“Algunos se irritarán de la franqueza con que hablo, pero ¿hasta cuándo alucinar a los pueblos con declamaciones vacías de sentido y con esperanzas tan seductoras como falsas? […] Este escrito, sea cual fuese su mérito, vivirá más que yo; y cuando las pasiones contemporáneas hayan callado en la tumba, espero que se hará justicia a mis intenciones: ellas son las de un americano, las de un hombre que no es nuevo en la revolución y que ha pasado por todas las alternativas de la fortuna en el espacio de catorce años”
Bernardo de Monteagudo
¿Quién fue Monteagudo? Fue el joven que se unió a la Revolución de Mayo en Chuquisaca, el que cayó preso, el que se escapó.
Fue el joven que se puso al servicio de quien sería su gran amigo Juan José Castelli. El que se trasladó al norte y desde allí puso el cuerpo en la derrota. Fue su abogado y su apoyo en la adversidad.
La mano derecha de San Martín y de Bolívar. La pluma que redactó proclamas y acuerdos.
Fue la vida que se desangró en el empedrado limeño cuando el filo traidor la atravesó.
Castelli y Monteagudo han sido la voz y la pluma de la Revolución.
Sus palabras fueron fundadoras de la historia argentina e hispanoamericana. Dijeron y escribieron lo que pocos se atrevían a oír y leer.
Podemos cumplir con las formalidades biográficas y decir que Bernardo José de Monteagudo nació el 20 de agosto de 1789 en Tucumán. Hijo de Catalina Cáceres y Miguel de Monteagudo, español de Cuenca, dueño de una cantina en Tucumán donde se instaló tras formar parte de la expedición de reconquista de Colonia de Sacramento.
En la documentación de la época, incluso en la amenaza recibida el día de su asesinato, se lo menciona como mulato o zambo. Sin embargo, los retratos mostraban otra realidad, facilitando a la historiografía la posibilidad de negar que Monteagudo fuera negro.
El origen de la confusión viene de cuando Mariano Pelliza en 1880, para ilustrar su biografía de Monteagudo, mandó a realizar un retrato indicando los rasgos que consideraba sobresalientes. Había llegado a sus oídos la información de que era parecido a Bernardo Vera y Pintado, y así se lo indicó al pintor Henry Stein.
Décadas después Manuel Lizondo Borda, otro historiador, halló un retrato propiedad del mismísimo Monteagudo. En esta pintura se observaba a un hombre de frente ancha, fosas nasales dilatadas, labios gruesos y una indiscutible piel morena.
Bernardo fue el único sobreviviente de once hermanos, todos fallecidos a poco de nacer, y tras la muerte de su madre quedó al cuidado de un tío sacerdote que lo llevó a vivir a Chuquisaca, una de las ciudades más importantes del Virreinato del Río de la Plata, de cuya prestigiosa universidad egresó como abogado.
En esa ciudad recibió la noticia de la caída del rey Fernando VII en manos de Napoleón y de la creación de la Junta de Sevilla. Pero la Real Audiencia de Charcas no aceptó a este órgano rector que se arrogaba el poder en nombre del rey cautivo. La llamada Revolución de Chuquisaca lleva la firma del joven Bernardo de Monteagudo que con veinte años publicó lo que se considera la primera proclama independentista: “Hasta aquí hemos tolerado esta especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria, hemos visto con indiferencia por más de tres siglos inmolada nuestra primitiva libertad al despotismo y tiranía de un usurpador injusto.”
Fue arrestado y condenado a muerte. Escapó y se dirigió hacia Potosí a reunirse con las tropas de Castelli para ponerse a su servicio. Formó parte de la Revolución de Mayo, y redactó junto a Castelli la memorable proclama de Tiahuanaco donde, exactamente a un año del Cabildo Abierto, les hablaban a los indígenas de igual a igual. Los reconocían como hombres libres, con derechos y obligaciones. Los llamaban hombres.
La mayoría de los escritos y documentos de la Revolución de Mayo provienen de su mano. La misma mano que sostenía la pluma sostuvo también el fusil para ajusticiar a aquellos que estaban contra la revolución.
Fue acusado de sanguinario y cruel, sus crímenes lo persiguieron toda la vida, condenándolo a muerte en varias oportunidades.
Monteagudo fue para Castelli su secretario, su abogado, su voz. En el infame juicio a Castelli recusó y debatió cada denuncia y blasfemia en contra de su amigo. Y cuando el cáncer en la lengua lo enmudeció, prestó su propia garganta para que las palabras de su amigo atravesaran el silencio.
Estuvo a su lado hasta el final, apretujando entre sus manos aquel papel en el que Castelli le escribió como despedida: “Si ves al futuro dile que no venga”.
Bernardo no esperó que el futuro viniera sino que fue hacia él. Se unió al Ejército de los Andes y se le adjudica la redacción del Acta de la Independencia de Chile. Allí trabó amistad con Bernardo O’Higgins y profundizó su relación con San Martín, hasta que la derrota de Cancha Rayada los distanció.
Tras un confinamiento en San Luis volvió a unirse a San Martín en el ejército en Perú, donde tras declararse la independencia se convirtió en la mano derecha del general, como ministro de Guerra, Marina, Gobierno y Relaciones Exteriores.
A cargo de las decisiones de gobierno llevó adelante las mismas medidas que lo habían hecho popular en el Alto Perú y en Buenos Aires: abolió la mita (sistema de trabajo forzado), decretó la libertad de vientres, creó la Biblioteca Nacional de Perú y una escuela Normal para la formación de maestros. En 1822 junto a San Martín fundó la Sociedad Patriótica de Lima.
A causa de sus propios crímenes fue nuevamente condenado a pena de muerte por lo que partió hacia un exilio forzado a Panamá. Allí decidió contactar a Simón Bolívar y ofrecerle sus servicios. Venció su sentencia, una vez más, y se unió a Bolívar en Ecuador para formar parte del nuevo gobierno tras declararse la independencia en 1823.
Monteagudo comenzó a gestar la idea de un concepto americanista de la independencia. La idea de que toda Hispanoamérica debía ser una sola nación. Fue su pluma la que redactó estudios y ensayos sobre la necesidad de unificar el territorio y conformar una patria grande, idea que sería continuada por el libertador venezolano.
Y justamente de la mano de Bolívar y como coronel de su ejército peleó las batallas de Junín y Ayacucho que consagrarían la independencia del Perú.
Pero Monteagudo conservaba muchos enemigos en Lima, su proscripción estaba vigente y los viejos rencores cobrarían la forma de un brilloso puñal que acabaría con su vida el 28 de enero de 1825.
“Zambo Monteagudo, de esta no te desquitás”, anunciaba una esquela anónima que había recibido ese verano.
Camino a un encuentro con su amiga y amante Juanita Salguero fue interceptado por dos mulatos que lo apuñalaron varias veces y salieron corriendo. El tercer mulato, Monteagudo, se desangró de rodillas sobre el empedrado.
Mariano Billinghurst lo encontró y lo arrastró hasta el Convento de San Juan de Dios, donde junto a dos frailes intentaron curarlo y detener la hemorragia que ya se había llevado su vida. El puñal había destrozado su corazón.
Bolívar juró vengarlo, hubo redadas y solamente se detuvo a los sicarios, dos criados que habían afilado esa cuchilla en una barbería la tarde del crimen. Pero nunca se aclararon los motivos del asesinato, ni quién dio la orden. Todo apuntaba a Sánchez Carrión, ministro de Gobierno y enemigo histórico de Monteagudo. El criado lo había confesado y hasta el propio Sánchez Carrión se ufanaba de ello, pero era un precio político muy alto para Bolívar acusar del asesinato a uno de sus funcionarios.
Su cuerpo muerto tuvo en suerte un destino inquieto como el que tuvo en vida. Fue enterrado en el mismo Convento hasta su demolición en 1848. Entonces ocupó un nicho en el cementerio local hasta 1917, cuando una gestión del gobierno argentino repatrió sus restos a su país de origen.
Llegó a Buenos Aires a bordo de la Fragata Sarmiento en 1918 e inmediatamente se le efectuó una necropsia para cotejar la identidad. Curiosamente, en el procedimiento del traslado de Lima a Buenos Aires se hizo exactamente lo mismo, con lo cual no era necesario repetirlo al llegar. El perito Francisco Moreno fue el encargado de llevarle tranquilidad a la historia oficial argentina al declarar que no había pruebas de mezcla de sangre africana. Oficialmente el mulato era blanco.
El retrato hallado en 1943 por Manuel Lizondo Borda sacudió el polvo de la historia. Nunca sabremos si el cuerpo examinado era el de Monteagudo o si se adulteró deliberadamente el informe de la necropsia para desterrar la versión del Monteagudo negro.
Después de muchos años, la provincia de Tucumán y en el marco del bicentenario de la declaración de la Independencia, comenzó las gestiones para devolverlo a su tierra natal.
El 29 de junio de 2016 la ciudad de San Miguel de Tucumán recibió con honores los restos de su hijo pródigo. Aquel sobreviviente de diez hermanos muertos, ese mulato débil y enfermo, sobreprotegido, que había abandonado su provincia para irse a estudiar sin regresar nunca.
Tras una vida agitada que lo había hecho conocer la gloria, el destierro, los honores y las traiciones. Sometido a vejaciones tanto en su vida como en su muerte, los restos de Bernardo de Monteagudo por fin descansaban en paz en el Cementerio del Oeste en Tucumán.
El mulato finalmente había vuelto a su casa.