En los últimos dos años y medio, cada vez que la salud estuvo en la agenda de discusión, fue a causa de alguna de las plagas que asolaron serialmente a la especie humana. La protagonista fue, indiscutidamente, COVID-19 pero aquella fue antecedida poco antes por el sarampión y el Dengue. Cuando todo parecía mejorar, en varios puntos del planeta comenzaron a aparecer niñes con hepatitis graves cuya causa no podía rastrearse y una variación de la viruela surgió en varios lugares del mundo con una frecuencia inusual.
Muchas de estas patologías que irrumpen sorpresivamente en los engranajes superproductivos de la sociedad, pueden rastrear el origen del agente patógeno que las causa en alguno de los animales no humanos con los que, en menor o mayor grado de proximidad, convive nuestra especie. A este conjunto de enfermedades se las denomina “zoonóticas”.
En una cómica reverberación bíblica, no han faltado reflexiones que señalan a la emergencia cada vez más frecuente de nuevas, o al menos raras, pestes como una condena kármica frente a lo que los seres humanos han estado haciendo con el ambiente. En ese contexto, la mirada de especialistas, tanto desde el campo de la epidemiología como del ambientalismo, sugiere que es en las zoonosis en donde hay que dirigir la mirada para prevenir o intervenir sobre las pandemias que vendrán.
Desarrollo, pestes y pandemias
Puede plantearse entonces el interrogante de cómo se vinculan el ambientalismo y las enfermedades zoonóticas. Para intentar responder a esa pregunta es importante plantear el paradigma desde el cual se interpreta a los fenómenos ambientales y sanitarios desde el ambientalismo y, en particular el llamado “ambientalismo popular”. Desde este punto de vista, las relaciones que se establecen entre los seres humanos, otros seres vivos y el entorno en el cual desarrollan sus vidas son completamente interdependientes. Y esto parte de la base de que ese entorno, al que dependiendo el lente desde el que se mire y los objetivos que persiguen quienes lo nombran, se podrá llamar hábitat, paisaje, recursos naturales, Pachamama, etc, sin que entre ellos pueda hablarse de sinonimia y siendo muy cuestionable cualquier mirada que lo considere inerte.
Así, puede entenderse que nuestra especie, desde que existe, comparte el espacio con otros animales, bacterias, hongos, vegetales, protozoarios y virus y que todos han evolucionado en forma conjunta a lo largo de la historia, adaptándose para una mutua supervivencia con ciertos altibajos. Si esto siempre se produjo de esta forma, ¿en qué momento las enfermedades configuraron epidemias y pandemias y, en definitiva, problemas sociales?

Un potente registro histórico de la penetración de un microorganismo infeccioso desde los animales (en este caso transmitido a través de un vector) puede remontarse a la Edad Media, con la pujante formación de núcleos urbanos en sociedades que comenzaban a configurar un proto-capitalismo. Allí donde los seres humanos no solamente existían en la escala “familiar” sino que empezaron a transformar el entorno, almacenando cantidades de alimento para comerciar, designando espacios para la disposición en forma concentrada de grandes cantidades de desechos y generando barreras físicas para las circunstancias meteorológicas se produjeron sensibles. Ello sin duda repercutió sobre las especies animales circundantes, como algunos roedores atraídos por la disponibilidad de comestibles, que resultaban portadores de sus propios parásitos y microorganismos y que se encontraron por primera vez con la especie humana en tal muchedumbre, con capacidad de transmitirse en forma exponencial hasta dejar poblaciones al borde del exterminio, como sucedió con la peste bubónica.
Y, en adelante, esa ha sido la historia de la humanidad, con algunas particularidades en la construcción de esos relatos, en los cuales prima la noción de que las enfermedades siempre son “exógenas” debidas a las bárbaras costumbres de pueblos que no comen como se espera, no tienen relaciones sexuales como se debe y no velan a sus muertos como Dios manda, con un curioso sistema de referencias en el que el centro siempre es Europa o la potencia económica de turno. De esta manera, los patógenos que han puesto a la aldea global en el filo entre la vida y la muerte provienen del comercio con oriente, de los largos viajes de marinos y, por supuesto, del continente africano.
Es el modo de producción…
Entrado el siglo XXI, después de haber pasado por grandes desarrollos tecnológicos, muchos de ellos en el ámbito sanitario, la humanidad se creyó indestructible, capaz de superar toda barrera a su paso en el afán por producir más y más rápido. Pero esta frágil especie parece estar sufriendo del exceso de arrogancia digno de la tragedia griega, con consecuencias que parecen conducir al héroe a su propio final.
La cría masiva de animales de granja, apalancada por el uso de antibióticos, anda en paralelo al surgimiento de bacterias multirresistentes; mientras que el hacinamiento y producción mercantil de animales como si fuera lo mismo criar cerdos que fabricar rulemanes, facilita que se produzcan los saltos entre especies que parecen ser responsables de la aparición de novo del SARS-CoV-2. El uso extensivo de los suelos para cultivos con devastación de la flora nativa lleva a grandes inundaciones y desencadena la migración de grandes animales, las infestaciones de mosquitos vectores de virus y la contaminación del agua potable. Y se multiplican los ejemplos.
Entonces, las enfermedades que contraemos las personas no son consecuencia de la falta de inventos suficientes para combatirlos sino de las formas de producción extractivas sobre el ambiente que impone el modelo capitalista e imperialista que se extiende pandémicamente desde hace siglos. En consecuencia, y más allá del impacto amarillista que pueda tener en los medios de comunicación, más que frente a la aparición de nuevos patógenos, las alarmas deben situarse en la modificación de los patrones de frecuencia para la aparición de brotes de enfermedades con las que ya coexistimos.

Llama la atención cómo en los últimos cinco años, se encuentra en aumento el número de casos sospechosos de Fiebre Hemorrágica Argentina, un síndrome febril inespecífico para el que existe vacuna y tratamiento. Es causada por el virus Junín, transmitido usualmente por el ratón maicero, que puede llegar a alcanzar hasta un 30% de letalidad. Días atrás la Sociedad Argentina de Infectología (SADI) alertó sobre el incremento marcado de casos desde hace algunas semanas. Lo preocupante es que la enfermedad, también conocida como “mal de los rastrojos”, en referencia a su característica presencia en zonas rurales de las provincias de Santa Fe, Buenos Aires, Córdoba y La Pampa, podría tener que cambiar su nombre familiar, ya que la novedad de este nuevo brote radica en que se identifican numerosos casos en áreas urbanas y periurbanas, lo cual implicaría una posible nueva dinámica en la transmisión y transformaciones en la escala de contagios.
Entonces, para definir cuáles pueden ser las intervenciones sanitarias para poner un freno a la proliferación de nuevas y cada vez más asiduas epidemias, no basta caracterizar los aspectos meramente descriptivos en cuanto a la infectología y rasgos del agente etiológico, junto con su forma de diagnóstico. Es necesario poder intervenir sobre las aristas relacionadas con las formas de producción y cómo impacta en la manera en que se distribuye la demografía en torno a las zonas de sacrificio.
Lógicamente, los organismos internacionales en salud comparten estas preocupaciones. En septiembre de 2021, en la reunión N°59 del Consejo Directivo de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), rama regional de la Organización Mundial de la Salud (OMS), se aprobó un documento que apela al concepto de “una salud” (one health), haciendo referencia a la interfaz humano-animal-ambiente, la problemática de la resistencia a antimicrobianos, las zoonosis, las determinaciones para la salud referentes a género, etnicidad y seguridad alimentaria. Dicho documento pretende instar a acciones gubernamentales para intervenir con criterio sanitario y científico. Pero una vez más, estos espacios conformados por personas con mucho conocimiento y trayectoria, pero inscriptos en el marco de organismos regenteados por los patrones del orden capitalista a nivel global demuestran límites muy notorios.
¿Es acaso posible refrenar las transformaciones ambientales que empeoran la calidad de vida de la población sin modificar las formas de acumulación y reproducción del capital? ¿Existe un punto de no retorno? ¿Cómo participan las comunidades afectadas en las decisiones sobre las modificaciones de su entorno? ¿Cómo coordinan institucionalmente las áreas de gobierno para que, por ejemplo, lo que tiene para decir un Ministerio de Salud sobre el impacto de la explotación de determinado recurso, impacte en los acuerdos que pueda llevar adelante un Ministerio de Desarrollo Productivo? ¿En qué medida un gobierno condicionado por la deuda con el FMI tiene respaldo para oponerse a un modelo extractivo sin límite que permite la obtención de divisas?
En definitiva, sólo ampliando la participación de las comunidades organizadas y democratizando las formas de toma de decisiones para establecer el rumbo del modelo productivo en paralelo a la generación de conocimiento desde los propios territorios es posible un horizonte en el que existan modificaciones de fondo en las formas que nuestras sociedades contemporáneas tienen de vincularse con el ambiente.