En la famosa y premiada novela de Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, el personaje principal Santiago Nasar no sabe que va a morir, pero el resto del pueblo donde vive conoce de antemano que va a ser asesinado ya que sus matadores manifiestan sus intenciones homicidas sin pudor. Como en esta obra maestra de la literatura latinoamericana, somos como Santiago Nasar. Con la diferencia que un 44% ya sabemos que estamos ante la crónica de una catástrofe social anunciada. Porque como sucedió esta semana, la campaña del miedo finalmente se hizo realidad. Los peores vaticinios comenzaron a cumplirse y ahora estamos obligados a ser parte de una película que no elegimos porque ya la vimos, la odiamos y sufrimos su final de caos, miseria, violencia y muerte.
¿O acaso hay un final alternativo y menos traumático con la presencia del FMI y un paquete de políticas de ajuste hecho a su medida? ¿Que otra posibilidad hay con un gobierno de ultraderecha y un presidente que asumió imitando, en todo su patetismo, a Leatherface, el protagonista de la película de culto de Tobe Hooper, Masacre en Texas?
En este contexto funesto, se viene analizando en diversas notas la formidable crisis de representación que atraviesa la Argentina. El síntoma más claro se vió en la campaña del balotaje que puso en la presidencia a Javier Milei a pesar del apoyo explícito de innumerables representaciones políticas y sociales a su rival, Sergio Massa.
Sin embargo, hay una representación muy extendida (y fomentada adrede) que pareciera gozar de muy buena salud: la idea de que la inflación es un problema monetario que tiene que ver con el gasto del Estado. Una idea que va de la mano de otra representación que volvieron a instalar: la del Estado como el origen de todos nuestros problemas. Ambas son ideas fuerza que se toman como “verdades absolutas” y que no se cuestionan a pesar de que se trate de una visión del problema de la inflación, no la única, y que ya evidenció en el pasado sus limitaciones para resolverla.
Volvieron las mismas líneas y argumentos del guión de esta vieja película que ya vimos y que vamos a padecer con furia recargada en este nuevo ciclo de saqueo neoliberal. Un periodo que ya vislumbra a sus principales beneficiarios: el sector agroexportador, el sector financiero y los importadores que se van a ver particularmente favorecidos gracias a que el Banco Central lanzó un nuevo bono (Bopreal) que estatiza su deuda comercial en dólares con el exterior. Es decir, los ganadores de siempre.
En el caso particular del sector agroexportador -concentrado y mayoritariamente en manos privadas- hablamos de un actor acostumbrado durante décadas a que nadie le imponga las reglas de juego, reacio a todo tipo de empresa pública y a poner en debate sus ideas acerca de los criterios que deberían guiar el uso del excedente de la riqueza nacional. Este mismo guión tan caduco como peligroso y letal es el que reprodujo Luis Caputo, ministro de Economía reciclado, cuando anunció el paquete de medidas de ajuste brutal para beneplácito del FMI y desgracia para el pueblo argentino.
Cayendo en los lugares comunes de la ortodoxia económica, Caputo, uno de los principales responsables del endeudamiento récord con el Fondo, comparó la economía del país con la de un hogar y dió la explicación del manual neoliberal para principiantes: el culpable de todo es el Estado que gasta más de lo que le ingresa, para luego leer, aparentemente tras varias grabaciones fallidas, un conjunto de medidas destinadas a revertir “la peor herencia”.
¿Le habrá costado ensayar la cara de asfalto para hablar de la deuda por la cual está imputado penalmente e investigado por administración fraudulenta y defraudación contra la administración junto a su jefe político, el ex presidente Mauricio Macri, el ex ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, y los ex presidentes del Banco Central, Federico Sturzenegger y Guido Sandleris?
Para justificar este ajuste sumamente regresivo y violento, repitieron como un mantra que “no hay plata” y que por ende “no hay alternativa” en referencia a la famosa sentencia que hizo Margaret Thatcher -también conocida por su acrónimo en inglés TINA, There is no alternative– cuando implementó políticas neoliberales en Inglaterra a fines de los años setentas. Ahora bien, ¿es la inflación un problema exclusivamente fiscal y económico? ¿Es verdad que no hay alternativa?
La concentración y la inflación: el caso de los alimentos
Para responder esta pregunta primero es importante entender que la inflación es un fenómeno que tiene muchas causas. El aumento de los precios no se reduce a un problema de emisión monetaria, como dice la derecha neoliberal, sino que obedece a diversos factores. Por ejemplo, es importante tomar como caso testigo el de los alimentos, rubro de los más sensibles para la población.
En este caso el problema de los precios tiene que ver con un mercado hiperconcentrado en un grupo reducido de empresas nacionales y multinacionales (Molinos Río de la Plata, Unilever, Arcor, Ledesma, etc.) que imponen los precios de lo que comemos, afectando directamente la soberanía alimentaria y la salud de todas y todos.
Esta hiperconcentración no se da solo al nivel de la distribución y comercialización de alimentos, sino desde la provisión de semillas. Por ejemplo, actualmente el mercado de semillas comerciales es uno de los más concentrados y está controlado por un puñado de empresas transnacionales. Tan sólo tres compañías manejan el 60% del mercado mundial: Bayer-Monsanto, Corteva y ChemChina-Syngenta.
Si bien la inflación es un problema recurrente en Argentina, el foco no suele estar puesto en los verdaderos responsables de la suba de los precios: las grandes empresas que especulan con el hambre de millones para acrecentar sus tasas de ganancias. En este sentido, es importante recordar lo que las usinas mediáticas y el establishment político y económico omite: que siempre que aumentan los precios no solo los pobres se vuelven más pobres, sino que los grandes propietarios y dueños de las empresas aumentan sus ganancias, se vuelven cada vez más ricos y con ello se profundiza cada vez más la desigualdad social.
En esta operación, las empresas mediáticas ponen más el foco en la transferencias de recursos que el Estado realiza a los sectores más empobrecidos con campañas que apuntan a la estigmatización y criminalización de la protesta social. Se cuentan las costillas de planes sociales para los pobres mientras los balances de los grupos económicos permanecen en la oscuridad.
Por eso es que se discute la pobreza y nunca la riqueza. Y esto viene ganando por goleada en la batalla cultural. No es solo enojo despolitizado ante años de crisis lo que lleva a muchos compatriotas a “meter el bolsillo en la licuadora”. También las “verdades” de sentido común entran en juego y las representaciones sociales instaladas por operadores de los grandes grupos económicos presentados como “gurúes”.
En definitiva, los sectores nacionales, populares, democráticos y progresistas necesitan poner en el debate público y en la disputa de sentido contra las representaciones impuestas por décadas de cultura neoliberal el hecho que la concentración económica es un problema que requiere soluciones políticas y es a la vez uno de las principales causales de la inflación.
Hay alternativas, falta voluntad política
Es mentira que no hay alternativas que no impliquen apagar el incendio con nafta. Existen pero requieren asumir una perspectiva de cambio estructural para revertir esta situación donde peligra la reproducción de la vida humana y no humana por la voracidad empresarial que en Argentina, por el momento, goza del aval del voto popular. Esto implica empezar a discutir una reforma agraria integral y popular que proteja la biodiversidad, que ponga nuestro suelo y nuestra agua en función de los intereses de la mayoría de la población y que garantice alimentos sanos y saludables para todos y todas, fundamentalmente los niños y niñas, para que de esta manera la comida sana no sea un privilegio de pocos.
Para ello es fundamental un Estado fuerte y presente que proteja a quienes producen los alimentos. Y que también fomente la organización de un modelo de producción agraria sustentable, democrático y con justicia social basado en los principios de la soberanía alimentaria, la agroecología, la cooperación, libre de agrotóxicos y semillas transgénicas.
Se puede combatir la inflación, en el caso de los alimentos, fomentando la democratización a lo largo de todo el sistema alimentario, pensando alternativas de producción, distribución, comercialización y consumo que rompan con las lógicas de un sistema capitalista que vuelve la comida una mercancía y no un derecho. Solo hace falta dejar de lado el posibilismo, que marida muy bien con la famosa frase de la ex primera ministra británica admirada por nuestro presidente.