Política Dic 10, 2022

“Democracia” corporativa o democracia popular

A poco de cumplir cuatro décadas del regreso de la democracia, el lawfare que proscribe a Cristina Kirchner pone como tarea ineludible defenderla de las corporaciones y a la vez plantea el debate sobre los mejores caminos para hacerlo.

La condena a 6 años de prisión y la inhabilitación para ejercer cargos públicos a perpetuidad contra la vicepresidenta, dos veces ex mandataria y figura central de la política argentina, Cristina Fernández de Kirchner, es otro capítulo autoritario del golpismo del siglo XXI en América Latina. Un proceso que comenzó en 2009 con el secuestro, detención y expulsión del presidente hondureño democráticamente electo, Manuel Zelaya, por su acercamiento a los gobiernos progresistas y de izquierda de la región.

Este fallo anunciado, más el intento de asesinato contra la dirigenta en septiembre pasado, dejó en evidencia que la democracia se encuentra degradada y a merced de los intereses de grupos minoritarios, poderosos e impunes que en nombre de “la república” y “la libertad” socavan sus cimientos 

No obstante, esta sentencia reafirma y refuerza la centralidad política de Cristina. En el pasado la proscripción al peronismo terminó radicalizando la lucha por izquierda, algo que no necesariamente tiene que volver a suceder, porque la historia no es una repetición del pasado y nos encontramos en otra Argentina y otro mundo. Pero sí se puede afirmar que el objetivo de esta farsa jurídica de quitar del medio a la figura política que representa a las mayorías populares del país, es ya un fracaso de antemano, tal como sucedió durante 18 años con Juan Domingo Perón.

Mafias, lawfare y desigualdad

“Mafia judicial y Estado paralelo” graficó la vicepresidenta para dar cuenta de forma clara y sencilla esta estrategia que es parte de una ofensiva antipopular y autoritaria que ya lleva una década intentando poner a la región bajo sus designios. Ya lo había advertido en 2020 al realizar un balance del primer año de gestión del Frente de Todes (FdT) cuando dejó en evidencia el carácter antidemocrático de un poder judicial “que es ejercido por un puñado de funcionarios vitalicios que toleraron o protegieron la violación permanente de la Constitución y las leyes, y que tienen, además, en sus manos el ejercicio de la arbitrariedad a gusto y piacere, sin dar explicaciones a nadie ni estar sometidos a control alguno”. 

No está de más recordar que esta estrategia de uso del derecho como arma política de disciplinamiento tiene efectos negativos sobre la vida cotidiana de las mayorías, porque son estos mismo actores, jueces y grandes medios, los que bloquean políticas e iniciativas tendientes a alcanzar mayores niveles de igualdad y por ende menos conflictividad y más paz social. Y no es una exageración decir que el lawfare -que la derecha repitió hasta el cansancio que no existe- es como un arma si nos remitimos al origen del término que fue acuñado por el general mayor Charles J. Dunlap, jefe de la Fuerza Aérea de los EE.UU., quién lo definió como el “uso del derecho como un arma de guerra”.

En paralelo a este escenario, se le suma el escándalo del viaje a Lago Escondido -propiedad de Joe Lewis, magnate británico y amigo del ex presidente Mauricio Macri- pagado por el Grupo Clarín y que dejó al desnudo cómo opera esta mafia judicial, política y mediática. En los chats que salieron a la luz, se evidencian una serie de delitos que involucran al juez Julián Ercolini, el mismo que instruyó la causa armada por la cual condenaron a Cristina. 

En las mismas comunicaciones también está involucrado Jorge Rendo, el segundo de Héctor Magnetto -principal propietario de Clarín-, el ministro de Seguridad de Horacio Rodríguez Larreta, Marcelo D’Alessandro, y el jefe de fiscales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Juan Bautista Mahiques, que hace 15 años gobierna el macrismo, más empresarios ligados a los servicios de inteligencia.   

Por todo esto, se vuelve una tarea de primer orden para el movimiento nacional, popular y progresista la defensa y construcción de una democracia popular posneoliberal. Más aún ante la crisis de la globalización neoliberal como proyecto civilizatorio donde la respuesta de sus defensores se vuelve cada vez más violenta. El punto es cómo construir los anticuerpos suficientes para neutralizar las estrategias autoritarias del capital.

Democratización con movilización 

No es una novedad que la derecha y el capital concentrado tengan una relación instrumental con la democracia. Cuando esta no fue funcional a sus intereses la descartaron por vías autoritarias. Los ejemplos históricos en ese sentido abundan. La judicialización de la política es hoy un arma que socava a este tipo de democracia liberal, representativa e imperfecta, y que no encuentra límites a la hora de imponer sus intereses. Cristina y Lula, más recientemente, son claros exponentes de cómo opera el lawfare para perseguir a dirigentes populares que intentan achicar los márgenes de desigualdad e incluso a gobiernos progresistas más moderados y con más contradicciones a su interior.

Esta etapa que se abre con la condena a la vicepresidenta pone en tensión, dentro del frente de gobierno y el campo popular, una mirada más institucionalista del conflicto contra otra que pone el énfasis en la movilización social y en la ocupación de la calle, un ámbito de producción política clave en la historia argentina. La primera buscando volver a “un capitalismo con rostro humano” y la segunda señalando las limitaciones de esa estrategia y reclamando transformaciones estructurales que complementen dialécticamente lo institucional y la movilización bajo un proyecto de país que recupere y brinde densidad social, política y cultural a la democracia que hace cuatro décadas supimos conseguir. Hasta el momento, como pudo verse el pasado 6 de diciembre, viene ganando el institucionalismo sin convocar masivamente a la calle.

Justamente, hace casi 40 años, un 10 de diciembre de 1983, Raúl Alfonsín pronunció un eslogan que quedaría en la memoria de todos y todas: “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Cuatro décadas después parecen ser más los desencantos que las ilusiones que despierta aquella frase. El acceso al alimento, la salud, la educación y otros derechos que el Estado debería garantizar siguen siendo un terreno de disputa cotidiana contra visiones, que aun dentro del FDT mercantilizan cuestiones que son prioritarias para las vidas de las grandes mayorías, alejándonos de la justicia social.

No obstante, todos estos años se había consolidado un pacto democrático para no volver a las épocas más oscuras del país. Un acuerdo que hoy se revela imperioso profundizar con una democracia popular que logre mayores niveles de democratización en la toma de decisiones, en el control popular de los recursos naturales, de las fuerzas de seguridad, de los poderes del Estado y particularmente la comunicación. 

Una democracia que también priorice la defensa de las mínimas condiciones de reproducción de la vida (como el acceso al agua y a los alimentos sanos) ante las salidas neofascistas y frente a la captura mercantilizadora de la totalidad de los ámbitos, incluidos el goce o el futuro. Para ello son necesarias otras medidas estructurales que afecten intereses concentrados, como una reforma judicial con perspectiva de género y una reforma impositiva en un sentido progresivo. 

La realidad de esta etapa histórica demuestra cada vez con más claridad que ya no es posible el viejo anhelo de Néstor Kirchner de que el sistema político argentino alterne entre un bloque de centro derecha y otro de centro izquierda. Por el contrario, como señala el sociólogo Ezequiel Adamovsky, el sistema político argentino “se parece cada vez más a los de los países ‘normales’, en los que la oferta electoral se resuelve entre un partido de derecha y uno, en el mejor de los casos, de centro”. 

No obstante, esos otros países no han conocido la fuerza de la organización popular, esa que supo tomar las calles cada vez que intentaron meterse con sus derechos, esa que peleó durante cuatro años contra los intentos de ajuste macrista y que supo combinar la lucha callejera con el armado de un frente que de forma democrática y en las urnas le pusiera fin al intento de la derecha de seguir arruinando al país. No es una fórmula mágica, es una que conocemos y que funciona cada vez que apostamos al pueblo y no a ceder ante las corporaciones y los poderes fácticos. 

El rol clave de la disputa de sentido 

Como sostiene Álvaro García Linera, estamos en momentos de horizontes minimalistas o estancados, donde el neoliberalismo no logra, con su versión autoritaria, superar sus propias contradicciones para extenderse nuevamente y donde los diversos progresismos no han podido consolidarse hegemónicamente. Son tiempos de crisis y caos. Pero como él mismo señala, la sociedad no puede vivir permanentemente en la indefinición de horizontes. 

Ahora bien, la pregunta es cómo volver a poner al país y a la región en un horizonte igualitario, progresista y construir formas posneoliberales de producir y distribuir riqueza. El pasado reciente deja algunas lecciones al respecto, sobre todo la experiencia del golpe en Brasil que marca que los intentos de imponer al pueblo una proscripción a sus elecciones no tiene los resultados que la derecha espera. Sin embargo, tenemos que tener cuidado de sostener que ese caso demuestra que no pudieron, porque el costo de los cuatro años de Jair Bolsonaro tuvo consecuencias tremendas para las grandes mayorías. Por eso es necesario que la organización popular vuelva a frenar a la derecha en las urnas en 2023, para demostrar que sus intentos de gobernar mediante el poder judicial no tienen lugar en Argentina. 

A su vez, como señaló Linera, la década progresista latinoamericana tuvo entre sus debilidades la falta del acompañamiento de la redistribución de la riqueza e ingresos con politización social para disputar el sentido común. Una cuestión fundamental en todo proceso de cambio y ampliación de derechos para derrumbar el sentido meritocrático e individualista, porque como afirma el ex vicepresidente de Bolivia, toda lucha por un nuevo sentido común es también una lucha por la hegemonía. Y esto también resulta clave, porque toda derrota política implica una derrota cultural e ideológica previa.

En este sentido, es muy claro el dirigente español y referente de Podemos, Pablo Iglesias, cuando dice que “quien renuncia a ese combate ideológico en nombre de la transversalidad y el nombre del centro, en realidad lo que está haciendo es entregar terreno”. Esto no debe traducirse en cerrar filas con el núcleo duro propio o de tildar de “funcional a la derecha” cualquier planteo crítico o debate al interior del bloque nacional y popular, algo que en el pasado trajo bastantes problemas al kirchnerismo. Mucho menos que en nombre de la correlación de fuerzas se traicione el mandato de las urnas como con algunos sectores del FdT. 

Se trata de no ceder terreno en la disputa ideológica ampliando hegemonía con la incorporación de otros sectores, pero sin perder el núcleo popular, ese que en última instancia, como también dice Linera, “son los que dan la batalla por ti”. 

La experiencia histórica demuestra que los gobiernos y procesos que mejor resistieron los embates del capital fueron los que se apoyaron en las organizaciones populares, en una sociedad movilizada y fomentaron el empoderamiento del pueblo. Ese pueblo movilizado y consciente de que los derechos son conquistas colectivas ya demostró ser el mejor anticuerpo contra las derechas y los proyectos de hambre y muerte. 

En definitiva, será la correlación de fuerzas que podamos construir, sin posibilismos y concesiones, la que terminará definiendo si los de arriba o los de abajo marcarán el rumbo de los próximos años de nuestra historia. 

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