Cristina Kirchner eligió a los dos últimos postulantes y en ambos casos se corrió hacia al centro para bendecir a viejos díscolos: Daniel Scioli y Alberto Fernández. Y compensó con incondicionales para secundar: Carlos Zannini primero y ella misma después.
Eso alentó a varios a pensar ahora en la fórmula Sergio Massa – Wado de Pedro, si no fuera porque el cierre de inscripción de candidaturas cae diez días después de publicada la inflación de mayo, lindante seguro al 9%, sexta suba mensual consecutiva. Sólo alguien con muchas ganas de perder llevaría de candidato al ministro de Economía de un escenario así.
La combinación alternativa, por cierto, es igualmente sosa. Centraría la campaña en la economía y, al mismo tiempo, relegaría a Massa al segundo lugar más importante y más intrascendente de la pirámide de poder estatal. Tanto más lógico sería ver al tigrense como candidato a senador, en una elección que tendrá una batalla decisiva en la primera sección electoral de la provincia de Buenos Aires, donde vota el 38% del total provincial. Se verá.
En cualquier caso, lo cierto es que Cristina –dice ella– no lee encuestas, aunque tampoco improvisa. Sin explicitar su apoyo a la candidatura de Wado de Pedro, dejó correr al ministro del Interior un mes antes del cierre de listas para sortear sus dos principales obstáculos: su desconocimiento entre el electorado (la mitad no lo conoce, según Zuban Córdoba) y la escasa intención de voto (6%, según Management & Fit).
Con tres semanas todavía por delante antes del cierre y el tácito apoyo de la vicepresidenta, habrá que ver si los guarismos cambian. En ese caso, la apuesta ya no sería por Massa –ni como cabeza ni como segundo–, sino por alguien del propio riñón, a diferencia de 2015 y 2019. Toda una novedad.
La escena recuerda a otro ministro del Interior, Florencio Randazzo, que intentó sin éxito consagrarse como candidato presidencial en 2015 y estuvo en vilo hasta la última semana. Aquella vez la puja interna se resolvió en base a las encuestas: Scioli más que duplicaba al ministro (25% a 10%, según Poliarquía) y eso definió la suerte de los dos.
Por cierto que, visto así, aquel ensayo fue exitoso: en un escenario que amenazaba con ser de tres tercios (Frente para la Victoria, Cambiemos y Frente Renovador), el postulante Scioli quedó primero, aseguró el ingreso a la segunda vuelta y a punto estuvo de ganarle a Mauricio Macri.
Ahora, ante una nueva amenaza de tercios, pareciera entonces sensato buscar a alguien que represente algo más que al íntimo terruño. Una suerte de complementación entre el axioma de Cristina –«hay que asegurar el tercio propio»– con el de Alberto Fernández –«hay que buscar afuera para ganar el ballotage»–.
De hecho la estrategia en 2015 no fue mala; lo malo era el candidato. Como se sabe, a menudo lo importante no son los nombres de las cartas, sino la astucia de las manos que las sostienen.
Por caso, es tanto más importante saber qué haría Massa en un eventual gobierno que averiguar aritméticamente cuánto mide. Saber si, llegado a presidente, mantendría tasas reales positivas como pide el FMI, o si serían negativas, como defiende Cristina; o si se opondría a devaluar, cómo hizo hasta ahora Alberto Fernández, o si capitularía ante la presión del sector exportador; o si recortaría la inversión en obra pública para acotar el déficit fiscal, o si desalentaría el consumo para aplacar la inflación, o si pondría techo a las paritarias, o etcétera.
El nombre del ministro, por lo pronto, continúa en danza y se espera alguna señal al respecto en el congreso del Frente Renovador del próximo sábado.
Los votos huérfanos
No obstante los nombres, lo fundamental es afianzar un piso que asegure el ingreso a la segunda vuelta, dice Cristina Kirchner y tal vez tenga razón. Por eso la elevación de su presencia pública en las últimas semanas y su pretensión de aupar a un candidato que herede su caudal electoral.
Ahora bien, ¿sería posible que el peronismo pierda ese tercio de piso incluso con un mal candidato? ¿Adónde irían hoy, en una elección presidencial, los 30-35 puntos de votos tradicionalmente peronistas-kirchneristas-progresistas si no fuesen al Frente de Todos? ¿Irían al Frente de Izquierda? ¿A Javier Milei? ¿A Juntos por el Cambio? ¿A Juan Schiaretti? Es fácil imaginar una brusca caída desde los 48 puntos de Alberto Fernández en 2019. ¿Pero cuántos votos pueden perderse? ¿Diez puntos? ¿Acaso quince?
El radicalismo perdió más, se dirá, desde el 48% de Fernando De la Rúa en 1999 hasta el 2% de Leopoldo Moreau en 2003. Claro que sí, pero sus votantes no quedaron huérfanos: huyeron hacia otras opciones alternativas al peronismo, desde RECREAR y ARI primero a Cambiemos una década después. Hay un puente indisimulable que une los 37 puntos de Eduardo Angeloz en 1989 con los 40 de Mauricio Macri en 2019. El votante antiperonista siempre encontró contención.
En efecto, los escenarios con una veintena de puntos de voto en blanco son una rareza histórica, de tiempos de proscripción al estilo 1966 o de eclosión del sistema al estilo 2001. Lo peculiar, por tanto, no sería que pierda votos el peronismo –en su sentido amplio, en su concepción de lo «nacional-popular»–, sino la orfandad de esos votantes. En ese marco, parece entre apresurado y arriesgado pensar que esa porción del electorado –¿un tercio del total?– pueda encontrar rápidamente otra expresión política que la represente.
Cristina decisora
Cristina Kirchner recuperó el monopolio de la sorpresa. Compartió el poder decisorio entre 2005 y 2009, lo monopolizó entre 2011 y 2019, y lo volvió a compartir en 2021. Hoy –como antes– es evidente que sólo ella es capaz de ordenar la oferta electoral del peronismo. Lo saben quienes la esperan para competir y también quienes se saben sin chances contra ella.
Lo curioso, en todo caso, es que se le demande una definición varias semanas antes del cierre de listas, como en 2019. Aquel año fue una rareza para el estilo de la casa. La actual vicepresidenta anunció su apuesta por Alberto Fernández un mes antes del cierre de listas, pero con tres semanas por delante previo al cierre de inscripción de alianzas. Era un plazo razonable si se piensa que aún restaba sumar, entre otros, a Sergio Massa y su Frente Renovador. El anuncio con tiempo no era para sorprender, era para negociar.
Distinto fue el escenario en 2011, 2013, 2015 y 2017, las otras elecciones en las que monopolizó el armado electoral e hizo uso del factor sorpresa. En 2011 anunció su candidatura a la reelección cuatro días antes del cierre de listas; en 2013, se hizo público que Martín Insaurralde encabezaría la lista en el principal distrito del país el mismo día del cierre; en 2015, impuso a Carlos Zannini como segundo de Daniel Scioli tres días antes del cierre y bajó a Florencio Randazzo la noche siguiente; y en 2017, su candidatura a senadora trascendió diez días antes del cierre, cuando inscribió a Unión Ciudadana para competir, pero se hizo oficial el mismo día de vencimiento del plazo.
En ese marco, era inverosímil que Cristina anunciara a su candidato durante el acto del 25 de mayo, un mes antes del cierre, sin mediar necesidad de rearmar el espacio político como en 2019. Hoy el Frente de Todos contiene lo suficiente y el candidato o candidata surgirá de entre las propias filas. No hay margen para explorar por fuera. Y no hay necesidad, por tanto, de mostrar ya las cartas.
A menos que surja un imponderable, rara sería una definición antes de promediar junio.