensión de la tensión entre los de adentro y los de afuera: la que existía entre los dirigentes del partido que se encontraban presos y los que, desde el exterior, integraban el Comité Militar Nacional. Para estos últimos, el plan de fuga, concebido de adentro hacia afuera, era una “aventura disparatada”. Consideraban que la fuga debía realizarse de afuera hacia adentro, es decir, a través de un asalto al penal. Las diferencias operativas no dejaban de estar mediadas, según Mattini, por discusiones políticas más generales, pues estaba en juego el reconocimiento por parte de los de afuera –el Comité Militar– de los dirigentes que permanecían adentro, entre los que se encontraba nada más y nada menos que Mario “Roby” Santucho.
Unidad
Si con los de afuera existieron tensiones y distancias diversas, los de adentro reforzaron, a lo largo del proceso de prisión política y de preparación de la fuga, importantes lazos de solidaridad y confianza política. La unidad de las organizaciones político-militares, operativa en lo inmediato y política como horizonte, aparece como uno de los corolarios de los hechos de agosto de 1972. Poco después, en 1973, las FAR pasarían a ser parte de Montoneros.
En cuanto a la relación entre Montoneros y el ERP, Pedro Cazes Camarero (ERP), quien participó de la fuga, cuenta una historia significativa que tuvo lugar en la cárcel de Devoto, poco antes de que asumiera Héctor Cámpora en mayo de 1973. Julio Cortázar visitó el penal llevando el dinero que había cobrado como adelanto por su novela Libro de Manuel, y mantuvo el siguiente diálogo con Cazes Camarero y Paco Urondo:
“Traje guita. (…) Se la voy a donar a la comisión de familiares de presos políticos», dijo Julio. «¿A cuál?» pregunté yo. «¿Cómo a cuál?” «Hay dos», explicó Paco. «una de los perros y otra de los montos». «Ah nonono» dijo Julio. «Si no se unen no les doy nada». «Pero Julio» dijo Paco, «es un problema político complicado». «Eso» dije yo. «Entonces juéguensela a la perinola», propuso Julio. «¿Qué?”. «Esta perinola» y sacó una perinola del bolsillo. «Bueno» dije yo. «Pero vos estás mamado», me dijo Paco. «Cómo nos vamos a jugar la guita a la perinola a las cuatro de la mañana y en cafúa». «Ma sí», dijo Julio. «Garren la mosca y dividanselá». «Mirá», dijo Paco, «Mejor llevásela a Ortega Peña o alguien y que la reparta con los familiares”. «Sí, mejor», dije yo. «Así siempre nos van a romper el culo», comentó Julio.
Como observó Urondo en ese momento, la unidad de Montoneros y el ERP representaba “un problema político complicado”, aunque la perspectiva de unificación no perdería vigencia en los años siguientes, especialmente en el marco del proceso de conformación de la Organización para la Liberación de Argentina (OLA), frustrado por la represión dictatorial en 1976.
Talones de Aquiles
En una entrevista de septiembre de 1972, Santucho señaló que la comunicación entre el adentro y el afuera del penal fue el talón de Aquiles de la operación de fuga. Por fallas en la comunicación, sólo uno de los cuatro vehículos que debían trasladar a las y los evadidos al aeropuerto de Trelew terminó entrando al penal.
Tres décadas después de los hechos, en el documental Trelew. La fuga que fue masacre (Mariana Arruti, 2004), pudo dar testimonio el compañero que llegaba desde afuera para transportar a las y los presos fugados al aeropuerto, y que interpretó erróneamente la señal que vino de adentro, entendiendo que la toma del penal había fracasado. “A mí me persiguió muchísimo durante mucho tiempo como una culpa (…), la muerte de los compañeros me volvía loco”, confesó allí Jorge Lewinger (FAR). A la vez, pudo identificar que su error se había debido, en buena medida, al “peso de exageradas responsabilidades que uno tenía que asumir” en un contexto de gran riesgo para la vida propia y la de sus compañeros y compañeras.
Lo cierto es que, como indicó Santucho, “antes hubo dificultades con la señal de iniciación”, que fallaron los walkie-takies. Lo cierto es que los errores humanos que derivaron en el fracaso parcial de la fuga -solo seis dirigentes pudieron fugarse hacia Santiago de Chile-, de ninguna manera explican los hechos que se sucedieron en la semana posterior: el traslado de los diecinueve militantes fugados que no llegaron al escapar en avión a la Base Aeronaval Almirante Zar y los fusilamientos a mansalva una semana después.
La masacre
Los dirigentes de ERP, FAR y Montoneros no dejaban de prever represalias ante la fuga, pero no anticiparon una masacre brutal como la que tuvo lugar el 22 de agosto. “Nosotros valorábamos que la perspectiva inmediata era la prisión, la tortura”, dice Haidar sobre el sentimiento que primaba entre los presos recapturados en el aeropuerto. El compromiso de que se los devolvería al penal de Rawson fue violado durante el mismo traslado, que terminó teniendo como destino la Base Aeronaval.
En este sentido, los asesinatos -perpetrados una semana después de la recaptura- parecen revestir ciertos rasgos de improvisación, lo cual acentúa su carácter de medida de excepción implementada como escarmiento brutal frente a una operación guerrillera que había pretendido desafiar la autoridad militar. Si bien existió una reunión de la Junta de Comandantes en la noche del 21 de agosto, no es claro si fue entonces que se decidió el destino de los militantes recapturados, o si la dictadura de Lanusse avaló los fusilamientos cometidos por la Marina una vez consumados. Las versiones oficiales del crimen fueron contradictorias entre sí, pero tendieron a instalar la falsedad de que la represión había respondido a un nuevo intento de fuga de los militantes.
El historiador Roberto Pittaluga señala que la masacre de Trelew condensa dos elementos significativos como episodio de violencia estatal: el hecho de que los crímenes fueran perpetrados en una instalación de Estado, donde era público que se encontraban los militantes recapturados, y el modo en que circuló la palabra oficial sobre lo ocurrido, deliberadamente ambiguo entre lo que se ocultaba y lo que se visibilizaba, lo que se silenciaba y lo que se reivindicaba.
Esta modalidad del crimen estatal, discreta y no exactamente secreta, se desplegaría a gran escala, y de una manera ya no improvisada, sino planificada y sistemática, como método de diseminación del terror en la dictadura de 1976-1983.
Memoria, verdad y justicia
“LOMJE”. Libres o muertos, jamás esclavos. Y “Papá y mamá”. Eso escribió María Antonia Berger con su propia sangre en las paredes de una de las celdas de la base aeronaval. Los marinos lo borraron enseguida, pero ella se lo contó a Paco Urondo y sus palabras, que acaso concibió como testamento personal y político, permanecen escritas en La patria fusilada. Tanto ella como Camps y Haidar sobrevivieron pese al accionar de los marinos, que los privaron de atención médica durante las horas posteriores a los fusilamientos. Tanto ella como Camps y Haidar fueron “fusilados que viven” -como los de la Operación masacre narrada por Walsh- hasta años después, cuando fueron asesinados a manos de la dictadura militar.
La justicia por los muertos de Trelew llegó tarde y parcialmente, pero llegó, gracias a la lucha de los familiares y de todo un pueblo movilizado por memoria, verdad y justicia a lo largo de la posdictadura. El proceso judicial, abierto poco después de los hechos pero enseguida archivado, se reinició en 2006 y tuvo resultados recién en 2012, cuando tres marinos (Emilio Jorge Del Real, Luis Emilio Sosa y Carlos Amadeo Marandino) fueron condenados a prisión perpetua como coautores del homicidio con alevosía de 16 presos políticos y tres intentos de homicidio. En esa oportunidad, Jorge Enrique Bautista, imputado por encubrimiento, y Norberto Rubén Paccagnini, jefe de la Base en agosto de 1972, resultaron absueltos, y aunque años después esa sentencia fue revocada, los marinos murieron sin que se concretara un nuevo juicio.
El 50º aniversario de la masacre llegó con el juicio civil y la condena al ex marino Rodolfo Bravo, que había sido enviado en 1973 como agregado militar en la embajada argentina en EE.UU., y cuyo paradero se desconocía. En el juicio, desarrollado hace pocas semanas en Miami, Bravo insistió en la versión del intento de fuga para justificar los crímenes. Los jueces no le creyeron. Si bien la condena se refiere específicamente a los asesinatos de Eduardo Capello, Rubén Bonet y Ana María Villarreal de Santucho, y al intento de ejecución de Alberto Camps, aparece identificado como responsable de la masacre en general.
Tarda en llegar, y al final hay recompensa. Cincuenta años después.