Raquel Camps es trabajadora judicial y militante sindical. De hecho integra la Comisión Directiva de la Asociación de Empleados del Poder Judicial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (AEJBA). Pero también es hija de Alberto Camps y de María Rosa Pargas. Su padre fue uno de los tres sobrevivientes de la Masacre de Trelew, junto a María Antonia Berger y Ricardo Haidar. Su madre, era otra de las presas del Penal de Rawson que no pudo fugarse y debió quedarse dentro de la cárcel.
Ambos militantes del peronismo revolucionario, cayeron en 1977 a manos del terrorismo de Estado. Alberto fue asesinado y María Rosa secuestrada y desaparecida. Raquel, que entonces contaba con apenas un año, se crió sin conocerlos. Años después, en busca de su propia historia, logró reconstruir la de su mamá y su papá. Fue así que, como muchos familiares, emprendió una lucha por memoria, verdad y justicia.
“A mí me quedó esa relación muy íntima con mí papá y la justicia por Trelew”, explica. Y esa frase se hace carne en la condena que recibió en julio de este año el marino Roberto Bravo, el único que quedaba impune. Si bien se trató de un juicio civil en EE.UU. donde el genocida se refugió, la justicia de ese país lo halló responsable de los crímenes cometidos medio siglo atrás. Raquel fue como apoderada de su padre y brindó testimonio en el juicio.
Con ese triunfo a cuestas viajó también el pasado 22 de agosto a Trelew donde se conmemoraron los 50 años de la masacre. “Fue muy sanador y muy reparador”, sostiene y asegura: “Yo estoy orgullosa de él, pero creo que mí viejo también está orgulloso de mí”.
– ¿Podés hacer un recorrido militante de tus viejos? ¿Cómo se conocieron? ¿Cómo se acercaron a la militancia?
– Mi papá hizo la secundaria en el Colegio Nacional Buenos Aires, junto a María Angélica Sabelli, Carlos Olmedo y varios compañeros. Ahí ya se suma a militar en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Mi vieja era de Gualeguaychú y se va a estudiar Sociología, a La Plata, y ahí empieza a militar en las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) y después pasa a las FAR. Los dos van a terminar integrando Montoneros.
Ellos no se conocían y caen presos en diferentes momentos. Mi viejo en un asalto al Banco de la Provincia de Córdoba. Para ese momento mi papá estaba en pareja con Liliana Raquel Gelin que tenía 19 años y él tendría 20. Esa operación, en la que también participa Marcos Osatinsky, se frustra porque no pueden abrir la caja fuerte y de ahí en más todo sale como el culo.
Cuando vuelven al auto para huir no lo pueden arrancar, repliegan entonces a la camioneta de apoyo pero cuando llegan ya están rodeados. La encargada de las armas era Liliana y cuando va a disparar se le traba el FAL. Le pegan un balazo mientras intentaba sacar el arma corta que llevaba en la cintura. A mi viejo lo agarran por quedarse con ella, por no dejarla sola. Liliana Gein fue la primera mujer caída en combate de la guerrilla argentina.
Sé que mi viejo está un tiempo en una cárcel en Córdoba, después en Devoto y luego, igual que todos, son trasladados al penal de máxima seguridad de Rawson. Yo siempre digo que es de máxima seguridad porque quedaba alejado de todo, pero más que una cárcel de máxima seguridad era una cárcel de tortura; por lo inhóspita, por el frío, etc.
Ahí es importante resaltar -en unos pocos días se van a cumplir 50 años del trewelazo-, el pueblo de Trelew que da cuenta de la solidaridad inmensa que puede tener un ser humano hacia otro. Entonces se convierten en apoderados de los presos, los visitan, les llevan cosas.
En la cárcel abajo estaban los hombres y arriba las mujeres. Entonces para comunicarse hacen un hueco en el techo. Por ahí se pasaban información, quiénes estaban, de qué organizaciones. Y por ahí también se conocen mis viejos.
Mi vieja le contaba a mí tía que cómo ella tenía que estar agachada, boca abajo, se le caían siempre los mocos y le daba una vergüenza terrible. Mi viejo, por su parte, había inventado una historia. Porque vos te podías ver con tu pareja solo si ya te conocías de antes. Entonces ellos inventaron que se habían conocido en Gualeguaychú, que a él le gustaba escribir como a mí vieja. Y en una carta le dice a mí abuelo «mirá que vos tenés que decir esto».
Y la complicidad de los abogados. Eduardo Duhalde me contaba que él los pedía juntos para que se pudieran ver. Y mis viejos se mataban: imaginate, tenían 23 y 24 años, recién se conocían. «Yo oficiaba de Cupido, de abogado un carajo», decía (risas).
– ¿Qué memoria y que reconstrucción tenés vos de la fuga, la masacre y lo que vino después donde el relato de tu viejo fue fundamental para desarmar el relato de la dictadura?
– En esos días empiezan a pensar esa fuga tan maravillosa que, más allá de lo que pasó, fue increíble. La unidad de las organizaciones. Fernando Vaca Narvaja cuenta que había una mesa de las coincidencias y una de las diferencias. Todo se discutía, todo se trataba. Algo que hoy es tan difícil, incluso entre militantes de los mismos espacios.
Eso es importante resaltarlo. Porque esa unidad fue lo que permitió que se lleve a cabo semejante fuga y que algunos compañeros escaparan.
Después viene la masacre, que no hace falta relatarla porque ya se conoce. Pero si el lugar de mi vieja y mi viejo. Mi vieja es una de las ciento y pico que quedan adentro, que se tienen que volver y resistir sin saber qué le pasaba sus compañeros. En el caso de ella, que le pasaba a su amor.
Y los compañeros que fueron trasladados a la base, desde el 15 hasta el 22 fueron torturados, tuvieron simulacros de fusilamiento, hasta que los mataron.
Cuando fue el juicio penal en 2012, entre toda la evidencia que se estaba recolectando, nos tocó la puerta un técnico sonidista. Nos cuenta que él trabajaba con Fernando «Pino» Solanas que había querido hacer una película sobre la masacre y los entrevistó a los tres sobrevivientes. «Tengo esas cintas, pero no sé cómo se oirán cuarenta años después», nos dijo.
Esos audios eran impecables. No se escuchaba un ruido. Y el último día, cuando se iba a leer la sentencia, los últimos tres testigos de la Masacre fueron los sobrevivientes: mi viejo, María Antonia Berger y Ricardo Haidar. En un teatro, con un silencio que te helaba el cuerpo, las voces de ellos dieron la estocada final para que después se hiciera justicia y se declare como delito de lesa humanidad.
– ¿Cómo fue tu acercamiento a esa historia y tu compromiso con la búsqueda de justicia por la Masacre de Trelew?
– En 1977 matan a mi viejo, secuestran a mi vieja, y yo me crío sin ellos. Sin la historia de ellos, ni fotos había. Por eso decido en un momento empezar a reconstruir mí historia a partir de Trelew, porque yo vengo de ese hueco en el techo donde se conocieron.
Por eso viaje en 2007 por primera vez y empiezo el camino para conocer ese pasado. La militancia de mis viejos, su salida de la cárcel en 1973 con Héctor Cámpora. Cuando vuelven a caer entre fines de ese año y principios de 1974. Se van con la opción de salida en 1975 y vuelven clandestinos. Mi viejo en Montoneros era secretario de la Columna Sur con Norma Arrostito.
Toda esa reconstrucción la hice a través de los compañeros que lo conocieron en la cárcel, en la militancia.
Cuando leí La Patria Fusilada, ese fue el primer testimonio que me llegó de mí papá. Lo leí sin ninguna expectativa, no magnificaba lo que era. Era la palabra de mí papá y yo quería eso. Después me di cuenta de semejante documento que había creado Paco Urondo y lo importante que fue para los juicios.
– Hablando de los juicios, hace muy poco se conoció la sentencia en el proceso civil contra el marino Roberto Bravo en EE.UU., uno de los responsables de la masacre. Vos viajaste hasta allá ¿Qué balance haces de ese caso?
– A mí me quedó esa relación muy íntima con mí papá y la justicia por Trelew. El otro día hablaba con una amiga y me decía: «No puedo creer que dijiste que no iba a parar hasta que no estuviera preso el último asesino de la masacre. Bueno, lo lograste».
Y si. Pero creo que fue un compromiso de amor con mi viejo. Yo estoy orgullosa de él, pero creo que mí viejo también está orgulloso de mí. Continué esa lucha para también cerrar un momento y eso en los hijos es interesante, porque no podemos ser para siempre la historia de nuestros padres. Nos dieron la vida y ellos quisieron que fuéramos felices.
Por eso para mí Trelew y el tema de Bravo, que era el único que quedaba impune, fue un desafío muy grande, pero sobre todo levantar esa bandera de justicia que mi viejo había levantado en 1972.
Es impresionante porque la causa estaba caratulada Camps vs. Bravo. La tenacidad y la fuerza de ese pedido de justicia se plasmó en la carátula.
Con los familiares decidimos demandar civilmente a Bravo. No fue fácil porque no era lo mismo que una extradición, pero jamás lo vimos así, sino como un empujón para la extradición. Teníamos la necesidad de que se sentara en un banquillo, diera explicaciones, que diera cuenta de lo que pasó y un jurado de trabajadores lo encontrara responsable después de 50 años.
Ahí es donde sentí una paz enorme. Yo fui como representante legal de mí viejo y fui su voz, hablé en nombre de él. Tuve la oportunidad de mirarlo a los ojos a Bravo y pedir justicia por todo el dolor le causó a mí papá y el dolor que tuvo que pasar por la muerte de sus compañeros.
Cuándo se leyó el veredicto y dijeron que era responsable, dije «ya está viejo, lo logré».
Lo mejor de todo, lo conté muchas veces pero lo quiero volver a contar, fue cuando bajamos y desplegamos la bandera de los 19. Ahí bajan dos miembros del jurado que habían estado toda la semana con su cara de circunstancia, con el barbijo puesto, nos ven y nos aplauden. Que nos aplaudieran dos tipos que eran laburantes comunes, en una corte norteamericana, ese fue el mayor triunfo.
Esos tipos no se volvieron igual a su casa y eso es un triunfo también. Desparramamos ese sentido de que la única lucha que se pierde es la que se abandona.
– Si bien el 50° aniversario de la masacre de Trelew iba a ser importante por el número en sí, con el juicio debe haber cobrado otro significado ¿Cómo viviste estas jornadas conmemorativas y todo lo que implicó el viaje?
– Lo viví con mucha alegría. Viajamos con mis hijos y creo que ellos también volvieron distintos. Aunque hayan ido muchas veces.
Me parece que todos los familiares, con la unidad que nos caracteriza, lo vivimos como algo muy sanador, muy reparador. Levantar esa bandera, de la solidaridad de ese pueblo, de la lucha por la justicia en la que no vamos a dejar de insistir por la extradición, esta vez nos encontró con un paso más. Siempre se puede dar un paso más y eso nos representa.
Hubo un montón de gente nueva, que se suma a los abrazos, y que siempre aporta una piecita en el rompecabezas. Por eso creo que los 50 años fueron para celebrar.