Política May 7, 2022

Y en eso llegó Milei: discursos políticos en tiempos de crisis

La interna del Frente de Todos, la posición de Juntos por el Cambio y la emergencia de la “derecha de la derecha” se explica por varios factores. Uno de ellos es la claridad y eficacia con la que cada uno de esos espacios construye su propia narrativa.
Coordinador de Futura-Laboratorio de Ideas

Hay muchas formas de definir, concebir y ejercer la práctica política. Sin embargo, se puede partir de un acuerdo básico: más allá de los estilos y orientaciones, ningún proyecto político puede jugar un papel relevante sino es capaz de definir con claridad sus objetivos y de ofrecer un camino para realizarlos. Y algo más: que tanto una cosa como la otra también tienen que ser consideradas como lógicas y viables por sectores importantes de la sociedad. 

La teoría política y comunicacional de las últimas décadas hizo hincapié en que el populismo se caracteriza por producir una estructura básica que puede sintetizarse de la siguiente manera: la postulación de un mal, la definición de una vía para la redención y la ubicación de un liderazgo como guía esencial para alcanzarla. Más allá de los debates específicos en relación a los alcances de un planteo así -si se lleva al extremo, desde esta perspectiva casi todo dirigente político puede ser populista-  lo cierto es que ninguna experiencia política exitosa ha logrado consolidar y ampliar sus bases de apoyo durante un tiempo medianamente prolongado, sin establecer una demarcación discursiva que tenga cierto correlato en el plano de la acción. En otras palabras, no solo se trata de establecer metas y estrategias, sino también de visualizar un enemigo. Un enemigo que puede estar personalizado o sectorializado (los ricos, los pobres, los inmigrantes, el FMI) o que puede remitir a una época a la que no hay que volver. 

Lejos de tratarse de una cuestión meramente teórica, el modo en el que los discursos políticos construyen relatos acerca de los horizontes, los caminos y los adversarios a vencer constituye un nudo primordial para comprender cualquier coyuntura, pero más aún la coyuntura actual. Aunque este prisma está lejos de poder explicar todo lo que ocurre en el escenario político argentino, sí puede ser útil para pensar algunos de sus rasgos más determinantes.

De Maquiavelo al Kirchnerismo 

El Principe de Maquiavelo es sin dudas el manual de acción política más renombrado. Entre todas las claves de lectura posibles que existen para interpretar ese texto, una es el lugar que el autor le asigna a la política como enfrentamiento constante. La presencia de la figura de los enemigos es fundamental de principio a fin. A tal punto que una de las virtudes elementales –incluso imprescindibles– de un buen gobernante es caracterizar de un modo adecuado a sus adversarios. Según Maquiavelo, esa pericia es condición para “conducir los ejércitos, preparar un plan de batalla y atacar con ventaja”. Más allá del lenguaje bélico, de lo que se trata es de pensar adecuadamente la acción y el papel de la conducción. 

La democracia argentina, hija de la derrota estratégica de los años ´70 y de la ideología del fin de la historia, ha estado muy marcada por un tono conciliador y pluralista que pretendió moderar las expresiones del conflicto. No obstante, todos los proyectos políticos que durante un mayor o menor lapso de tiempo obtuvieron niveles de respaldo importantes e impusieron condiciones en la dinámica política se construyeron en oposición clara a otros actores, proyectos e imaginarios. 

Alfonsín tuvo su primavera (relativamente corta, pero primavera al fin) mientras que presentó la mejor opción para luchar contra la cultura autoritaria -que según su discurso abarcaba fuerzas políticas, sindicales y a la sociedad en su conjunto- y evitar la impunidad de la corporación militar. Menem, una vez en el poder, construyó su hegemonía cuando encarnó en su figura el proceso de modernización que iba a dejar atrás el “arcaico” modelo de una economía protegida y regulada y, más aún, cuando luego de controlar la inflación apareció como garante de la estabilidad ante el fantasma de la hiperinflación. 

Una década más tarde, el kirchnerismo basó su emergencia y consolidación en torno a dos grandes adversarios. En una primera etapa, “los noventa” fue una figura central para ubicar todos los males que había que enfrenar y el sendero que no había que volver a transitar. En un segundo momento, ese lugar fue ocupado por las corporaciones locales y el poder financiero transnacional. 

Hasta el macrismo, más allá y más acá de su experiencia de gobierno y de su concepción de la política en clave de administración del conflicto, es impensable sin su relato respecto de los males que convocó a enfrentar: el autoritarismo, la corrupción, la inseguridad. Y a su capacidad para presentarse como la mejor herramienta que la sociedad tenía para paliarlos.  

Desilusiones y emergencias

El escenario político actual muestra dos grandes fenómenos. De un lado, un Frente de Todos que, conteniendo a la gran mayoría del peronismo y de los movimientos sociales más dinámicos de la última etapa, está sumergido en la impotencia. Del otro lado, la emergencia de “una derecha de la derecha” que además de tensionar a Juntos por el Cambio, amenaza con constituirse en un actor político con peso específico. 

Esos fenómenos no se dan en el aire. Son parte de un marco más amplio caracterizado por los efectos objetivos y subjetivos de la prolongación en el tiempo del retroceso sufrido por los ingresos populares, por la incertidumbre que genera la inflación sostenida y por las consecuencias de la pandemia en la trama de la organización popular. Para resumirlo fácilmente, estamos ante un cuadro de frustración, desaliento y descontento generalizado producto de una situación que, más allá de sus picos y mesetas, ya lleva varios años. 

La pregunta es ¿cómo ese estado de cosas está siendo procesado discursivamente en las dos posiciones del campo político que son hoy más determinantes? 

Sobre el Frente de Todos (FDT) ya se ha dicho bastante, y quedan en evidencia que sus dificultades para construir una narrativa eficaz derivan de una crisis de estrategia y de proyecto. El FDT nació para intentar conciliar más que para confrontar, sin embargo a lo largo de estos años enunció algunos enfrentamientos selectivos. Desde los servicios de inteligencia -cosa que incluyó la intervención de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) desde un primer momento-, hasta la abortada reforma para terminar con las arbitrariedades en el Poder Judicial, pasando por las acusaciones a los empresarios al inicio de la pandemia, todo eso confluye en una línea de acción errática y, en general, sin resultados positivos. 

Afiches pegados en todo el país el 10 de diciembre de 2019, día de la asunción de Alberto Fernández como presidente

En su momento la estrategia de cordialidad definida para negociar con el FMI privó al Gobierno de un blanco polémico en el cual proyectar gran parte de las dificultades que tendría que afrontar, lo mismo con la inconsistencia de las críticas a la herencia macrista. Sea como sea, el tono general del discurso oficial -acorde a la estrategia inicial- se da el lujo de prescindir de un relato pedagógico que explique regularmente cómo es condicionado de un modo coordinado y sistemático por sectores del gran empresariado, la casta judicial, los medios de comunicación y la oposición de derecha. No se trata solo de una herramienta básica para ayudar a que su base social le de un sentido a la realidad, sino también para generar una narrativa que ayude a enfrentar dificultades, e incluso soportar derrotas en pos de logros que vendrán en un futuro próximo. Una herramienta que, de esta forma, también podría ayudar a fortalecer las posiciones propias en las instancias de negociación con los poderes corporativos. La foto actual del FDT suma a esa incapacidad la complejidad extra de que la confrontación se desplazó hacia el interior de la coalición.      

Del lado de las derechas el foco hay que ponerlo en el fenómeno Milei, no porque vaya a desplazar en el corto plazo a Juntos por el Cambio de su rol hegemónico en ese espectro político-ideológico, sino porque su expansión puede tener consecuencias importantes en la configuración del escenario político en su conjunto. Allí el panorama discursivo es el inverso. La eficacia de Milei se basa en cómo puede combinar, en un contexto marcado por la insatisfacción generalizada, su condición de outsider de la política con la idea de que la verdadera grieta es la que separa a la gente común de la casta política y el postulado respecto de que encarna una opción antisistema.       

Para evitar las reacciones epidérmicas, acá sirve distinguir el estilo MIlei del contenido de una propuesta política de estas características. Para decirlo sencillamente, el lenguaje y la gesticulación de Milei contacta con el contexto de insatisfacción generalizado. Su discurso se basa en una demarcación básica, propone a la figura de los políticos como origen de todos los problemas y pone en el horizonte una solución que pasa, básicamente, por la liberalización absoluta de la actividad económica. 

En una sociedad en la que desde hace mucho tiempo la movilidad ascendente es una perspectiva lejana para vastísimos sectores del pueblo trabajador, este discurso se apoya en viejos prejuicios -desde la presión tributaria excesiva hasta los efectos nocivos de los planes sociales- y en los valores del emprendedorismo para reforzar salidas hiperindividualistas. En suma, deja en las sombras toda la trama empresarial que explica el incremento actual de la desigualdad y postula una utopía liberal que en el fondo es más explotación.    

Lo peor que se puede hacer ante estos fenómenos es enojarse con la realidad. En un contexto como el actual, un caso como el de Milei no debería sorprender. Sobre todo si del otro lado de la divisoria de aguas no terminan de aparecer las respuestas simbólicas y materiales que la situación requiere. Los tiempos se aceleran y cada decisión cobra cada vez más relevancia.

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