Como ocurrió en la década del noventa del siglo pasado, Argentina vuelve a ser el caso de aplicación más dogmático y extremo del recetario neoliberal. Un laboratorio a cielo abierto que, tres décadas después, viene a poner en práctica una salida neoliberal autoritaria, con resultados inciertos, de la crisis del capitalismo en general y su vínculo con la democracia liberal representativa en particular; una relación que hace tiempo plantea un divorcio entre la partes como se manifiesta sintomáticamente con el advenimiento de las ultraderechas en distintas partes del mundo, y que a su vez, en el caso argentino, habilita la ofensiva antipopular más grande de los últimos 40 años.
Estableciendo un paralelismo entre la nueva etapa que se abrió a partir del 10 de diciembre último y el juego del ajedrez, el actual gobierno de Javier Milei es como los peones de una estrategia a todo o nada que las élites económicas y financieras, hasta el momento, no lograron llevar tan lejos en ningún otro país. Cabe recordar que en el juego del ajedrez el peón es la pieza menos poderosa y la única que no puede retroceder, solo ir para adelante. Por sí sola, es una pieza sin valor pero que tiene una capacidad única: si llega hasta el último casillero del rival, puede transformarse en todas las demás piezas, salvo en el rey.
El fenómeno “libertario” no es más que eso, un simple peón, básico y rudimentario, pero con mucha capacidad de daño y de transformarse en lo que sea necesario (salvo en el rey, el capital) para avanzar sin retroceder en el proyecto de país excluyente que pretende imponer el poder económico concentrado, el único favorecido por la megadevaluación, el megadecreto inconstitucional/corporativo y el proyecto de ley ómnibus: la tríada del shock que viene a destruir el país que conocemos y con ello muchos de nuestros derechos.
Una relación tóxica
La derecha y el capitalismo siempre tuvieron una relación instrumental con la democracia. En especial en Argentina donde históricamente las derechas solo fueron liberales en lo económico y sumamente conservadoras y retrógradas en lo político. Cuando la democracia no fue funcional a sus intereses la descartaron por vías autoritarias. Los ejemplos históricos en ese sentido abundan desde 1930 en adelante.
Ya en 2005 el geógrafo inglés, David Harvey, decía que los neoliberales ven a la democracia como “una amenaza potencial a los derechos individuales y a las libertades constitucionales”. Según este autor, para los teóricos del neoliberalismo la democracia “es un lujo” solo posible “bajo condiciones de relativa prosperidad” con una fuerte presencia de los sectores medios para asegurar la gobernabilidad. Por lo que esta corriente se inclina a gobiernos de élites con preferencia de gobernar “mediante decretos dictados por el poder ejecutivo”.
La judicialización de la política es hoy un arma que socava a este tipo de democracia liberal, representativa e imperfecta, y que muestra que el capital ya no marida tan bien con las instituciones republicanas. El lawfare -que la derecha repitió hasta el cansancio que no existe- es como un arma si nos remitimos al origen del término que fue acuñado por el general mayor Charles J. Dunlap, jefe de la Fuerza Aérea de los EE.UU., quién lo definió como el “uso del derecho como un arma de guerra”.
Este uso del derecho como arma política de disciplinamiento tiene efectos negativos sobre la vida cotidiana de las mayorías, porque son estos mismo actores, jueces y grandes medios, los que bloquean políticas e iniciativas tendientes a alcanzar mayores niveles de igualdad y por ende menos conflictividad y más paz social. Y es este mismo poder judicial envilecido quien hoy puede tener un rol clave en el experimento argentino para rechazar o aprobar (para lavar su pésima imagen) el mega decreto y la llamada Ley Ómnibus que buscan refundar una Argentina sin trabas legales y estatales para el mercado y las ganancias de los empresarios.
Hacer política como en las redes
Tuvo que ser necesario un proceso sostenido de degradación de la política, en tanto herramienta de transformación de la realidad, y del debate público de ideas, para llegar a esta situación que hoy se vive en Argentina. Hubo muchos factores que incidieron en este proceso, principalmente la falta de respuestas de la clase política a los problemas de la gente como así también la dinámica de las redes trasladada a la política donde gana el que grita y se enoja más. Debatir ideas y proyectos de país parece algo anacrónico que quedó en el baúl de los recuerdos del siglo XX.
Pero también hay una responsabilidad de las grandes corporaciones mediáticas en esta degradación de la política. Hace años que existe un constante bombardeo mediático de manifestaciones de odio e intolerancia hacía los pobres y excluidos que reciben ayuda social; y hacia todo tipo de expresión política y movilización favorable a los intereses populares y a la justicia social. Se ataca el sentido de lo público y se asimila la gestión de actores privados con la eficiencia y honestidad con el objetivo de hacer cuantiosos negocios con lo que es de todxs; y a la par lo estatal se presenta como ineficiente y una fuente de corrupción, atraso y gasto innecesario.
Expresados y fomentados por sectores de la derecha política, periodistas/operadores de los medios hegemónicos con mucha audiencia, empresarios que financiaron al fenómeno Milei (que también es una copia tardía de la derecha alternativa anglosajona) y figuras públicas de diversos ámbitos, estos discursos de odio y demonización fueron naturalizados y en algunos casos hasta subestimados. Hoy son moneda corriente y van configurando una pedagogía de la crueldad que para muchxs resulta una pesadilla intensa que no da respiro en esta guerra relámpago que este gobierno ultraderechista le declaró al pueblo, un verdadero Blitzkrieg empobrecedor.
Pero también fueron construyendo sentidos, subjetividades y prismas por los cuales algunos eligen leer la realidad y buscar chivos expiatorios de la crisis en los sectores excluidos que perciben planes sociales, en los trabajadorxs estatales, en los investigadorxs del Conicet, en las feministas y otros sectores que representan un gasto mínimo en el presupuesto nacional pero que, para este gobierno, simbolizan “la argentina del pasado”.
Este país que pretenden dejar atrás fue en los últimos 40 años un país democrático con muchas deudas acumuladas, sin duda alguna, pero que a pesar de ello todavía tiene una mayoría que cree en la política como herramienta transformadora; en la relevancia histórica de la lucha por los derechos humanos; en la importancia del Estado para solucionar problemas y asegurar derechos que el mercado vulnera, y en la defensa de lo colectivo y de la justicia social como salida a la crisis, entre otros consensos hoy cuestionados y puestos en duda.
Por eso hoy se demoniza y ataca principalmente a quienes defienden estas ideas, a los actores que simbolizan valores de empatía, solidaridad y justicia. Porque detrás del estigma “planero” hay, por ejemplo, miles de mujeres invisibilizadas que con el trabajo sociocomunitario que llevan adelante en las barriadas populares, donde el Estado no llega, se vuelven claves en su labor para mantener el tejido social que hoy la ultraderecha pro empresarial pretende destruir para enfrentarnos entre nosotros como en una guerra hobbesiana de todos contra todos.
La libertad de los propietarios contra la libertad en comunidad
“El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad”, repite como un mantra Javier Milei cada vez que la ocasión se lo permite. Una definición que hoy contrasta notablemente con el proyecto de violencia empobrecedora que Milei quiere aprobar rápidamente para favorecer a los más ricos y para aprovechar los primeros días de gracias que suelen tener todos los gobiernos que recién asumen el poder político. El respeto irrestricto resultó ser, como era de esperarse, al proyecto de vida del poder económico concentrado mientras que todo el resto de los argentinos y argentinas resultaron ser “la casta”, hoy amenazados en sus derechos y en su proyecto de una vida digna. Ahora bien, es necesario preguntarse ¿De qué libertad hablan cuando en medio de todo este ajuste salvaje dicen que todos seremos “más libres”?
La libertad de estos autodenominados “libertarios” parte de una concepción negativa que hace referencia a la libertad en tanto ausencia de obstáculos. Esta idea de la libertad llega hasta que aparece un escollo y generalmente este suele ser el Estado o cualquier colectivo que atente contra el ejercicio del individualismo extremo. En esta definición que sostienen los “libertarios” el otro aparece como un impedimento a la libertad, más si se encuentra asociado con otros. Esta libertad no se prolonga en los demás, al contrario, los otros aparecen como amenaza y posibles competidores.
Marx ponía en cuestión la reducción de la libertad a la propiedad burguesa que hacen los liberales con esta visión. Decía que se trata de un concepto de la libertad que se parece a la del propietario que ejerce su mero capricho y da rienda suelta a sus deseos irracionales hasta donde llegan sus dominios. Ejemplos actuales de este tipo abundan.
Por el contrario, para el padre del socialismo científico la libertad es la realización de todos y todas en comunidad donde la cooperación, la solidaridad y la empatía de unos con otros multiplica y potencia la libertad; una idea en la cual el otro es la continuación de mi libertad, no una traba, y donde se es libre en tanto los demás son libres. Y profundizando más este planteo, Marx creía que la verdadera libertad se encuentra más allá del trabajo y la necesidad, y que ésta sólo puede alcanzarse en comunidad y transformando radicalmente este sistema. Tal vez sea un buen comienzo, para revertir esta situación inhumana, volver a poner sobre la mesa algunas ideas de este proyecto libertario del marxismo.