Dos instrumentos intentan predecir resultados: las encuestas y la historia. Ayer fallaron las dos. Las encuestadoras anunciaban que Javier Milei llegaba desinflado a las primarias. Y la historia, caprichosa, a su modo se astilló también: desde 1946 que no se imponía un candidato sin estructura tradicional, sin trayectoria, sin aliados de peso, sostenido apenas por el atractivo de su figura.
Tal vez eso habla bien del sistema democrático argentino. Es posible ganar en lugares recónditos del país sin poner ni una décima parte de los fiscales necesarios. Pero también habla pésimo de los grupos económicos que manejan medios de comunicación como si fuese un circo: la falta de estructura política estuvo suplida por siete años consecutivos de exposición mediática constante y complaciente.
En ese marco, la pregunta más obvia y más inútil es qué le ven sus votantes, cuál es su atractivo, o si acaso no escucharon su mensaje violento, misógino, etcétera. La respuesta corta es que seguramente sí, lo escucharon hasta el hartazgo. Pero da igual. No es que el grueso de sus votantes lo haya apoyado por reivindicar a Carlos Menem o a la dictadura, sino pese a eso, como si se tratara de un dato marginal y anecdótico, como si fuesen pecados perdonables para un candidato que viene a ordenar la cosa desde afuera.
En cualquier caso, insistir en esa indagación pareciera una pérdida de tiempo. Antes bien cabría preguntarse en qué laguna pescar los votos necesarios para revertir un escenario de terror. En un país en el que 49% de la sociedad –en votos válidos y afirmativos– escogió expresiones de una derecha extrema, eso parece harto complicado. Tratar de pescar votos allí quizás sea imposible.
No obstante, tal vez exista un dato que le dé alguna marginal esperanza a la democracia: la extrema derecha argentina, a diferencia de lo que sucede en muchos países, concurrió dividida a estas elecciones y eso –quizás– sea determinante para que ninguno de ellos gane en primera vuelta. Milei y Bullrich, con discursos casi calcados en muchos aspectos, se dividen electores y ese es el único resquicio para un tercer candidato. Y huelga decir a estas alturas que ese candidato es Sergio Massa, con todos los reparos existentes. “El que se ahoga no repara en lo que se agarra”, decía San Martín.
Casi como un misterio insondable de la historia, el ministro de Economía es la última esperanza de una parte del electorado que se rehúsa a vivir en un país con libre portación de armas, erradicación de toda asistencia estatal, privatización de los derechos esenciales y la liberación económica que hace veinte años dejó a una quinta parte de la población sin trabajo ni ingreso sustituto.
Entre ese escenario distópico y la Casa Rosada, hoy el único muro de contención –con chances de ganar– es el peronismo. Y una opción, entre tantas, es que la campaña hacia octubre del oficialismo esté centrada en ese miedo. Habrá que pensar si esa es la mejor opción, probablemente no. Por lo pronto, seguro es la más fácil y la más instintiva para muchos dirigentes: insistir en que un eventual gobierno de Milei o de Bullrich son un salto al vacío y rogar que buena parte del 51% que no los votó se agrupe en torno al tercer candidato. Un llamado de atención ahí, porque puede fallar.
Mientras tanto, cualquiera sea la estrategia discursiva que se elija, Unión por la Patria se debe una profunda introspección electoral. Las chances de entrar a una segunda vuelta están intactas, es cierto. Y más: tiene más chances reales de ganarle a uno de los extremos que a un candidato de centro. Pero claramente debe mejorar algunos desempeños que rozan el ridículo: 8% en Córdoba, 33% en Tucumán, menos de 30 puntos en Misiones y San Juan, 20 puntos en Jujuy, burdo tercer puesto en La Pampa y en Rosario.
En buena parte de las provincias el peronismo obtuvo entre diez y veinte puntos menos que con Daniel Scioli en 2015, cuando su desempeño fue mediocre. Allí, en una veintena de distritos, hay bastante más para crecer que en Mendoza, La Rioja, Catamarca o en la primera sección electoral de la provincia de Buenos Aires, donde tal vez se haya llegado a un techo. Al igual que en la ciudad de Buenos Aires, cuna del PRO y de La Libertad Avanza, donde el oficialismo hizo tal vez el mejor desempeño comparativo al preservar un piso digno dado el contexto.
El peronismo pareciera estar perdiendo músculo federal, algo paradójico en tiempos en que las provincias tienen superávit y obra pública por expresa decisión de un gobierno peronista. Tal vez el hecho de que sus últimos cuatro candidatos a presidente hayan surgido de la Capital Federal y la provincia de Buenos Aires explique algo de ese fenómeno. Hipótesis a explorar.
En cualquier caso, el recorrido hasta las elecciones de octubre es largo y no pareciera sensato entrar en la lucha fraticida que caracteriza al peronismo ante cada derrota. Bien visto, el oficialismo ha quedado apenas 1,5 puntos por debajo del piso que consideraba aceptable en la previa y con una distancia de menos de 3 puntos con el ganador. El peor error sería abonar a su propia derrota, dando por perdida una batalla contra el fascismo dos meses antes de que acontezca.