En un mundo inmerso en cambios vertiginosos existe una certeza concreta que constituye una amenaza para quienes sueñan con un futuro con más justicia social y democracia. Se trata de la consolidación de la extrema derecha como un actor político normalizado en la escena política mundial. Por eso, el reciente triunfo en las elecciones generales de Italia de la ultraderechista Giorgia Meloni no sorprende. Más aún en Latinoamérica donde Jair Bolsonaro -un negacionista del cambio climático, defensor del extractivismo y hostigador del activismo ambiental- está por finalizar sus cuatro años de gobierno al frente de la economía más importante de la región, algo impensado hace menos de una década atrás.
Los niveles inéditos de desigualdad social provocada por décadas de globalización neoliberal, la crisis de las democracias liberales representativas que no dan respuestas a los nuevos problemas y las reacciones conservadoras ante las conquistas del movimiento feminista y LGBTI+ son algunas de las variables que ayudan a ensayar una explicación sobre el crecimiento de las extremas derechas con capacidad de intervención política en diferentes países del globo.
No obstante, como sostiene Álvaro García Linera, vivimos un tiempo histórico liminal, un umbral donde ya no hay certezas estratégicas sino múltiples crisis pero con final abierto. Entre estas disputas críticas se incluye la salida a la crisis socioecológica que padecemos como consecuencia de los pasivos socioambientales generados sobre el clima y la biodiversidad del planeta tras el agotamiento del modo de producción fordista de posguerra.
Lo que está en juego en esta contienda es la posibilidad futura de un planeta vivible, y esto obliga a replantear los patrones civilizatorios impuestos por la modernidad occidental, entre ellos nuestra relación con “la naturaleza” y las formas de apropiación, control y dominación que ejercemos sobre la misma. Esta crisis también involucra a los patrones de producción, reproducción y consumo y los modos en que medimos y captamos científicamente a la naturaleza.
En este contexto, en la región de Latinoamérica los conflictos socioambientales -en tanto desacuerdos sobre el uso, manejo, control, acceso, posesión y/o distribución de territorios o de bienes comunes devenidos recursos naturales- cobraron una visibilidad pública creciente en las últimas décadas.
Esta situación llevó a que el ambientalismo gane una relevancia que en el pasado no tenía ocupando así un lugar central en la agenda pública y en la arena política a nivel local, regional y global. Al mismo tiempo la problemática socioambiental también fue abordada como prioritaria para los movimientos sociales, territoriales, feministas, organizaciones políticas de izquierda, populares y progresistas.
Pero además, la particularidad del ambientalismo, es que también se volvió un discurso central para sectores de derecha y neoliberales (no todas las expresiones a la derecha del arco político son negacionistas) y para el capital concentrado que necesita una renovación energética de las bases del sistema para dar continuidad a la reproducción ampliada del capital.
Del negacionismo extremo a la monetización de la naturaleza
“La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se observan los más variados síntomas mórbidos”, decía Antonio Gramsci en 1930 mientras estaba prisionero del régimen fascista de Benito Mussolini. Hoy esa frase sirve para pensar las ecologías políticas que surgen en este interregno de crisis socioecológica y civilizatoria.
Desde el fascismo fósil o ecofascismo hasta las salidas financieras que pretenden privatizar la naturaleza para “preservarla”, en todos los casos las respuestas a la derecha del espectro político implican que nada cambie y todo siga igual bajo una fachada pintada de verde. Y en algunos casos agravar aún más el problema ambiental mientras se acelera la destrucción de las condiciones de reproducción de la vida. Un proceso cuyas consecuencias seguirán recayendo sobre las mayorías populares del sur global y los sectores más desfavorecidos de los países centrales, mientras las élites económicas y financieras se ponen a resguardo ante la recurrencia de eventos climáticos cada vez más extremos.
Por un lado, las posiciones más ultras asumen un negacionismo climático que desconoce la acción del hombre en el calentamiento global. Sin ir más lejos Javier Milei, diputado nacional y representante en Argentina de esta extrema derecha, ya dijo en más de una oportunidad que el calentamiento global “es una mentira”.

Desde esta derecha radicalizada también se proponen salidas anti inmigratorias que, ante el número creciente de refugiados climáticos, fomentan la xenofobia. Estas propuestas contra los migrantes encuentran su justificación en la idea de etnopluralismo, una categoría acuñada en los años sesenta por la Nouvelle Droite (nueva derecha) francesa de Alain de Benoist a quienes muchos señalan como el padre fundador del actual discurso ideológico de la extrema derecha europea.
Según esta idea, marcada como un nuevo racismo, hay que separar a las poblaciones para mantener bloques etnoculturales. Con esta propuesta “la extrema derecha reconoció que el racismo en términos biológicos no es un argumento político viable; pero, por otro lado, sí puede proponer que cada quien se quede en su país”, apuntó el historiador Steven Forti.
También hay propuestas neomalthusianas a la crisis ambiental: “Necesitamos una política de planificación familiar. Yo creo que esa es la forma de reducir la presión que conduce al calentamiento del planeta”, declaró Bolsonaro en este sentido. Para estas posturas, que también se reproducen en ciertos sectores del ecologismo, la responsabilidad está puesta en la humanidad en abstracto vista como una especie de plaga y no en un modo de producción y acumulación desigual construido social e históricamente, que destruye a la naturaleza para ganancia de unos pocos y el sufrimiento de muchos.
El ecofascismo bolsonarista
Deteniendo la mirada en Brasil, uno de los tantos saldos negativos que dejará la experiencia ultraderechista de Bolsonaro tiene que ver con la deforestación récord de la Amazonía. Esta región que absorbe millones de toneladas del dióxido de carbono presente en la atmósfera, sufrió estos últimos años su mayor retroceso desde 2008, con un total de 11.088 km2 deforestados entre agosto de 2019 y julio de 2020, según datos del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE). El mismo organismo notificó que entre agosto de 2020 y julio de 2021 fueron talados al menos 745 millones de árboles, una superficie equivalente a 13.235 km2 que supera la del periodo anterior. Como parte de esta política, fueron vaciados todos los organismos de control y fiscalización.
A la par de fomentar las actividades extractivas que destruyen la selva Amazónica y socavar las instituciones de protección ambiental, el capitán retirado del Ejército también arremetió contra los derechos de los pueblos originarios. Precisamente una de sus primeras medidas fue aprobar un decreto que le quitaba a la Fundación Nacional del Indio (FUNAI) la gestión del proceso de certificación de protección de los territorios indígenas para dársela al Ministerio de Agricultura manejado por el agronegocio y las industrias que quieren quedarse con estas tierras.
Negocios verdes
Para los sectores ligados al capital financiero la crisis actual representa una oportunidad de negocios. Por eso algunos empresarios brasileros dejaron de mirar con buenos ojos al mandatario ultraderechista de cara a las elecciones de este 2 de octubre. Salvo el agronegocio, principal bastión bolsonarista, para otros el presidente perdió “credibilidad por su manejo fiscal (aumentando el gasto) y por una pésima reputación internacional por cuestiones ambientales”, según explicó Christopher Garman, director ejecutivo para las Américas de Eurasia Group.

Teniendo en cuenta que, en el marco de la transición energética, muchos sectores del capital buscan dirigir inversiones a la economía verde o energías renovables como una nueva fuente de negocios, se entienden los reparos actuales a Bolsonaro, particularmente entre inversores y firmas multinacionales. Es que además de su fascismo fósil, la misoginia y homofobia del jefe de Estado brasilero lo convirtieron en un paria en gran parte de Europa, lugar de origen de muchos de los accionistas.
Por fuera de estas posiciones extremas ya existen propuestas en desarrollo para una modernización ecológica del capitalismo sin que nada cambie y que incluyen programas de incentivos económico al capital para que no contamine. Así ocurre con el mercado de carbono y la reducción de emisiones de carbono derivadas de la deforestación y degradación de bosques (REDD+).
La disputa entre el capital y la vida
Como afirma Álvaro García Linera, nos encontramos ante “una nueva disponibilidad a escuchar nuevas razones morales y nuevos artefactos lógicos sobre la manera de estar en el mundo”. Y esto se traduce en que la lucha de clases de nuestra época irá de la mano de Estados que oscilarán entre extremos de mayor democratización social o más concentración de la riqueza y privatización de bienes comunes.Y que las estrategias de sectores dentro y fuera del Estado serán las que inclinen la balanza.
Son tiempos de reconfiguración del patriarcado capitalista neoliberal y sus efectos sobre los cuerpos-territorios-vidas cada vez más voraces. En ese contexto se observa la urgencia de defender las mínimas condiciones de reproducción de la vida (como el acceso al agua y a los alimentos sanos) ante las salidas neofascistas y frente a la captura mercantilizadora de la totalidad de los ámbitos donde se despliega la vida humana, incluidos el goce o el futuro.
Pero esta época también habilita la posibilidad de construir otros mundos, en plural. Mundos que reconozcan otras formas de vínculo con eso que occidente llama “la naturaleza”, pero con la que muchas sociedades históricamente han sostenido otros tipos de relación. Gisli Pálsson muestra cómo es posible pensar en al menos tres paradigmas en estas relaciones: orientalista, paternalista y comunalista. Y mientras los dos primeros se basan en visiones de explotación (orientalista) y protección (paternalista), remitiendo a una visión de la naturaleza como algo externo al mundo de los humanos, el comunalista implica la cosmovisión inversa, estableciendo con la naturaleza una estrecha cooperación, tratando de hecho a los no humanos como “personas” que pertenecen a la sociedad que contiene a todos los seres.
Esta discusión muestra tensiones entre paradigmas y ontologías, porque la ontología moderna, que se basa en la división entre naturaleza/cultura no es la única existente, sino la que se ha impuesto y universalizado, invisibilizando y negando otras formas posibles de hacer mundos o “naturalezas”. En estas otras formas de habitar se prioriza la interdependencia y la ecodependencia por sobre formas individualistas y antropocéntricas que solo piensan en el lucro y la extracción indiscriminada de bienes comunes entendidos meramente como recursos a explotar. Es una constante disputa entre el capital y la vida. De su resolución depende el futuro de nuestro planeta y de los humanos y no humanos que lo habitamos.