Política Sep 3, 2022

Un arma cargada de pasado

El intento de magnicidio a Cristina puso a la democracia argentina en su momento más delicado desde 1983. Las responsabilidades y el cinismo de los sectores que fomentan la violencia política y la necesidad de ponerles un freno.
Imagen tomada por las cámaras de la Televisión Pública

Se dice que en la Argentina no se admite más la violencia política, pero desde un tiempo a esta parte ese límite ya se traspasó. Lo que sucedió con Cristina Fernández demuestra que la vara de lo tolerable en nuestra democracia se fue corriendo hacia el autoritarismo y la violencia mucho antes del fallido intento de matarla. El constante bombardeo de manifestaciones públicas de odio e intolerancia que demonizan a la vicepresidenta, al kirchnerismo, a los pobres y excluidos que reciben ayuda social, y a todo tipo de expresión política y movilización favorable a los intereses populares son una demostración de que hubo un desplazamiento hacia la derecha de lo decible y posible. Algo impensado hace no muchos años atrás donde nadie hubiese imaginado un intento de asesinato a una figura política de ese calibre, como tampoco que la venta de órganos o la libre portación de armas fueran parte de la agenda pública.

Expresados y fomentados por sectores de la derecha política, periodistas de los medios hegemónicos, empresarios que financian copias locales de la derecha alternativa anglosajona y figuras públicas de diversos ámbitos, los discursos de odio fueron naturalizados y en algunos casos hasta subestimados. Pero también fueron construyendo sentidos, subjetividades y prismas por los cuales algunos eligen leer la realidad y buscar chivos expiatorios de la crisis que estamos padeciendo.

La democracia en peligro 

Los 39 años que pasaron desde el regreso de la democracia consolidaron un consenso para no volver al pasado más oscuro del país. No obstante, este acuerdo fundante hoy se encuentra en estado de coma. Los discursos de odio debilitan las democracias y abren una caja de pandora de consecuencias imprevisibles como la que acabamos de vivir con horror y espanto. 

Ya no hace falta movilizar grandes estructuras para cometer un magnicidio, basta un individuo con un arma cargada. Es la banalidad del odio en su máxima expresión, la construcción cotidiana de microfascismos y sus efectos. 

El reciente intento de asesinato contra la vicepresidenta de la nación es una consecuencia directa de la propagación de estos discursos cargados de intolerancia. No se trata de un hecho aislado protagonizado por un desequilibrado sino de un verdadero atentado a la democracia argentina que requiere un punto de quiebre para avanzar en la institucionalización de un cordón sanitario que actúe como un freno al avance del neofascismo que pone en peligro la paz social a nivel mundial.

El uso político de los discursos de odio

Hace un tiempo que sectores de la clases dominantes y la derecha comenzaron a prefigurar a nivel global el futuro que pretenden despertando las pasiones tristes que anidan entre nosotros: el racismo, la xenofobia, la homofobia y la misoginia, entre otras. Un hito en esta avanzada fue la llegada de Donald Trump a la presidencia de EE.UU. cuyo fin de mandato terminó en un hecho de violencia, muerte y gravedad institucional inédito, la toma del Capitolio por parte de sus seguidores. La alt right norteamericana que irrumpió con Trump es molde de experimentos locales como Javier Milei o Viviana Canosa que buscan radicalizar a la derecha.

Los discursos de odio tienen una dimensión performativa que busca producir efectos. Son enunciados dirigidos a transformar un estado de cosas. Por eso, que legisladores elegidos por el voto popular declaren “son ellos o nosotros”, pidan la pena de muerte para Cristina o pongan en duda el atentado que sufrió no son palabras desligadas de lo que pasó: generan condiciones de posibilidad para el pasaje de la violencia simbólica a la material.

¿Donde encuentran terreno fértil las pasiones tristes? En el odio al empoderamiento de los sectores populares, en el miedo a perder privilegios de sectores acomodados que en Argentina no dudan en colgar bolsas mortuorias o pasear guillotinas por Plaza de Mayo, como en el pasado no vacilaron en festejar los bombardeos que asesinaron a más de 300 compatriotas.

Pero también los altos niveles de pobreza e indigencia, la precarización laboral que afecta a la mayor parte de la clase trabajadora formal e informal, la desigualdad social endémica con ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres, la violencia institucional y la deuda histórica con los pueblos originarios, son algunos de los grandes problemas que las democracias liberales representativas no pudieron resolver en esta parte del mundo y que también pueden ser un terreno de adhesiones a salidas violentas y autoritarias. 

Un escenario hostil que se fue prefigurando

“Resuelvan su interna de otra manera entre los halcones y las palomas pero no a costa del funcionamiento de la democracia”, escribió Cristina en un comunicado publicado en su sitio web. Lo hizo luego de la decisión del Jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, de cercar con vallas los alrededores de su casa de Recoleta para impedir las manifestaciones de apoyo y solidaridad de militantes y simpatizantes que tuvieron lugar todos los días una vez conocido el pedido de condena del fiscal Diego Luciani.

A pesar de que en primera instancia la halconización de Larreta se leyó como un “error”, en realidad lo que terminó pasando en Recoleta es lo que el mandatario porteño fue a buscar: no perder lugar en una disputa electoral que lo estaba dejando afuera. Para lograr este objetivo no tuvo ningún escrúpulo en exhibir mano dura para disciplinar los anhelos de justicia social de una parte significativa de la sociedad, hoy depositados en la figura de la vicepresidenta. 

Represión de la Policía de la Ciudad frente a la casa de Cristina Fernández, 27 de agosto de 2022

Esta actitud irresponsable de Larreta, que también le cabe a todo Juntos por el Cambio en su interna de cara al 2023, fomenta un clima hostil con el agravante de ser provocado por el mandatario del distrito más rico del país y por la principal fuerza política opositora de derecha. Cabe recordar que Patricia Bullrich cuando fue ministra de Seguridad de la Nación alentó la libre portación de armas: “El que quiere andar armado, que ande armado”, dijo en aquel entonces. La actual presidenta del PRO a horas del ataque a Cristina y sin manifestar un enérgico repudio a lo sucedido intentó sacar rédito político tergiversando el discurso que el presidente Alberto Fernández dió por cadena nacional. 

A su vez, el contexto regional también se vió sacudido últimamente por una escalada de violencia política. En julio pasado un militante del presidente brasileño Jair Bolsonaro y policía penitenciario asesinó a tiros en Foz de Iguazú a Marcelo Arruda, militante del Partido de los Trabajadores (PT) y candidato a vice alcalde en las elecciones de 2020. Recientemente, Simón Boric, hermano del presidente de Chile, sufrió una golpiza en manos de 10 personas en las afueras de la casa central de la Universidad de Chile, lugar donde trabaja como jefe de prensa. Esta agresión ocurrió a días del plebiscito de este domingo donde las y los chilenos decidirán si aprueban o rechazan la propuesta constitucional que busca enterrar definitivamente la herencia pinochetista. 

El lawfare también es violencia

En Latinoamérica esta estrategia basada en la articulación del poder  mediático y judicial para perseguir y proscribir dirigentes y gobiernos populares sobre la base de mentiras, hace rato que vino a suplantar a los golpes militares del pasado. En Argentina tuvo su llegada y apogeo durante la presidencia de Mauricio Macri, espionaje ilegal de por medio. Son años de hechos que debilitan la democracia que supimos conseguir y que hoy llegaron a un punto cúlmine con el ataque a Cristina.

La persecución judicial a la ex presidenta, se inscribe en esta ofensiva reaccionaria a nivel regional que a la vez tiene un antecedente local, lamentablemente exitoso, con la persecución antidemocrática del gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, a Milagro Sala, presa política hace ya 6 años. Una situación con la que también nos acostumbramos a convivir.

La intención que se persigue en todos los casos es acabar con cualquier pretensión de una distribución equitativa de los ingresos y la riqueza, de alcanzar mayores márgenes de soberanía política, económica y de integración regional autónoma. Es el eterno retorno de la utopía regresiva, violenta e histórica de una clase dominante y minoritaria que detesta la democracia y nunca toleró el sentido igualitarista que persiste en una sociedad como la argentina que tuvo décadas y décadas de movilidad social ascendente,  ampliación de derechos y altos niveles de sindicalización. 

Esta estrategia de persecución tiene siempre como objetivo implementar una agenda en favor de los sectores concentrados del capital. En Argentina, es el famoso “círculo rojo” de los principales grupos patronales que con sus representantes políticos y judiciales buscan imponer una devaluación del peso, desregular la economía, pagar menos impuestos y avanzar contra los derechos sociales, laborales y previsionales a través de reformas estructurales. Todas medidas en perjuicio de la calidad de vida de la mayoría de la población impuesta por una minoría que nadie eligió. Esto también es violencia.

Son estos actores los que a su vez avalan los discursos de odio aunque ahora se muestran cínicamente espantados por lo que acaba de ocurrir con la vicepresidenta de la nación. La convivencia democrática necesita una respuesta institucional que actúe como un límite para estos sectores que cuando la democracia no es funcional a sus intereses, no vacilan en descartarla por vías autoritarias. Ya lo hicieron en el pasado, cuando acrecentaron o crearon sus fortunas con la dictadura genocida.

La salida es con más democracia 

El intento de magnicidio a Cristina nos obliga como sociedad a profundizar los consensos alcanzados con una mayor democratización en la toma de decisiones, en el control popular de los recursos naturales, de las fuerzas de seguridad, de los poderes del Estado y de la democratización de la comunicación. En definitiva, urge avanzar en mayores niveles de participación de la sociedad a través de nuevas formas democráticas posneoliberales.

Decisiones que afectan la vida de millones se toman hoy entre cuatro paredes y en muchas ocasiones los representantes en los parlamentos no cumplen con el mandato social que los llevó a ocupar una banca. Está realidad socava los fundamentos de este tipo de democracia representativa en las subjetividades de muchos. El capital leyó está situación y aprovechó para ensayar salidas reaccionarias con el fin de restringir aún más la capacidad de influir y decidir de las grandes mayorías.

Estas situaciones profundizan la crisis de la democracia liberal y representativa y a la vez demandan la necesidad de encontrar una salida con más democracia, con más derechos, con más justicia social y no con más violencia y autoritarismo. Pero también con firmeza y sin concesiones posibilistas en nombre de la correlación de fuerzas ante una derecha cada vez más radicalizada y que corre cada vez más los límites.

Como sostiene Álvaro García Linera, estamos en momentos de horizontes minimalistas o estancados, donde el neoliberalismo no logra, con su versión autoritaria, superar sus propias contradicciones para extenderse nuevamente y donde los diversos progresismos no han logrado consolidarse hegemónicamente. Son tiempos de crisis y caos. Pero como él mismo señala, la sociedad no puede vivir permanentemente en la indefinición de horizontes. 

Por eso, para construir un futuro libre de violencia es necesario volver a reconstruir los consensos democráticos que rehabiliten una convivencia pacífica. No alcanza con pedidos de desafueros o con sacar de los medios a personajes violentos, se necesitan políticas públicas para frenar el odio y para resolver las deudas sociales y económicas porque la mejor manera de fortalecer la democracia es con más justicia social.

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