El candidato del peronismo es la persona a cargo de una economía con una inflación del 114% anual, que asumió con una medición del 7% mensual y que diez meses más tarde es del 7,8%. Evitó algo peor, se dirá, y tal vez sea cierto. Pero eso explica bastante sobre el estado de situación del oficialismo.
La primera pregunta que surge entonces es en qué estaban pensando los decisores cuando eligieron a Sergio Massa como candidato a presidente. Y no tanto por su caudal electoral –que lo tiene–, sino por el desafío más elemental: cómo construir un mensaje de campaña creíble y optimista de cara a una sociedad que tiene como principal preocupación precisamente a la inflación –34%, según Opinaia, y 59%, según la Universidad de San Andrés–.
La pregunta le cabe a todo candidato, está claro, pero a nadie como a él se le puede exigir una respuesta inmediata, propia de su gestión. La inflación es el primer tema de debate nacional y no queda claro hasta dónde Massa puede ofrecer respuestas convincentes: el mes que el oficialismo perdió las elecciones de medio término la inflación fue del 2,5%; el mes en que se eligió al ministro de economía como candidato a presidente fue el triple.
El continuismo, en ese sentido, es una apelación posible en campaña cuando tu gestión exhibe logros indiscutibles o cuando, siendo discutibles, existe la voluntad de defenderlos. Ver para eso los ejemplos de Fernando Henrique Cardoso o Emmanuel Macron. Pero no pareciera ser éste un caso similar. Si el primer gran desafío de Sergio Massa es cómo construir un mensaje seductor, el segundo es cómo tallar un perfil que no lo deje adherido al 70% de imagen negativa que tiene la actual administración.
La estrategia entonces supone la demarcación de una línea divisoria, una suerte de parteaguas en el que Massa se hace cargo sólo de lo sucedido desde agosto de 2022 en adelante y nada más. Lo cual en sí mismo es problemático. En primer lugar porque, incluso admitiendo que fuese posible desentenderse del período 2019-2022, no podría capitalizar algunos activos políticos como la campaña de vacunación contra el Covid, la estatización de la Hidrovía Paraná-Paraguay, la sensible baja de la desocupación, la recuperación de la actividad industrial o la legalización del aborto.
Y en segundo término –y tal vez más importante– porque afirmar que el país está mejor ahora que entonces es, de mínimo, discutible.
La economía argentina creció 10% en 2021 y 5% en 2022, durante la gestión de Martín Guzmán, y caerá este año –o crecerá cero- bajo la de Sergio Massa. Guzmán, además, exhibió crecimientos en términos de PBI desestacionalizado del 0,9% y del 1% en sus últimos dos trimestres como ministro, mientras que Massa presentó una caída del 1,5% y un crecimiento del 0,7%. Guzmán tuvo una inflación promedio del 4,5% en sus últimos diez meses como ministro, mientras que para Massa fue del 6,6% en el mismo período. Guzmán mantuvo un ritmo bajo de depreciación de la moneda en sus últimos diez meses, en torno al 30% en el período, mientras que Massa lo llevó arriba del 90% acumulado. Guzmán recibió una tasa de interés del 63% y dejó una del 53%, mientras que Massa la recibió en 60% y ya está en 97%.
Con esos números, lo inexplicable no es la alta consideración de sí mismo que tiene el candidato, sino que la dirigencia de Unión por la Patria (ex Frente de Todos) lo haya evaluado seriamente para ser presidente.
No sería la primera vez
En 1989, Eduardo Angeloz era el candidato presidencial por la UCR y hacía campaña en contra de Raúl Alfonsín. O al menos de su gestión. Prometía la privatización de las empresas estatales, el recorte del gasto público, la eliminación de retenciones al agro y la apertura de la economía. Era curioso pero a la vez sensato: las elecciones de aquel año se hicieron con más del 400% de inflación mensual como telón de fondo y aferrarse al alfonsinismo parecía entonces un suicidio electoral.
Algo similar sucedería diez años después en el peronismo. El candidato del PJ era Eduardo Duhalde y proponía terminar con la convertibilidad, elemento constitutivo de la identidad menemista y experimento del cual había sido su vicepresidente. Aquello también era sensato: hacia 1998 el país ya estaba en recesión y la tasa de desocupación rondaba los 14 puntos. Era aconsejable hacer campaña contra ese modelo.
Vale refrescar el dato: en ambos casos terminó ganando la oposición pero no necesariamente por culpa de los candidatos. Aparecer como la continuidad de un gobierno con mala imagen es un lastre para cualquiera. En todo caso, lo ineludible es la necesidad de definir una estrategia: ¿hacer campaña en contra o en defensa de la gestión?
Difícil dar una respuesta certera en el caso actual, sobre todo cuando las listas están plagadas de candidatos-funcionarios. Eso torna inverosímil cualquier intento por despegarse de la gestión o de hacer campaña con beneficio de inventario, asumiendo como propios únicamente los logros del período, que los hubo.
La lista no es exhaustiva, pero igual ilustra. El ministro de Economía, Sergio Massa, y el jefe de Gabinete, Agustín Rossi, compartirán fórmula presidencial. Al senado se postulará el ministro del Interior, Eduardo de Pedro. El canciller Santiago Cafiero irá como candidato a diputado, al igual que la ministra de Desarrollo Social, Victoria Tolosa Paz, el ministro de Transporte, Diego Giuliano, el ministro de Agricultura, Julián Domínguez, el ministro de Justicia, Martín Soria, y la titular del PAMI, Luana Volnovich. Mientras que, un escalón más abajo, el ministro de Turismo y Deportes, Matías Lammens, será candidato a legislador porteño y la titular de AySA, Malena Galmarini, será candidata a intendenta. Por no nombrar a los funcionarios que, con suerte dispar, también estuvieron anotados en la pulseada pero quedaron afuera de las listas, como el embajador Daniel Scioli, el exjefe de Gabinete, Juan Manzur, o la ex ministra de Mujeres, Elizabeth Gómez Alcorta.
Siempre hay peores
Desde que asumió como ministro de Economía, Sergio Massa concedió un dólar privilegiado para el universo sojero, facilitó el aumento de importaciones en el rubro textil para competir contra la industria local y motorizó la venta de bonos del sector público al sector privado a un interés altísimo para el Estado.
La transferencia de fondos a sectores acomodados y el debilitamiento concurrente del poder estatal son una característica de estos meses. De hecho, es bastante ilustrativo que desde la llegada de Massa al Ministerio haya habido apenas una nueva edición del programa de refuerzo de ingresos («IFE 5») pero ya tres ediciones del «dólar soja».
En medio de ese panorama sombrío, el gran mérito de Massa pareciera ser su potencial político, su propia ambición, sus chances de imponerse sobre los candidatos que –con todo– están todavía más a su derecha. No es lo mismo, se dirá, un dólar diferencial para el agro que la eliminación lisa y llana de las retenciones, como no es lo mismo una apertura parcial y controlada de las importaciones que la desregulación indiscriminada del sector externo. Y en rigor es cierto.
En cualquier caso, está claro que la candidatura de Massa es uno de los eventos más extraños de la política argentina en los últimos años. Incapaz de exhibir resultados concretos en el corto plazo, tampoco posee un capital simbólico digno de ser militado. No hay una manifestación pública suya en repudio al golpe contra Evo Morales más allá de lo protocolar, o una proclama a favor de la liberación de Lula, o una condena a la persecución contra Rafael Correa.
Lo que hay, en definitiva, es un candidato competitivo capaz de ganarle a una derecha que trae devaluación en una mano y represión en la otra. Lo cual no es poco. O tal vez sí. Quién sabe.