El 2 de agosto Nancy Pelosi, titular de la Cámara Baja de EE.UU., aterrizó en Taiwán. Hacía 25 años que no visitaba la isla (independiente de facto pero sin reconocimiento internacional) una persona de un rango tan alto en Washington. Los días previos a su posible llegada -no se terminó de confirmar hasta minutos antes de aterrizar- estuvieron atravesados por declaraciones cruzadas.
1. El cinturón de islas antichinas
A lo largo del litoral de China hay una serie de territorios insulares más o menos alineados que separan a cualquier barco (mercante o militar) del Océano Pacífico. Taiwán es parte de esta cadena que EE.UU. pretende mantener bajo su control o al menos su dominio velado, para evitar que Beijing se convierta en una potencia marítima plena.
Como señaló Gabriel Merino, doctor en Ciencias Sociales e investigador del Conicet, “luego de la Segunda Guerra Mundial, la hegemonía estadounidense en los mares -constituyéndose EE.UU. en la nueva cabeza del imperio talasocrático anglosajón- se tradujo en el establecimiento de dos cadenas de islas/bases para rodear y contener a China”. La primera va desde Corea del Sur en el norte, hasta el disputado archipiélago Spratly/Nansha y las islas Paracelso, en el sur, pasando por Okinawa y, por supuesto, Taiwán.
“La Marina de China representa un gran desafío para la capacidad de la Marina de los EE.UU.”, sostiene un informe elaborado por el Servicio de Investigación del Congreso (CRS, por sus siglas en inglés) de la potencia norteamericana fechado este mismo año. Asimismo añade que la situación implica que en caso de guerra no sería sencillo “mantener el control” de la región. “La Armada de China es un elemento clave del desafío al estatus de larga data de los EE.UU. como poder militar en el Pacífico Occidental”, completa.
Este análisis no es nuevo en Washington, observando el crecimiento chino el presidente Barack Obama (2009-2017) ya había desarrollado durante sus mandatos la estrategia de “pivot” hacia Asia, lo que implicó el traslado de tropas y gran parte de la fuerza naval estadounidense hacia las costas de China. Asimismo intentó contrarrestar su expansionismo económico con el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), dado de baja por Donald Trump.
No obstante esto no detuvo a las autoridades del gigante asiático. “Como parte de este avance estratégico en la región, Beijing estableció en 2013 una Zona de Identificación de Defensa Aérea (ADIZ) del mar de China Oriental (que incluye Taiwán) y en 2021 estableció una ADIZ en el Mar del Sur de China”, apuntó Merino. Asimismo, este año puso en vigor “el mayor acuerdo de comercio e inversiones en el planeta, la Asociación Económica Integral Regional (conocido como RCEP por sus siglas en inglés)”. Este abarca a países que representan 30% del PBI y un tercio de la población mundial.
2. Sin arena no hay paraíso (ni celulares)
Para el gobierno chino, que considera a Taiwán como parte de su territorio, la visita de Pelosi se trató de una provocación y prometió tomar medidas al respecto. La más visible fue el lanzamiento de misiles y el despliegue militar en las cercanías de lo que consideran una provincia rebelde. Sin embargo, más importante que eso fue la suspensión de exportaciones de arena hacia la isla, materia prima fundamental para la industria local.
Tal como explicó el vicepresidente del Centro de China para Intercambios Económicos Internacionales, Wei Jianguo, Taiwán “es un importante proveedor mundial de chips” y “consume alrededor de 90 millones de toneladas métricas de arena natural al año, de las cuales un tercio proviene de China continental”. “La arena de cuarzo, un tipo de arena natural, es una materia prima importante para la fabricación”, agregó.
Es que la principal empresa del sector es de orígen taiwanés: la Taiwán Semiconductor Manufacturing Company (TSMC) que en 2020 alcanzó el 24% del mercado de microchips a nivel global y, según algunas estimaciones, superó el 50% en 2021. Entre sus clientes se encuentran multinacionales como Apple e NVIDIA.
TSCM tiene, además, dos grandes plantas en China, en las ciudades de Shanghai y Nanjing. Esta interdependencia económica no se da sólo en el área de los semiconductores. En 2019 la BBC informaba que las empresas taiwanesas ya habían invertido 60.000 millones de dólares en China continental, y hasta un millón de taiwaneses viven allí.
La batalla por la producción de semiconductores -fundamentales para mantener la delantera a nivel tecnológico- está en el centro de la disputa geopolítica entre China y EE.UU. Si bien el gigante asiático viene un poco más atrás en términos de tecnología, ha avanzado considerablemente en producción. Entre 1990 y 2020 se construyeron 32 fábricas en territorio chino, contra 24 en todo el resto del mundo y ninguna en EE.UU.
Frente a esto, Washington acaba de aprobar una inversión estatal de 52.000 millones de dólares para desarrollar la industria nacional de microchips e intentar contrarrestar la dependencia respecto a Beijing.
3. La historia de Taiwán y la unidad nacional china
En el año 232 d.C. Taiwán aparece por primera vez en registros de los distintos reinos chinos. Desde ese momento hubo una ocupación formal desde el continente, aunque hay registros arqueológicos previos que ya ligan a la población nativa taiwanesa con la continental.
En 1624 llegó la primera colonización europea a manos de comerciantes holandeses que alcanzaron el control total de la isla en 1642. Este dominio se mantuvo hasta 1662 cuando fueron derrotados por 25 mil soldados liderados por Zheng Chenggong, provenientes del continente. Este instaló una dinastía en la que lo sucedieron su hijo y su nieto. Tras 23 años de gobierno autónomo, el Imperio chino reconquistó el territorio.
Pero a mediados del siglo XIX comenzaría, con la Guerra del Opio, lo que en China se conoce como “el siglo de la humillación”. Durante ese período el país perdió prácticamente todas las guerras que afrontó y su territorio fue dividido y saqueado por potencias extranjeras.
Así, tras la derrota de China en la guerra sino-japonesa de fines del siglo XIX, en 1895 se firmó el Tratado de Shimonoseki en el que Taiwán quedó bajo soberanía de Japón. Esta situación se mantuvo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 cuando la isla volvió al control de lo que entonces era la República gobernada por Chiang Kai-shek.
Cuando en 1949 triunfó la revolución socialista liderada por Mao Tse-Tung, el líder nacionalista del partido Kuomintang (KMT) huyó hacia Taiwán donde proclamó un “gobierno en el exilio”.
Hasta su muerte en 1975 Chiang gobernó como un dictador bajo el amparo de la ley marcial (que se extendería hasta 1987) e impuso lo que se conoció como el «terror blanco». Opositores a la dictadura, simpatizantes comunistas e intelectuales fueron perseguidos, encarcelados o muertos. A pesar de esto, en el plano internacional fue respaldado por EE.UU. ya que lo veía como una contención al comunismo chino. Sin embargo, eso empezó a cambiar en 1971 cuando la ONU expulsó a Taiwán y le dio su lugar en el organismo y en el Consejo de Seguridad como miembro permanente, a la República Popular China.
En el marco de la Guerra Fría, Washington acompañó este movimiento y se acercó a China con el objetivo de mantenerla distanciada de la Unión Soviética. Fue así que, en 1979, retiró el reconocimiento a Taiwán y estableció relaciones con Beijing. No obstante, mantuvo el suministro de armas a la isla y estableció una doctrina conocida como «ambigüedad estratégica»
Esto implica un gris respecto al reconocimiento de Taiwán y no deja en claro de qué modo defendería la isla ante un potencial cambio de estatus económico y político. Al mismo tiempo, respalda retóricamente el postulado del Partido Comunista (PC) de que hay «una sola China». Paradójicamente, el KMT considera también que Taiwán es una provincia del país, pero cuestiona la legitimidad del gobierno en el continente. Esto fue ratificado en el «consenso» de 1992 donde comunistas y nacionalistas se reservaron el derecho de interpretación sobre esa unidad.
Es que tras la muerte de Chiang Kai-shek, su hijo Chiang Ching-kuo asumió el gobierno y comenzó una serie de reformas que llevaron a un proceso democrático y la proclamación del «fin de la guerra» con la República Popular en 1991. Así se fueron acercando posiciones y fortaleciendo la interdependencia económica.
4. El independentismo taiwanés
En el marco de las reformas de Ching-kuo, en 1986 se fundó el Partido Progresista Democrático (DPP, por sus siglas en inglés). De tendencia liberal y abiertamente independentista, llegó al gobierno en 2000 con Chen Shui-ban, que fue reelegido en 2004. Ante el temor de que el DPP cumpliera su promesa, en 2005 China aprobó la ley anti secesión, que establece su derecho a recurrir a «medidas no pacíficas» ante una posible declaración de independencia.
La situación se aplacó en 2008 con la vuelta del KMT al poder. Pero en 2014 se desencadenaron una serie de protestas conocidas como «Movimiento Girasol» y el Parlamento de Taiwán fue ocupado en rechazo al acercamiento a China. Si bien esto no afectó considerablemente los lazos comerciales, si tuvo su impacto político y en 2016 el DPP volvió al poder de la mano de Tsai Ing-wen (reelegida en 2020 y todavía en el gobierno). En paralelo, en 2018 Donald Trump impulsó y aprobó una ley que permite a funcionarios estadounidenses viajar a Taiwán y entablar diálogos gubernamentales de igual a igual, poniendo en cuestión la política de “una sola China” aceptada desde hace más de 40 años por la Casa Blanca. La administración actual de Joe Biden parece haber decidido continuar ese legado.
El ascenso económico, político y militar de China es hace tiempo una realidad. EE.UU. no está dispuesto a aceptarlo y resignar su hegemonía global. En el camino, cualquier pequeño error de cálculo que rompa el fino equilibrio vigente, puede llevar el conflicto a escalas realmente graves para el mundo entero.