Política Nov 26, 2023

Una “casta” para el ajuste

El uso de la idea de casta que instaló la ultraderecha encierra la demonización del Estado y el señalamiento de las representaciones populares y progresistas como culpables de la crisis y de la necesidad del ajuste. Algunas puntas para empezar a analizar este nuevo fenómeno.
Sociólogo e integrante de la Escuela de Salud y Ambientalismo Popular

“Emboquen el tiro libre
Que los buenos volvieron
Y están rodando cine de terror”
Música para pastillas, Patricio Rey y sus redonditos de ricota

Una mirada global y en retrospectiva no debería sorprendernos sobre la llegada al gobierno argentino de una fuerza de ultraderecha. Hace años que esto viene sucediendo en diferentes países del mundo; en el caso de nuestro continente comenzó con el arribo de Donald Trump a la Casa Blanca en 2017. Incluso podemos situarnos más atrás, en 2009, con el golpe de Estado a Manuel Zelaya en Honduras para marcar el inicio del peligro real del avance de fuerzas antidemocráticas. 

En Argentina, el gobierno de Mauricio Macri en 2015 fue un punto de inflexión donde comenzaron a correrse hacia la derecha los límites de lo decible y lo posible. Así fueron ganando terreno a cielo abierto, y a la vista de todos, los cuestionamientos a ciertos consensos y representaciones que hasta hace poco eran inobjetables para muchos: el número de detenidos-desaparecidos, la lucha histórica de los organismos de derechos humanos, la necesidad de la presencia del Estado para solucionar los problemas de la gente, la creencia en la política como herramienta transformadora y la justicia social como solución a las crisis.

De manera paulatina, pero sin descanso, una derecha radicalizada comenzó a ocupar las calles durante la pandemia a la par que señalaban al confinamiento obligatorio como una política propia de un Estado autoritario. En paralelo, logró manejar la agenda del debate público al punto de ponernos a discutir la compra y venta de órganos y niños. Finalmente pudo instalar que la casta es la política del peronismo y de cualquier otra fuerza que tenga como horizonte una sociedad más justa y soberana, con presencia del Estado en la vida de la gente y que apele a salidas colectivas y no al individualismo que propone el mercado.

Todo esto se vió potenciado por un marco de pauperización de la vida para las mayorías populares, una problemática que desde la política no se resolvió durante la última década. Un período que incluye las experiencias decepcionantes para el electorado de los gobiernos de las que hasta hace poco eran las dos principales coaliciones del sistema político argentino.

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Pareciera que muchos compatriotas aceptan el camino del ajuste salvaje, casi como un sacrificio inevitable que hay que pasar bajo la promesa de un futuro mejor que deje atrás los últimos diez años de deterioro de sus condiciones de vida. Convencidos de que primero hay que saber sufrir para salir de la crisis, no importa si se trata del recetario de medidas que ya fracasaron en el pasado. Las consecuencias de los derechos que pueden llegar a perderse parecen estar en un segundo plano ante una realidad donde cada vez se trabaja más, en condiciones precarias y encima la plata no alcanza. Así se reedita, como en los años del primer gobierno macrista, la idea de la luz al final de un túnel mucho más oscuro y peligroso y con más llegada a una nueva mayoría en la que varios parecerían estar “dispuestos” a transitarlo con la esperanza en un futuro que revierta las penurias del presente.

Los representantes políticos de la casta más rancia volvieron reciclados, recargados e impunes. Y es necesario remarcar, como explicó el dirigente español Iñigo Errejón -fundador de Podemos, la fuerza que recuperó la idea de casta que retomó la ultraderecha argentina- que precisamente la verdadera casta no es el político sino los empresarios y grandes grupos económicos. 

¿Acaso alguien cree que algún diputado o senador de Argentina tiene más poder que Héctor Magnetto, el principal accionista de la corporación mediática más grande del país que se ha jactado de que “nadie resiste tres tapas de Clarín en contra”? Ahora bien, ¿A alguien de los que votó a Milei les interpela la pregunta anterior bajo este contexto de crisis y ausencia de alternativas populares? 

La realidad ya nos muestra, antes de la asunción presidencial, que la casta verdadera lejos está de tener miedo. Por el contrario, logró ganar la pulseada electoral con una versión extrema de la miseria planificada acompañada por el voto de una amplia mayoría mientras se señala como casta a su principal escollo: la política y sus representaciones sociales populares y progresistas. 

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Para empezar a entender este fenómeno del segundo tiempo radicalizado del ex presidente Macri al que nos enfrentamos -con los “libertarios” de colectora y quedando más expuestos al descontento social- se pueden señalar varias cuestiones para tener en cuenta y profundizar el análisis: 

1. La ayuda de las corporaciones mediáticas dando minutos de prime time, tapas, titulares y horas de entrevistas a personajes que hasta poco tiempo atrás habitaban la marginalidad como Javier Milei o los subsuelos de los sótanos de la democracia como Victoria Villarruel y los grupos negacionistas que justifican la dictadura genocida cívico militar. 

Ya en 2018, la consultora en auditoría y monitoreo Ejes de Comunicación, midió el tiempo de aire que tenían diferentes economistas en los medios: Milei salió primero con 235 entrevistas en un año y 193.547 segundos de aire.

En este sentido, otro punto que es necesario recuperar es la batalla cultural y la disputa de sentido dejada de lado hace tiempo. Después del primer gobierno de Macri no se volvió a poner en agenda la necesidad de democratizar la comunicación con una nueva ley de medios. 

Como señaló Álvaro García Linera, la década progresista latinoamericana tuvo entre sus debilidades la falta del acompañamiento de la redistribución de la riqueza e ingresos con politización social para disputar el sentido común. Una cuestión fundamental en todo proceso de cambio y ampliación de derechos para derrumbar el sentido meritocrático e individualista, porque como afirma el ex vicepresidente de Bolivia, toda lucha por un nuevo sentido común es también una lucha por la hegemonía. 

Aunque por momentos fingieron desmarcarse, lo cierto es que el fenómeno de Milei viene siendo patrocinado hace años por algunos de los principales grupos económicos del país. Techint fue el principal aportante en blanco de la campaña de La Libertad Avanza en el ballotage y antes el Grupo Eurnekian fue el que le abrió las puertas a los grandes medios. 

2. Un contexto mundial de ascenso de la ultraderecha. El avance de estas fuerzas, que ocurre hace años a nivel global, no sólo marca un clima de época sino que también va configurando una nueva subjetividad. Todo ascenso de una corriente política implica también la emergencia e irradiación de nuevos sentidos. 

A esto se podría sumar los efectos de la dinámica de las redes sociales en los vínculos y la forma de hacer política. Cómo ocurre en el territorio virtual, se dice en la arena política cualquier cosa sin consecuencias directas. A su vez el goce de la cancelación en las redes parece tener una afinidad electiva con algunas características de la ideología fascista que también señala Errejón como una ideología de “siervos” que se pueden sentir “señoritos” por un día cancelando, insultando y odiando al que está peor. 

3. Errores del campo popular y de la conducción del frente de gobierno saliente. Sin dudas comenzará un periodo de balances sobre lo actuado en estos años y de reacomodamientos en el campo nacional, popular, progresista y democrático. Cómo muchos ya vienen marcando, este gobierno de un peronismo unificado defraudó el mandato electoral que lo puso en la Casa Rosada en 2019. 

La gobernabilidad perdida en años de crisis interna en el frente oficialista provocó la pérdida de iniciativa política, liderazgo y cohesión necesaria para recuperar, después de la primera experiencia macrista, una orientación política progresista que brinde soluciones a los problemas de la gente. Particularmente la necesidad de revertir la precarización de la vida que afecta principalmente a los sectores populares que buscan un cambio político que mejore su condiciones de vida. 

De lo contrario ¿A quien podemos convencer de la necesidad de defender la movilidad social ascendente cuando hace tiempo está en franca extinción, y lo que hay es más de 40% de pobreza y trabajos informales y mal remunerados? ¿Qué futuro puede proyectar un pueblo ante esta realidad crítica que desde este gobierno se prometió revertir y no se hizo sino que, por el contrario, se empeoró tal como marcan los indicadores socioeconómicos?

A esto le podemos agregar el sobredimensionamiento de un pragmatismo posibilista y un culto a la moderación que, bajo la excusa de que se trata de la “realpolitik”, se impuso en la coalición gobernante. Desde estas posiciones se señaló al feminismo y sus demandas -hoy principal chivo expiatorio de la ultraderecha- como responsables de las derrotas electorales. 

La ruptura temprana de los principales socios del frente de gobierno (Alberto y Cristina) provocó que se termine buscando el auxilio del socio menor de 2019 y el más incómodo para las militancia y las bases: Sergio Massa, al que en definitiva se le debe reconocer haber evitado una debacle mayor. Defraudar las esperanzas depositadas por la población suele tener costos políticos muy grandes como los que estamos padeciendo actualmente, sobre todo después de una década de pérdida ininterrumpida del poder adquisitivo de los salarios.

A este último punto podría sumarse la desmovilización de gran parte del campo popular, en muchos casos por una bajada de línea directa de la propia Cristina, como sucedió con su intento de magnicidio y con el acuerdo inflacionario con el FMI que cerraron Alberto Fernández y el entonces titular de la cartera de Economía, Martín Guzmán. Algo en lo que tal vez todos fuimos demasiado obedientes. 

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Esto parece haberlo entendido hace tiempo la derecha. Como si hubiesen leído a Antonio Gramsci para aplicarlo en las antípodas ideológicas del revolucionario italiano que murió en la cárcel del fascismo de Mussolini, lograron avanzar en el terreno de las representaciones democráticas y progresistas instaladas hace tiempo. Desde el 2016, intelectuales orgánicos de este neofascismo local como Agustín Laje vienen publicando libros que lideran las ventas con planteos que van horadando consensos democráticos. De hecho, el último libro de este personaje se titula La batalla cultural: reflexiones críticas para una nueva derecha

Ante este panorama, ¿Hay un proceso de fascistización de una parte de la sociedad argentina? No. Es erróneo y apresurado realizar una afirmación de este tipo. La sociedad no se volvió de ultraderecha pero si una mayoría votó a Villarruel como vicepresidenta. Nada más ni nada menos, por ahora. En Brasil fue presidente Jair Bolsonaro, un ex militar que también defendía abiertamente la dictadura y la violencia pero que, sin embargo, no pudo renovar su mandato. Lo mismo sucedió en Estados Unidos con Trump. 

Lo cierto es que sin duda esta extrema derecha del siglo XXI es consecuente con sus objetivos e implacable con la crueldad. Los sectores nacionales, populares, democráticos y progresistas también deben ser implacables, pero con la política como herramienta para transformar la realidad con más democratización en la toma de decisiones, más derechos, libertad y justicia social.

En este sentido ser implacables significa no abandonar nunca un horizonte de radicalidad necesario para cambiar las condiciones de vida de la mayoría y construir un nuevo bloque histórico que recupere una pedagogía de la empatía con el otro, la solidaridad, los cuidados y lo comunitario contra está democratización de la crueldad que se nos impone.

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