El orden de la realidad
El primer acontecimiento es del orden de la realidad, pero no está exento de tintes inverosímiles, y hasta bizarros: nos referimos al intento de magnicidio cometido el pasado 1 de septiembre contra Cristina Fernández de Kirchner, actual vicepresidenta de la Nación, expresidenta y líder popular indiscutida para buena parte de las argentinas y los argentinos. Durante los días que siguieron al atentado, se habló mucho de límites: de pactos que parecían vigentes pero resultaron lábiles, franqueables con impensada naturalidad, y hasta con impunidad -como aparece más claro ahora, que la investigación judicial se entorpece frente a la pista de conexiones políticas y económicas con el PRO que habrían posibilitado el atentado-.
El intento de magnicidio puso en juego y en jaque nada menos que el pacto democrático forjado en los 80, que tenía en su centro la erradicación de la violencia vida política argentina. No solo la que había desplegado el Estado terrorista en toda su crudeza entre 1976 y 1983, sino también la violencia revolucionaria, que había sido parte fundamental de los debates y las prácticas de las izquierdas en los años 60, en un contexto de creciente represión estatal hacia los sectores populares que alimentaba la desconfianza en las instituciones democráticas.
A partir de los 80, las izquierdas abandonaron la lucha armada, no solo en la Argentina sino en el mundo, como lo observa Enzo Traverso en su último libro, Revolución. Una historia intelectual (2022). Lo hicieron pese a que se trataba de un terreno en el que habían “acumulado considerable experiencia y obtenido numerosos éxitos”. Lo hicieron porque, para entonces, no había ya alternativa sistémica por la que hacer la revolución mediante las armas, porque el “realismo capitalista” se imponía, consagrado por el lema thatcherista del “No hay alternativa”, pero prefigurado antes por las dictaduras del Cono Sur, que no fueron otra cosa que laboratorio neoliberal implementado a fuerza de terrorismo de Estado.
Las clases dominantes, por su parte, nunca abandonaron el ejercicio de la violencia política contra los sectores subalternos. Ni en la Argentina ni en ningún lado. En ese sentido, la historiadora Marina Franco señaló, en los días posteriores al atentado contra CFK, que este hecho había llevado a una dimensión mayúscula, inusitada, una desestabilización del pacto democrático que, en rigor, ya había sufrido diversos embates en las décadas que transcurrieron desde 1983. Los asesinatos de Walter Bulacio, de Kosteki y Santillán, las desapariciones forzadas de Jorge Julio López y de Santiago Maldonado son solo algunos de los hechos icónicos que señalan que la violencia política persistió y persiste en democracia, por la responsabilidad directa de actores estatales o paraestatales, pero también -aunque sea incómodo admitirlo- debido a los niveles significativos de legitimación social que conservan esas prácticas represivas.
Sin dudas, el avance de sectores de derecha radicalizada -creación frankesteiniana del capitalismo neoliberal, como afirma Wendy Brown (En las ruinas del neoliberalismo)-, es a la vez expresión y dispositivo de propagación de estas formas de violencia física y simbólica contra los sectores subalternos, que tienen como consecuencia y hasta como su mismo fin correr los límites del campo democrático cada vez más en favor de las clases dominantes. Si, en 2014, Macri pudo afirmar que con él “se iba a acabar el curro de los derechos humanos”, su ascenso a la presidencia constituyó la plataforma de amplificación y proliferación de esos discursos, y de las prácticas que convalidan. Hoy las disputas internas de la derecha se juegan en quién expresa con más contundencia la mano dura que viene a aplastar derechos conquistados y a erradicar cualquier lucha por nuevas conquistas para los sectores populares.
Pero volvamos al pacto democrático de los 80, porque, como afirmó otro historiador, Ernesto Semán, ese pacto no solo implicaba el cese de la violencia política, sino también una promesa de democracia sustantiva, sintetizada en el lema alfonsinista de que con esta “se come, se cura y se educa”. En los días siguientes al atentado contra Cristina, algunos analistas subrayaron que también eso estaba en juego en lo que había ocurrido. Porque es en la desigualdad social creciente, en la precarización laboral que afecta a la clase trabajadora formal e informal, en la falta de horizontes de futuro y de vida digna para las y los jóvenes que se asienta el crecimiento y la radicalización de las derechas, que fueron condición de posibilidad del intento de magnicidio.
Como dijo la misma Cristina en su discurso en el Día de la Militancia: para comer hay que estar vivo. Lo inverso, en rigor, también es cierto. Para estar vivo hay que comer. Tales son los límites de la democracia que el próximo 10 de diciembre cumple 39 años.
El orden de la ficción
El segundo acontecimiento es del orden de la ficción, una ficción deliberadamente impura, que pone en el centro la política y la realidad histórica argentinas durante el período democrático. Se trata de Argentina, 1985, película estrenada pocas semanas después del intento de magnicidio contra CFK. En entrevista con Tiempo Argentino, su director, Santiago Mitre, se refirió al significado que para él adquiere el film en el contexto marcado por el atentado: “Me gustaría que la película ayude a reflexionar sobre el abismo que implican la violencia y el odio. A todos, pero quizás más a los jóvenes que no vivieron o no recuerdan aquellos años”.
Mitre no pudo prever que el estreno de su obra se produciría en este contexto, pero la realización del film se inserta, sin dudas, en un clima de época que no le resulta ajeno.
Quizás sea por esto último, porque nos corrieron los límites de lo decible, lo pensable y lo posible en democracia, que muchos ven Argentina, 1985 con buenos ojos respecto de los efectos que puede tener. No es que no estén circulando críticas en relación con la película. Las hay, y muchas. La mayoría de estas asumen la forma de una demanda de representación: sus autores reclaman lo que les habría gustado ver, como señaló Daniel Feierstein, pero también exigen verse más y mejor representados en pantalla y, por extensión, en la historia del Juicio a las Juntas.
Los radicales sostienen que no se subraya lo suficiente la iniciativa política de Alfonsín. Desde el kirchnerismo se reclama que no se visualiza correctamente el papel que posteriormente jugaría el gobierno de Néstor en el proceso de juicio y castigo a los genocidas. Referentes de derechos humanos afirman que no pondera el rol crucial desempeñado por los organismos en la realización del juicio y en las luchas previas y posteriores de enjuiciamiento a los responsables del terrorismo de Estado.
La mayoría de las críticas se detienen en lo que falta en la película de Santiago Mitre. Le reprochan una parcialidad que, en rigor, es constitutiva de cualquier discurso memorial, como observó el mismo Feierstein, pero que, además -agregamos nosotros- es propia del discurso de la ficción. Käte Hamburger, autora alemana, sostiene que la ficción “no describe conceptos generales […], sino que siempre describe únicamente fenómenos individuales e irrepetibles”. El escritor Phillip Roth, en boca del personaje de Me casé con un comunista, una de sus novelas, establece en ese sentido una diferencia entre literatura y política: “La política es la gran generalizadora y la literatura la gran particularizadora”.
La ficción funciona, en efecto, a condición de singularizar, de crear personajes y mundos únicos que evoquen experiencias y vidas concretas, pasibles de ser reconstruidas imaginariamente y hasta sentidas en su intensidad por los lectores o espectadores. Así, en los límites de la ficción, en su carácter constitutivamente parcial, residen a su vez sus potencialidades, su capacidad de penetración subjetiva y social.
La película de Mitre no es ajena a estas tensiones. Por un lado, el hecho de que se trate de una ficción, financiada y difundida por un medio mainstream como Amazon Prime, coloca la historia del Juicio a las Juntas en una dimensión masiva. Lleva el repudio a los crímenes de la dictadura a un público no necesariamente politizado y amplía el alcance de la denuncia colectiva contenida en el “Nunca más” más allá de la minoría intensa que participa de las marchas del 24 de marzo, que durante el macrismo se movilizó contra el 2×1 y en septiembre pasado expresó su rechazo al atentado contra CFK.
El “personaje” que se erige como vector a través del cual se cuenta la historia, el fiscal Julio Strassera, colabora a la interpelación de un público no politizado -como señaló Natalí Incaminato, “La Inca”, en su comentario sobre el film‒. Él, Moreno Ocampo y sus colaboradores jóvenes impulsan el Juicio a partir de convicciones más éticas que políticas, apostando al trabajo en equipo y preservándose relativamente al margen de las vicisitudes del poder. La comedia familiar que se teje en torno de Strassera -zona de la película donde más nítidamente emergen las licencias de la ficción- enfatiza la condición de “hombre común” del personaje, que devendrá héroe en forma inesperada, como podría ocurrirle a cualquier espectador.
Claudia Feld, especialista en estudios de memoria, señaló que el Strassera de la película es un héroe a medida del presente: un emprendedor, “que empieza su odisea como si nada ni nadie lo sostuviera detrás, que no se apoya en los años de lucha previos […] que no pertenece a redes ni a colectivos”.
Y es que, en efecto, la parte (Strassera) que, de acuerdo con los códigos de la ficción, Mitre elige para narrar el todo del Juicio a las Juntas no deja de producir efectos significativos como relato sobre el pasado que interviene en el presente democrático argentino. En ese sentido, todas las críticas de la película que reseñamos más arriba tienen algo de razón, y a la vez ninguna la tiene. Porque, si la película elude la participación de diversos actores políticos en el proceso que dio lugar al Juicio a las Juntas, no es porque tome partido por alguno de ellos, sino más bien porque no toma partido por ninguno. Porque lo que falta en la película, en definitiva, es la política.
La filmografía anterior de Mitre proporciona algunas pautas para entender qué significa la política como ausencia en Argentina, 1985. En efecto, El estudiante (2011), La patota (2015) y La cordillera (2017) sitúan lo político en el centro de la ficción cinematográfica. El estudiante cuenta la historia de un joven que llega a Buenos Aires desde una ciudad del interior, se “mete en política” en la universidad y hace una carrera meteórica; en La patota, la protagonista es una militante barrial que se involucra en un proyecto del Ministerio de Desarrollo Social y es víctima de una violación en el barrio donde milita; en La cordillera, el protagonista es un presidente que se enfrenta a una denuncia por corrupción.
En todas estas historias, la política aparece bajo sospecha: no es el espacio impulsor de transformaciones sociales significativas, sino un ámbito en el que priman las disputas de poder, la rosca, las intrigas palaciegas y el despliegue de intereses personales. Es lo que el filósofo francés Jacques Rancière llama la policía: ese orden que reproduce las relaciones de dominación al hacer creer que el pueblo cuenta para decidir, a pesar de que no es así.
Argentina, 1985 ignora la política como dimensión constitutiva del proceso en torno al Juicio a las Juntas porque reduce la política a la policía; porque, en términos de otro filósofo francés, Alain Badiou, elude otra posible definición (práctica, no solo teórica) de la política, como proceso transformador que muestra de lo que es capaz lo colectivo.
Por eso la militancia en derechos humanos que impulsó las luchas antidictatoriales ocupan un papel marginal en el film. Por eso se señala la “inocencia” de las víctimas del terrorismo de Estado y la militancia aparece desdibujada o borrada de sus identidades. Por eso el testimonio de Adriana Calvo, en su versión ficcionalizada, excluye las referencias a la militancia sindical que efectivamente hizo la testigo en su declaración en el Juicio: “Yo trabajaba en la Asociación de Docentes e Investigadores de la Facultad de Ciencias Exactas… mis ideas eran públicas, yo era docente investigadora de la facultad… Todos sabían cuál era mi posición política”.
Los recortes del testimonio que llegan a la ficción hablan primero de una concepción presente de la política, y sólo en un plano secundario de una voluntad realista de acoplarse a lo que efectivamente ocurrió en el pasado. Esto es, a las estrategias que los sobrevivientes efectivamente adoptaron para legitimar su demanda de justicia en un contexto signado por la “teoría de los dos demonios”.
Así, la película introduce una paradoja: permite interpelar a los grupos despolitizados en torno de los crímenes de la dictadura, a la vez que despolitiza. Ambos sentidos están inscriptos en los efectos posibles del film. Que en la recepción de la película prime una u otra cosa: la despolitización o la posibilidad de politizar, la reducción del terrorismo de Estado a una “perversión moral” -como dice Strassera en su alegato- de un puñado de militares sádicos, o la discusión sobre la dictadura en su dimensión plenamente política de plan sistemático de desarticulación de proyectos transformadores, depende de factores múltiples. De quiénes, cómo y cuándo se use la película. De correlaciones de fuerzas que exceden al film.
Más allá de la realpolitik, la política
Lo que importa subrayar es que la mirada de la política que subyace a la ficción de Argentina, 1985 empalma con una perspectiva antipolítica real, que prima entre vastos sectores sociales, y cuya pregnancia no es ajena a las deudas de la democracia inaugurada hace casi cuatro décadas. Porque si las deudas de la política democrática persisten, se expande la desconfianza y el recelo sobre la “clase política”, como parte por el todo visible del universo siempre heterogéneo y en disputa que constituye la política.
Todo eso, mucho más allá de la película de Mitre, está en juego este 10 de diciembre. Está en juego si la política democrática puede ser algo más que realpolitik. Si se puede franquear los límites de la democracia no para debilitarla aún más, sino para ampliar derechos y mejorar las condiciones de vida de las mayorías populares. No parece que la política palaciega por sí sola permita garantizarlo. Hace falta más participación colectiva, más interacción -de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba- entre las instituciones del Estado y la militancia, que será una “minoría intensa” pero no deja de constituir el acumulado histórico más sólido con el que contamos para construir una democracia real.
Ojalá que, cuando el año próximo se cumplan 40 años de recuperación democrática, sea una celebración, y no un duelo por todo lo que retrocedimos. Como dice Strassera (el real y el ficcional) en su célebre alegato en el Juicio: “Esta es nuestra oportunidad. Quizá sea la última”.