La carrera por la sustitución de energías fósiles -contaminantes y en proceso de agotamiento como el carbón, gas y petróleo- por energías limpias y renovables para mitigar los efectos de la crisis climática plantean diversos problemas políticos y desafíos para los movimientos sociales y organizaciones políticas progresistas y de izquierda que bregan por un ambientalismo popular. Es que la transición energética hacía sociedades posfósiles ya es un hecho en pleno desarrollo, marcado por los tiempos y las agendas de los países más ricos del norte global con un perfil corporativo y mercantil.
En el caso latinoamericano se corre el riesgo de caer en un neodependentismo económico y tecnológico y de convertir a la región en depositaria de los pasivos socioambientales de la descarbonización del norte global. Este peligro de profundizar asimetrías y desigualdades existentes (y agravadas por la pandemia de Covid-19) ya está ocurriendo en los países periféricos. Pero al mismo tiempo estamos ante una oportunidad para plantear una crítica radical de los patrones civilizatorios del capitalismo y comenzar a construir colectivamente alternativas sistémicas para superar esta crisis socioecológica.
En este momento crítico -donde está en disputa con las derechas autoritarias, xenófobas, misóginas y negacionistas el futuro de las décadas por venir- es fundamental proponer un nuevo paradigma de desarrollo que logre articular justicia social y justicia ambiental para no dejar fuera a las mayorías populares. De lo contrario el resultado final sería una mayor profundización de las desigualdades. Por eso la transformación social y ambiental debe ir más allá de los límites del capitalismo neoliberal en crisis y sus supuestas “soluciones verdes”.
En el caso particular de la matriz energética, además de su diversificación hacía fuentes limpias, se impone la necesidad de un nuevo modelo donde el acceso a la energía -clave para mejorar la calidad de vida- sea concebido como un derecho humano y un bien común para empezar a reducir la pobreza energética que padecen millones de hogares en el mundo. En Argentina este cambio de paradigma tiene que ser acompañado por una modificación del actual sistema energético neoliberal, privatizado, de altas tarifas y pésimo servicio.
No hay un solo camino
Desde que existe el capitalismo hubo varias transiciones energéticas en el marco de las diferentes revoluciones industriales que se fueron desarrollando hasta el presente. Todas se realizaron desde los países centrales e implicaron no solo un cambio de las bases energéticas sino una modificación de la estructura productiva, la organización social del sistema y las formas de consumo.
Primero con el carbón a fines del siglo XVIII, pasando por el petróleo, la cibernética, la informática y las energías limpias hasta llegar a la industria 4.0 de nuestros días.
¿Hubo una reducción de las desigualdades sociales en estas distintas etapas? Observando los indicadores socioeconómicos de las regiones del tercer mundo, la respuesta es obvia: no. El capitalismo fue transformando sus bases energéticas, pero no su economía política basada en diversas relaciones de poder y dominación. En la lucha por la apropiación del petróleo, por ejemplo, hubo a lo largo de la historia numerosas guerras imperialistas, invasiones y hasta golpes de Estado que trajeron más inequidad y muerte.
Actualmente existen dos grandes perspectivas que abordan la transición energética: la corporativa tecnocrática, que plantea un capitalismo verde y que reduce el problema a las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). Y la que concibe a la desfosilización como parte de la transición ecosocial, justa y popular que aboga por un cambio sistémico con redistribución de la riqueza social y energética.
¿Por qué es importante abordar esta problemática de manera sistémica, integral y a partir de una mirada que atienda las diversas desigualdades? Porque hoy el sector energético explica el 60% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero que provocan el calentamiento global y la consecuente crisis climática que hoy ocupa un lugar central en la agenda mundial.
Sin embargo, el 13% de la población del mundo no tiene acceso a servicios modernos de electricidad, cerca de tres mil millones de personas dependen del carbón para cocinar y el 29% de los hogares del mundo no tiene acceso a servicios públicos modernos.
El acceso desigual a la energía es un hecho. ¿Es posible terminar con la pobreza energética y reducir las brechas de desigualdad social bajo el paradigma de crecimiento verde que proponen los países ricos del norte global sin modificar las bases de sustentación del capitalismo y su modelo de desarrollo antropocéntrico?
Responder a esta pregunta implica entender que debatir sobre transiciones energéticas, implica discutir sobre justicia socioambiental.
La agenda verde y sus problemas para la periferia
Como señalábamos, las transiciones energéticas del capitalismo fueron comandadas por las élites de los países centrales. Se asemejan a lo que Antonio Gramsci denominó como Revoluciones Pasivas: transformaciones de arriba hacia abajo impulsadas por el gran capital para no tener que discutir su propio modelo de acumulación y desarrollo.
Las posturas críticas de su versión más actual apuntan que esta economía verde corporativa impulsada por las grandes potencias mundiales se trata de «un cambiar algo para que nada cambie». Una modernización ecológica del capital que busca dirigir inversiones a sectores de energías renovables (eólica, solar, etc.) para descarbonizar sus economías y mitigar los efectos de la crisis climática, pero que a su vez representa nuevas oportunidades de negocios y acumulación para las élites económicas y políticas.
Esta nueva economía verde supone para América Latina la intensificación del neoextractivismo, tal como sucede actualmente con el litio en las Salinas Grandes, por citar el caso de uno de los minerales más codiciados en esta transición energética.
Se externalizan los costos ambientales en regiones del Tercer Mundo que a la vez se convierten en zonas de sacrificio sobre las cuales los países del norte global aseguran sus transiciones energéticas. En este proceso se profundizan los intercambios ecológicos desiguales, la asimetría y la expulsión, represión y asesinatos sobre las poblaciones y comunidades afectadas por estos territorios de sacrificio.
Responsabilidades diferenciadas en la crisis climática
No todos los países y regiones tuvieron el mismo peso histórico en la crisis climática. Con EE.UU. a la cabeza, más de la mitad de las emisiones históricas de GEI se concentran en diez de los Estados más ricos del planeta y en un puñado de grandes empresas transnacionales. Mientras que la inmensa mayoría de la población mundial, la más amenazada y la que más sufre sus efectos, sólo aporta un 10% de las emisiones de carbono.
Según relevó el investigador del CONICET, Esteban Serrani, al 2019 América Latina y el Caribe era la región del mundo con la matriz energética primaria con menor dependencia de energías fósiles con un 67%, frente al 73% de Europa y el 87% de Asia. A su vez, EE.UU. y Canadá usan un 58% de recursos fósiles para generar electricidad.
En lo que respecta a la penetración de energías renovables en la región, Latinoamérica con un 14% supera al 10% de América del Norte y al 9% de Asia y África. Mientras que Europa lidera con un 20%.
Cada región y cada país debe asumir una agenda de transiciones energéticas diferenciada acorde a sus realidades. En el caso de nuestra región surge el problema de los países que dependen exclusivamente de la renta petrolera para su desarrollo. A su vez, cabe preguntarse cómo los Estados latinoamericanos en muchos casos atravesados por procesos coloniales, extractivistas y por el poder de lobby de grupos económicos concentrados pueden llevar adelante procesos de emancipación socioecológica.
La realidad demuestra que cualquier gobierno que se pretenda popular no puede avanzar en una transición energética de espaldas a los movimientos ecoterritoriales, poblaciones y comunidades directamente afectadas y organizaciones sociales y políticas que plantean otros horizontes y alternativas socioecológicas.
Salidas integrales para una crisis sistémica
La crisis climática es una manifestación de la crisis socio ecológica y civilizatoria a escala global. Sus consecuencias socioambientales son múltiples y a la vez se retroalimentan unas con otras.
El incremento de eventos climáticos extremos, el derretimiento de los glaciares, el aumento de los niveles del mar, la pérdida de biodiversidad, entre otros impactos causados por el calentamiento global, generan un aumento de la desigualdad social que va de la mano de la destrucción de las bases ecológicas de la vida, que afectan principalmente a los sectores sociales más postergados que no poseen las herramientas para hacer frente a la situación.
Se trata de una crisis sistémica que involucra la visión hegemónica de la relación entre la sociedad y la naturaleza. Es decir, una ontología dominante que se refiere a las formas de apropiación, dominación y control de la naturaleza. Una visión dual que toma a esta última como un objeto separado de lo social y que se puede dominar y monetizar bajo una lógica de crecimiento infinito en un planeta con recursos limitados.
Esta perspectiva es la que sostiene el actual modelo de desarrollo hegemónico, patriarcal y antropocéntrico. Es una construcción social e histórica que se impuso con el advenimiento de la era industrial a finales del siglo XVIII.
A su vez, las respuestas dominantes a esta crisis ignoran sus causas estructurales y sociales, buscan soluciones pospoliticas, de arriba hacia abajo, cuando es necesario democratizar el control de los recursos naturales y de la toma de decisiones ya que todos y todas somos los afectados.
Así como no hay una sola agenda global de cambio climático ni una única forma de abordar las transiciones energéticas, no existen tampoco recetas prefijadas de antemano ni procesos lineales de transformación emancipatoria que se puedan garantizar o diseñar con antelación.
Implica un proceso de búsqueda donde todos y todas somos los actores protagónicos, y que debe ser abordado de manera integral para poner también en debate los patrones de producción, consumo y reproducción impuestos por la modernidad capitalista colonial y patriarcal, porque el problema no se reduce solo a la emisión de carbono. En este sentido, la transición energética es una parte de la transición ecosocial que involucra lo alimentario, urbano y productivo a nivel general.
Con esta crisis socioecológica y civilizatoria es más que necesario poner en discusión este paradigma de desarrollo y confrontar con la salida financiera y de mercado que los países ricos del norte proponen en la llamada “economía verde”.
Para ello debemos empezar por imaginar que otro horizonte socialmente justo y ecológicamente sustentable es posible. El futuro está en nuestras manos, abandonarse al fatalismo es ceder el terreno a las salidas autoritarias y conservadoras que buscan mercantilizar todos los aspectos de la vida humana y no humana.