Probablemente el intento de asesinato sufrido por la vicepresidenta Cristina Fernández haya generado tanta sorpresa como la sensación de que era algo que podía ocurrir en cualquier momento. Esa paradoja, que ya dice mucho del escenario histórico actual, es un punto de partida interesante para decir algo sobre un tema que a priori interpela desde el punto de vista ético, pero que en virtud de las disputas políticas en curso requiere necesariamente de un análisis que recupere su dimensión cultural e ideológica.
Hechos, repudios y explicaciones
El intento de homicidio a Cristina conmovió al país y tuvo repercusiones a nivel global. Dio lugar, como era de esperar, a distintas explicaciones y posicionamientos que lógicamente forman parte de la disputa por la interpretación de los hechos y que hablan de las condiciones discursivas en las que la lucha política se viene desplegando en nuestro país durante la última década.
Concretamente, estuvo lejos de generar un repudio activo, unánime y sin fisuras que atraviese a todo el arco político, a los medios de comunicación predominantes y al Poder Judicial. No hubo “una respuesta de Estado”, es decir un gesto contundente que involucre conjuntamente al oficialismo, a las principales fuerzas políticas de la oposición y a las autoridades de la Corte Suprema de Justicia. Al menos por ahora, el “punto de inflexión”, al que muchos mensajes de repudio hicieron mención, no parece haberse construido. Todo esto habla menos del hecho –tal vez no exista otro con más gravedad institucional– que del contexto.
Paralelamente la mayoría de las explicaciones que circularon pueden agruparse en tres grandes tipos. Por un lado, las que hacen énfasis en las características personales del agresor y construyen la idea del “hecho aislado” e “incontrolable”. Por otro lado, están las que ponen el foco en los “discursos de odio” que operan como caldo de cultivo para una acción semejante. Por último, están los discursos que pretenden construir una suerte de teoría de los dos demonios, sosteniendo que esos discursos de odio se fomentan por igual desde una y otra vereda de la grieta. Podemos sumar una cuarta, más marginal en el discurso público, pero con mucha circulación en redes, que habló de una “puesta en escena” armada desde el oficialismo. Se trata de una interpretación que solo amerita señalarla como síntoma de la inercia de un discurso irracional que llega al punto de perder casi toda conexión con la realidad.
El primer paso para proponer una compresión productiva es intentar perforar estas explicaciones. En el primer caso, se lleva hasta las últimas consecuencias la imagen de la sociedad en tanto sumatoria de individuos. Su efecto es más bien tranquilizador y desresponsabiliza a los principales actores sociales y políticos. En el segundo, existe la virtud de vincular una acción a un determinado contexto simbólico que habilita prácticas violentas, aunque acota demasiado el blanco de los “discursos de odio”. En el tercero, que tiene emisores tanto en el sistema político como en el mediático, la pretensión de construir una posición equidistante anula la posibilidad de apreciar la diferencia entre los contenidos de los discursos en cuestión. Aquí se iguala el tono confrontativo que ha caracterizado históricamente a la tradición nacional popular del peronismo y las izquierdas con la matriz racista, clasista y homofóbica que caracterizó a las derechas conservadoras a lo largo de la historia y predomina entre las derechas actuales.
El cambio regresivo en los límites del decir / hacer
Es ineludible el hecho de que en la última década viene consolidándose una reconfiguración regresiva de los límites de lo que es posible ser dicho en la esfera pública, considerada en sentido amplio: medios tradicionales, redes sociales e instituciones de la democracia representativa. Y que si hasta hace poco estábamos siendo testigos de la emergencia y circulación de discursos que se construyen en las fronteras de lo que podemos llamar las «pautas de la convivencia democrática» que en nuestro país operan, más allá de sus crisis, como una suerte de pacto social desde 1983, hoy estamos exigidos a pensar sus consecuencias más concretas.
El atentado a la vicepresidenta constituye sin dudas el más peligroso llamado de atención, pero la urgencia inmediata a partir de este lamentable hecho es quizá la reflexión sobre el proceso más amplio de naturalización de la violencia discursiva en el tejido social en su conjunto. En otras palabras, la pregunta ineludible es si acaso la extralimitación de lo que es posible ser dicho no solo conlleva el corrimiento de los límites de la corrección política, sino que también muestra los síntomas de ciertas condiciones que ensanchan los márgenes de la tolerancia para su circulación social.
La reconfiguración de esos límites es un efecto del avance de una visión del mundo conservadora y antiigualitarista, transversal a espacios políticos (emergentes y consolidados), formaciones intelectuales, grupos religiosos y un creciente activismo virtual, que se presenta como una corriente laxa, y que comparte con las derechas extremas de EE.UU. y Europa el rechazo a la corrección política que caracteriza al progresismo liberal. A nivel local, se le agregan otros rasgos fundamentales: la adversión ante las tradiciones democráticas y populares históricas, la oposición militante a los procesos de ampliación de derechos que se desarrollaron en la región en las últimas dos décadas y el combate a la cuarta ola feminista.
Las condiciones históricas de ese desplazamiento y el papel jugado por la derechización del PRO (y la UCR)
En los años que siguieron a la crisis de 2001-2002 las luchas políticas tuvieron como marco de referencia lo que llamamos un discurso antineoliberal. Esa configuración cultural tuvo su mayor eficacia política en el período 2009-2011, cuando luego del conflicto de 2008 entre las patronales agrarias y mediáticas y el Gobierno Nacional se abrió un escenario de radicalización que se tradujo en la ampliación de derechos y la consolidación de una forma de construcción caracterizada por un estilo confrontativo y la interpelación a la movilización de su base social.
Sin embargo, luego de ese trienio se registró una crisis de dicho discurso «antineoliberal» que se extiende hasta el presente. Crisis que es contemporánea a la agudización de problemas económicos estructurales y a las limitaciones que evidenció la propia experiencia kirchnerista para recrear su proyecto, pero que también se explica por una serie de acciones que, en el marco de un nuevo ciclo de enfrentamientos sociales, lograron imponer una agenda referida a la lucha contra el autoritarismo, la inseguridad y la corrupción. Protestas callejeras, iniciativas de la cúpula empresarial y propuestas surgidas del sistema político convergieron en un movimiento que desde entonces tuvo caras y voces diversas, y que con el tiempo generaría condiciones propicias para el avance de un nuevo sentido común reaccionario.
Centrándonos en el período 2015-2021 identificamos dos elementos principales que caracterizan a los discursos de las derechas y el campo simbólico en el que se inscriben.
Desde su acceso al Gobierno Nacional, el PRO experimentó una mutación. Más allá de los diversos avatares internos de las alianzas y divisiones que se fueron sucediendo, fue desplazándose gradualmente de una agenda y formas discursivas propias de una derecha “moderna” -despegada de los grandes debates ideológicos y nutrida de un vocabulario del management político- hacia discursos y acciones que caracterizaron históricamente a las derechas liberales y nacionalistas: liberalización económica y desmantelamiento de los derechos sociales y laborales, garantía del orden público, defensa de las instituciones tradicionales.
Complementariamente, hay que destacar la irrupción de formaciones que se ubican a la derecha del PRO. Un universo constituido por un conjunto de agrupamientos en los que se diferencian sectores emergentes, como los referenciados en José Luis Espert y Javier Milei, y otros que han quedado en posiciones más marginales, como los ligados al catolicismo nacionalista y al evangelismo conservador, en donde aparecen figuras como Cynthia Hotton y Juan José Gómez Centurión (que integraron la fórmula presidencial por el Frente Nos en 2019), ambos con pasado en el PRO.
Irradiaciones de la derecha radical y el papel de los medios y las redes
Si bien ese universo constituido por la “derecha de la derecha” no posee una cuota significativa de representación institucional, no hay que subestimar el peso de su articulación ideológica en la retórica de lo que se viene caracterizando en términos amplios como “discursos del odio”. En este sentido, es interesante remarcar la novedad que al menos una parte de esta derecha de la derecha supone en términos del discurso político. Novedad que se puede resumir en la manera en que combinan estos tres elementos: la figura del nuevo outsider del sistema político, la idea de que la verdadera grieta es la que existe entre la gente común y los políticos, y -tal vez la más importante- la referencia a una fuerza antisistema.
Tal reconfiguración es impulsada por un discurso radical que actualiza y también renueva el discurso clásico de las derechas. La incorrección, tan ejercida por figuras como Patricia Bullrich o el propio Millei, no solo es menos condenada que en otros momentos, sino que empieza a instalarse como síntoma de un estilo discursivo que, replicado en medios tradicionales y redes, se instala de tal modo que logra naturalizar su circulación social. Solo por poner un ejemplo, lo que los medios llamaron «doctrina Chocobar» es la forma ideológica de legitimación de lo que en otro momento hubiera significado el repudio a un hecho de «gatillo fácil».
Las formas de interacción que predominan en las redes sociales y la crisis de los medios tradicionales son determinantes en la reconfiguración que estamos caracterizando. Las redes refuerzan un estilo basado en el impacto y la impunidad que resulta de una palabra democratizada y a la vez impersonal. Los medios tradicionales compiten cada vez más con otros soportes y formas de consumo cultural a demanda. La TV abierta, en particular, refuerza como respuesta una dinámica circular y una inercia hacia el escándalo. Los medios tienden a alimentarse de las redes y a su vez buscan el impacto suficiente para instalarse en ellas. El estilo transgresor y la apuesta a la provocación permanente, tan efectivos en Milei, Bullrich o Espert, pero también en periodistas como Viviana Canosa, Eduardo Feinnman o Baby Etchecopar, son impensables sin estas condiciones de producción específicas.
Esa transgresión se construye en un sentido reaccionario e individualista, lo que la lleva a trascender en esa esfera pública ampliada conformada por medios y redes y al mismo tiempo formar parte del horizonte de sentido que proponen las derechas nuevas y viejas donde la indignación, vaciada de toda salida colectiva, se impone como arma predilecta.
Luego del intento de asesinato de la vicepresidenta el jueves pasado, ya no es posible subestimar las consecuencias de extrema violencia a las que pueden conducir esos procesos que desbordaron por completo el orden transgresor de los decires y las armas meramente discursivas. El desafío para las fuerzas populares y democráticas es doble: ponerle un límite a la avanzada reaccionaria que vivimos y generar opciones para enfrentar la resignación que se impone como marca de época.