Política Jun 4, 2022

La pandemia de salud mental después del Covid 19

Tal vez sea momento de comenzar a esclarecer algunas de las marcas psicosociales que ha dejado el -por ahora- bienio pandémico. Las cuarentenas, imprescindibles para reducir el contagio, han funcionado también como potenciadoras de factores de riesgo psíquico.
Psicólogo clínico y comunitario; residente en el sistema público de salud

Desde el estallido del Covid-19 a inicios del 2020, innumerable cantidad de artículos y hasta libros proliferaron intentando precisar los efectos y consecuencias de la pandemia más mundializada de la historia de la humanidad en la salud de la población. 

Los períodos de aislamiento social, preventivo y obligatorio encarnaron medidas sanitarias absolutamente necesarias para reducir el contagio del virus, mientras se aceleró en tiempo récord la elaboración y posterior implementación de campañas masivas de vacunación contra el Covid en cada país del planeta. Más allá de la burda e inaceptable inequidad en la distribución mundial de vacunas, propia del sistema capitalista que rige la vida económica mayoritaria del planeta, se puede decir que las campañas de vacunación han marcado una suerte de principio del fin de la pandemia en una enorme proporción del mundo. 

Sin embargo, es sabido que dichas medidas de aislamiento cargaron siempre con una contradicción sanitaria flagrante: imprescindibles para reducir el contagio del virus en momentos pre-vacunatorios, se convirtieron también en potenciadoras de factores psicosociales de riesgo, tales como la fragmentación social, la profunda sensación de incertidumbre y sus consecuentes ansiedades, la desorganización de la rutina cotidiana, la discontinuidad laboral o su directa paralización, entre muchos otros. 

Como decíamos en los albores de la cuarentena, mientras “la materialidad de la medicina grita frente a un virus, nuestra salud mental puede estar agonizando en silencio”. La metáfora de la agonía suena un tanto catastrófica aunque lamentablemente ilustradora del potencial dañino de la pandemia (y sus medidas de encierro) para la salud mental de la población. Trasciende enormemente la capacidad de una nota poder dilucidar los efectos psíquicos masivos de un proceso tan complejo, multifacético e inédito en la historia reciente, máxime cuando hay una ausencia in-creíble de relevamientos epidemiológicos oficiales en salud mental. 

Sin embargo, es posible esbozar algunas posibles secuelas psíquicas rastreables en la práctica cotidiana del trabajo en salud y análisis recientes.

Cicatrices abiertas en salud mental

A pesar de la ausencia de relevamientos nacionales para caracterizar la situación, existen contundentes investigaciones que se han realizado en el mundo que comprueban el notable aumento en la incidencia de estados de ansiedad, “fobias sociales”, depresiones, violencia intra-familiar y consumo de psicofármacos con o sin prescripción, fundamentalmente de este último, llegando a crecer hasta cuatro veces más que el resto de la medicación en general. Relevamientos estadísticos que pueden confirmar la impresión cotidiana de cualquier profesional y trabajador/a de la salud en su propio devenir laboral y en el registro mínimamente empático de les usuaries. 

Tampoco existen datos de la evolución del índice de consultas en salud mental en el sistema de salud argentino. Pero les que trabajamos en distintos efectores, nuevamente, podemos comprobar fácticamente en la cotidianeidad un manifiesto incremento de las consultas por motivos relacionados a la salud mental, así como una creciente complejidad en ellas en cuanto a los determinantes socio-económicos de la salud y al sinuoso camino para expresarlas. 

En primer lugar, se puede señalar algo extendidamente advertido en múltiples artículos: el impacto fuertemente destructivo en los lazos sociales, llevando a un debilitamiento o directa ruptura de las redes formales (inserciones institucionales varias: clubes, iglesias, vínculos laborales, afectivos, etc) pero fundamentalmente informales de la población. No sería infundado señalar que el aislamiento social, preventivo y obligatorio se transformó, en grandes sectores, también en aislamiento vincular. Es decir, que se consumaron diferentes grados de desconexión de las redes que nos sostienen subjetivamente en la cotidianeidad a partir de múltiples identificaciones y grupalidades construidas.

Un dato al margen, pero siempre presente como telón de fondo, es que el malestar subjetivo de la población se ve sumamente agravado ante la profundización pos-pandémica de la desigualdad y la precariedad vital generalizada en la población, encarnada en la apremiante crisis habitacional, el empobrecimiento de una importante porción de la clase trabajadora asalariada y la masificación creciente de les trabajadores de la economía popular, excluidos/as del mercado formal de trabajo.

A inicios de la pandemia, con una colega intentábamos señalar algunas posibles manifestaciones en alza de dicho malestar: “Se puede advertir el refuerzo del consumo problemático de sustancias, la disparada masiva de ataques de ansiedad, quiebres identitarios ante la discontinuidad laboral, el recrudecimiento de la violencia intra-familiar en general y la violencia machista en particular, el agravamiento de cuadros psicopatológicos de prolongada instalación, llegando hasta el aumento de la tasa de suicidio”.

Durante casi dos años, con algunas excepciones transitorias y otros espacios en dónde el aislamiento se relajó en los hechos, muchas de las vías masivas de sublimación (encuentros amistosos, teatros, estadios, festivales, movilizaciones, recitales, etc.) y de simbolización principales (lazo presencial con les otres) se vieron sumamente afectadas. Esto se pudo ver agravado sobre todo por la ausencia de los procesos e instancias culturales que acompañan las pérdidas por el fallecimiento de los seres queridos, fuentes facilitadoras de cualquier proceso de duelo.

En efecto, en un segundo lugar estrechamente relacionado, y a partir del aumento en el conjunto de conductas sintomáticas mencionadas, se puede pensar en el lapso pandémico y sus medidas espacial y socialmente restrictivas como un obstáculo psicosocial generalizado, que en grandes cantidades de casos ha acentuado las respuestas regresivas en los sujetos, complicando o hasta bloqueando otras vías de tramitación psíquica propias del lazo con otres. 

Por supuesto que el contexto macro social se singulariza en cada sujeto en el marco de su historia vital, pero se podría arriesgar dicha hipótesis como patrón defensivo extendido en las presentaciones clínicas actuales. Cuando hablo de formas regresivas de respuesta me refiero al sentido psicoanalítico del término, como modos de expresión y de comportamiento de un nivel más elemental desde el punto de vista de la complejidad, de la estructuración y de la diferenciación en el psiquismo humano. 

Así es que pensando en otras expresiones del padecimiento subjetivo de estos tiempos, se puede mencionar a las relativas al cuerpo como ámbito originario de constitución psíquica, a través de múltiples afectaciones psicosomáticas en órganos con probables componentes psicógenos típicos como la piel y los pulmones, así como las diferentes musculaciones o enfermedades oncológicas.

Al mismo tiempo, se puede pensar en les niñez y adolescentes como uno de los sectores más golpeados de la pandemia. En momentos de socialización, de construcción de vínculos exogámicos, de la necesaria edificación del registro del otro, la pandemia y el cierre dilatado de las escuelas vinieron en muchos casos a imponer un encierro marcadamente nocivo para su desarrollo psico-social. En la práctica cotidiana se pueden ver tal vez con mayor proporción distintos tipos de problemáticas del lenguaje y aprendizaje, mayor absorción de las pantallas tecnológicas en su tiempo libre, regresiones fusionales en los vínculos madre/padre-hijes, así como en les adolescentes una proliferación de conductas autolesivas e ideación y actos suicidas, múltiples inhibiciones, entre otras.

En tercer lugar, en sintonía a las formas regresivas de respuesta, se puede arriesgar una hipótesis resultante: ¿se podrá leer al aumento de las “urgencias subjetivas” en los servicios de salud mental como un emergente del padecimiento subjetivo de estos tiempos, como metáfora de una época?. Si entendemos a las urgencias subjetivas como momentos traumáticos en donde las personas no pueden verbalizar algo de lo padecido, en donde lo intraducible en palabras no encuentra cauce que alivie, se puede considerar a dichas urgencias como una de las cuencas principales en donde desembocan los ríos de las tensiones psíquicas silenciadas. 

Por tanto, se podría decir que en estos tiempos el sufrimiento psíquico transita así el angosto camino entre el silencio corrosivo del ensimismamiento y la estridencia de lo que irrumpe, sin pedir permiso.

Equipos de salud en pandemia: los efectos invisibles en les “esenciales”

La necesidad de evitar el contagio de un virus con características desconocidas convocó a la población a regirse por protocolos genéricos de cuidado y circulación, así como protocolos situados en muy diversas instituciones, espacios territoriales y domicilios. Los equipos de salud, a lo ancho y a lo largo del territorio nacional, se vieron también guiados por ajustados protocolos de actuación profesional que fueron evolucionando al calor de la crudeza de la situación sanitaria.

Sin embargo, en los intersticios de dichos protocolos los equipos de salud y sus trabajadores/as se vieron empujados a desarrollar formas creativas de trabajar con la población, en un contexto inédito que exigía un denodado esfuerzo práctico y una renovada vocación por sostener y construir puentes con usuaries y familiares. Loss equipos de salud, más que nunca, intercambiaban vertiginosamente su rol de agentes sanitarios con el de usuarios del servicio, con el correlato psíquico de desgaste, ansiedades y temores que esto comprometía. La apelación pasajera a los aplausos para los y las profesionales no logró revertir el efecto de las magras condiciones laborales, sanitarias e institucionales.

Asimismo, la constante exigencia profesional y ética frente a innumerables casos de riesgo de vida, con la latencia del contacto omnipresente con la muerte, generó una constante e inminente sensación de catástrofe, sentimientos continuados de frustración e impotencia, con una carencia en algunos casos absoluta de espacios de distensión y distracción.

No obstante, podemos pensar que los esfuerzos hechos han dejado algunos saldos de aprendizaje, como puede ser la construcción de espacios de reflexión y contención colectiva en espacios de trabajo, formas novedosas de comunicación terapéutica ajustadas al momento actual, florecimiento de agudas sensibilidades por el sufrimiento ajeno, así como una dosis necesaria de flexibilización en los encuadres de trabajo profesional-usuarie, adaptado a las singularidades en juego, entre otras.

¿Qué pasa en el denominado campo de la salud mental?

Es difícilmente negable que el gobierno nacional, precipitado por el crecimiento abrupto de  internaciones críticas y muertes por Covid en los peores momentos de la pandemia, ha ejecutado mejoras considerables en el sistema de salud argentino. Desde la revitalización del Ministerio a cargo del área, pasando por la construcción y rápida remodelación de numerosos hospitales, hasta la multiplicación de unidades de terapia intensiva e importante ampliación de camas hospitalarias. 

Sin embargo, han brillado por su ausencia políticas públicas de salud mental que con claridad y potencial transformador se propongan por un lado jerarquizar el tema en la agenda y, por otro, que procuren paliar al menos parcialmente los efectos epidemiológicos seguramente alarmantes en el estado psico-social de la población. 

Se ha anunciado un rimbombante Plan Nacional de Salud Mental cuyo contenido resulta de mínima difuso y errático. Honrosas aunque aisladas excepciones podemos figurar en torno a la política de la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas (Sedronar) y la iniciativa expansiva en relación a los Centros de Atención y Acompañamiento Comunitario (CAAC) como respuesta al agravamiento del consumo problemático de sustancias. También políticas municipales y provinciales de refuerzo de algunas guardias de salud mental en hospitales generales con su correspondiente incorporación de personal, junto con algunos pocos programas, pero que no revierten la tendencia nacional. 

En efecto, el muy escaso presupuesto destinado a salud mental, en contraste a lo estipulado por la Ley Nacional aprobada hace más de una década, deja en evidencia el relegamiento de las políticas públicas del sector. Como señala la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), “el Estado nacional está destinando al sector de la salud mental solo un irrisorio 16% de lo correspondiente por ley, concentrando contradictoriamente el grueso de ese presupuesto en los hospitales monovalentes del territorio nacional”.

De esta manera, la falta de prioridad en las políticas relativas a la salud mental se suma al giro a la derecha del sistema político, su avanzada reaccionaria con el crecimiento de la ultraderecha partidaria y la parálisis relativa del Frente de Todos sumergido en su interna. Este contexto ha sido el caldo de cultivo para un avance de las fuerzas conservadoras, intentando sellar el bloqueo a la implementación de la Ley Nacional de Salud Mental, incluso pretendiendo su transformación regresiva con la complicidad indefectible de los principales medios de comunicación conservadores del país.

Llevan a cabo el mismo accionar que con la Ley de Alquileres y otras normativas progresistas: de la falta de implementación real desde los sucesivos oficialismos construyen argumentos para declarar su fracaso. De la falta de voluntad política esgrimen un exceso de cinismo e hipocresía. Se asientan en la capacidad de lobby de las corporaciones médico-psiquiátricas, en la histórica naturalización de la lógica manicomial y en el poder real de las industrias farmaceúticas para encabezar una restauración conservadora pre Declaración de Caracas (2020), a tono de lo más regresivo del sentido común dominante.

Como agravante de dicha situación y de la dirección de la política estatal, Hernan Scorofitz se refirió a la decisión del gobierno nacional de incluir un conjunto de psicofármacos en el plan Remediar: “El fenómeno se agudiza cuando las políticas estatales sanitarias apuntan a profundizar la tendencia a la medicalización del padecimiento subjetivo causado y/o agravado por la pandemia en vastos sectores de la población, frente a la ausencia de dispositivos asistenciales, terapéuticos y sociocomunitarios en el sistema público que se orienten a prevenir y tratar esta ya evidente ‘pandemia de padecimientos mentales’”.

Como siempre, resta saber si el conjunto de instituciones de salud mental en favor de la ley, colectivos de derechos humanos, movimientos sociales, referencias del sector, profesionales comprometides y una militancia siempre dispersa tendrá la fuerza necesaria para no solo evitar un retroceso legal y simbólico en el sector, sino pugnar por un re-impulso decisivo en la implementación de la Ley Nacional de Salud Mental 26.657 y su prioridad en la agenda política. 

Como diría el gran Enrique Pichón Riviere, “en tiempos de incertidumbre y desesperanza, es imprescindible gestar proyectos colectivos desde donde planificar la esperanza junto a otros”.

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