Política Feb 24, 2023

¿Por qué seguir siendo comunista?

Recuperar la trayectoria interrumpida de un mundo que podía ser libre para volver a pensar la revolución, en un tiempo no revolucionario.
"El funeral de Togliatti" de Renato Guttuso (1972)

“¿Y si el éxito del neoliberalismo no fuera la demostración de la inevitabilidad del capitalismo, sino un testamento de la magnitud de la amenaza planteada por una sociedad
que podía ser libre?”
Mark Fisher, Introducción inconclusa a Comunismo Ácido

Aunque la tesis de Francis Fukuyama sobre el “fin de la historia” ya ha sido desestimada -o al menos matizada- por propios y ajenos, nunca dejamos de actuar como si fuera cierta. Entramos al siglo XXI sin utopías, sin proyectos radicales, sin revoluciones. Sin toma de la Bastilla, ni del Palacio de Invierno. 

O, mejor dicho, atravesamos las últimas décadas con el derrumbe del socialismo en nuestras espaldas y asumiendo al capitalismo en su fase neoliberal como el único sistema posible. No como el mejor, ni siquiera como uno bueno, pero ante el que no hay alternativa. Con un poco más o un poco menos de redistribución de la riqueza, con más o menos (casi siempre menos) soberanía, pero nunca fuera de su horizonte de posibilidades.

Como escribía Mark Fisher en 2012, “nos resignamos al hecho de que no hay forma de evitar el capital y quizás todo lo que podamos hacer sea ajustar algunas clavijas como un gesto hacia la justicia social. Pero, esencialmente, la ideología está terminada; la política está terminada”.

Iluminar el pasado

Tras la caída del Muro de Berlín el socialismo del siglo XX quedó fotografiado como un proyecto uniforme, sin matices y encorsetado en un imaginario de lo totalitario, lo burocrático y lo vetusto. Una verdad a medias, que fue convertida en un todo por el capitalismo triunfante de la década de 1990. 

“Nuestra época de humanitarismo neoliberal postotalitario no percibe el pasado como un tiempo de revoluciones, sino como una era de violencia (…) No se convoca a los jóvenes a cambiar el mundo sino, antes bien, a no repetir los errores de aquellos que, cegados por peligrosas utopías, contribuyeron en definitiva a la construcción de un orden despótico”, apuntó Enzo Traverso en su fundamental obra Melancolía de Izquierda.

Estas premisas fueron asumidas, con más o menos conciencia, por la mayoría de los partidos políticos y movimientos populares, incluso aquellos más ligados a las tradiciones izquierdistas. La memoria pasó a ser un campo indiferenciado de víctimas y victimarios, borrando a los vencidos cuyo proyecto político fue truncado.

Durante los siglos XIX y XX las derrotas sufridas por el movimiento revolucionario eran consideradas como parte de una historia de lucha que, tarde o temprano, tendría su redención.

Las y los bolcheviques inscribieron su revolución en la trayectoria del proletariado europeo que tenía como antecedentes la Comuna de París, destruida por una brutal represión en 1871, y su propio alzamiento fallido en 1905. La revolución cubana recuperó el legado de José Martí, muerto en la guerra de independencia, y Julio Antonio Mella, fundador del primer Partido Comunista de la isla, que fue asesinado por orden del dictador Gerardo Machado en 1929.

La esperanza en un futuro socialista -que se concebía prácticamente inevitable-, matizaba esas batallas perdidas y les daba una razón de ser. “En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ése, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas”, sostuvo Ernesto “Che” Guevara en su mensaje a los pueblos de la Tricontinental. 

Más clara aún fue Rosa Luxemburgo que, días antes de ser asesinada, escribió sobre el aplastado intento revolucionario del movimiento espartaquista en Alemania: “Las masas han estado a la altura, ellas han hecho de esta ‘derrota’ una pieza más de esa serie de derrotas históricas que constituyen el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y por eso, del tronco de esta ‘derrota’ florecerá la victoria futura”.

No obstante, esas derrotas tuvieron un denominador común: se daban en combate, intentando tomar el cielo por asalto. En cambio, la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, si bien estuvieron atravesadas por factores externos y un enemigo que sistemáticamente buscó ese objetivo, fueron rápidamente historizadas y aprehendidas como un final autoinfligido. Se trató de una batalla perdida sin ningún tipo de heroísmo, tras un desgaste de décadas y un estancamiento teórico (la denominada “crisis del marxismo”) que todavía hoy no encuentra salida.

Así, la historia viva de las luchas de los oprimidos que fueron el motor de los movimientos comunistas y revolucionarios del siglo XX, pasó a convertirse en un pasado terminado. Reservado a los monumentos y museos, pero ya no más como un catalizador de transformaciones futuras.

Desafiar al futuro

Esa narrativa de clausura de la experiencia comunista del siglo XX anuló también el surgimiento de nuevos proyectos utópicos, revolucionarios y postcapitalistas. En la mayoría de los casos, los intentos por sustituirlo acabaron en caminos sin salida o intrascendentes como el autonomismo o derivas reformistas -en el mejor de los casos- como el llamado “posmarxismo”.

La asunción del comunismo como un proyecto vetusto y anticuado, llevó a la adaptación al “realismo capitalista” y, ante la ausencia de un contrapeso, el giro abierto hacia la derecha, el conservadurismo y las políticas de ajuste. 

Allí se enmarcaron todas las socialdemocracias europeas que desmantelaron el Estado de Bienestar; pero también sus partidos comunistas teniendo como máximo exponente el italiano, que decidió literalmente autodestruirse. 

En América Latina, quienes en el pasado habían luchado por la revolución (y lograron sobrevivir al terrorismo de Estado), en su mayoría se adaptaron e incorporaron al triunfante neoliberalismo globalizado. Incluso movimientos nacionales y populares que en algún momento plantearon terceras vías autónomas y soberanas sucumbieron, como el peronismo en Argentina con Carlos Menem o el APRA en Perú con Alan García. 

En África los movimientos de liberación nacional que lograron las independencias de sus países -muchos de inspiración marxista- derivaron en aparatos burocráticos alejados de sus principios igualitaristas, redistributivos y soberanos. 

Finalmente en Asia, el giro establecido por China con las reformas liberalizadoras de Deng Xiaoping, fue la marca distintiva de un cambio de etapa en que el capitalismo de Estado asentado en la sobreexplotación de la mano de obra hizo emerger a la potencia económica del siglo XXI como un ejemplo a seguir.

Ronald Reagan y Deng Xiaoping en 1984

A este contexto se le sumó una profundización de la degradación ambiental del planeta producto de un capitalismo más salvaje y sin necesidad de mostrar siquiera una careta humanitaria. La tendencia a un mundo cada vez menos apto para la vida en general y la humana en particular se acerca a un punto irreversible.

Esa perspectiva nos obliga a dejar de imaginar el fin del mundo para empezar a concebir su salvación. Romper con la idea del marxismo ortodoxo de una revolución que haga “avanzar” la historia, para pensar en una que le ponga freno y tome una bifurcación. Un camino alternativo que, necesariamente, implica torcer radicalmente las tendencias depredadoras del capitalismo actual.

Denunciar al presente

No renunciar al comunismo como horizonte de transformación es una forma de resistencia. Una decisión consciente y tozuda de negarse a asumir este sistema de miseria planificada como el único viable. Un rechazo a lo que Traverso definió como “un presente cargado de memoria pero incapaz de proyectarse en el futuro”.

Vivimos en un tiempo sofocante en que el pasado no pasa y el futuro es inimaginable, excepto como apocalipsis. Aquella dialéctica entre las experiencias populares de lucha y la utopía que permitía concebir una revolución inminente se rompió. 

Rescatar ese pasado, esa historia de las izquierdas, de huelgas, de acciones armadas, de esperanzas, se vuelve una tarea necesaria contra el olvido impuesto por la ofensiva cultural neoliberal. No cómo acto de nostalgia, sino de reconstrucción de una trayectoria interrumpida. Para volver a darnos la posibilidad de pensar en la revolución en un tiempo no revolucionario.

En la introducción inconclusa a Comunismo Ácido, libro que nunca llegó a escribir, Mark Fisher sentenciaba: “El pasado todavía no ha ocurrido. Constantemente hay que volver a narrarlo; el objetivo político de los relatos reaccionarios es sofocar los potenciales que aún esperan en él, listos para ser despertados otra vez”. En palabras de Walter Benjamin debemos “articular históricamente lo pasado” y adueñarnos de él “tal y como relumbra en el instante de un peligro”. 

Cómo analiza Traverso, esta propuesta “no implica tratar de reapropiarse o repetir lo que ha ocurrido y se ha desvanecido; implica, antes bien, cambiar el presente (…) En otras palabras, para rescatar el pasado tenemos que hacer renacer las esperanzas de los vencidos”.

En vez de pensar al socialismo del siglo XX como un paréntesis histórico, un hecho consumado y terminado, podemos concebirlo como un ensayo general para una sociedad futura. Como una experiencia que nos recuerda que tenemos una deuda con las generaciones pasadas y nos permite mantener encendida la llama de la revolución.

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