El 23 de julio de 2022 se volcaron 10 mil toneladas de residuos tóxicos de minería en un afluente del Río Pilcomayo en Bolivia. Frente al inminente riesgo de contaminación, autoridades sanitarias bolivianas, encararon un plan de contingencia para evitar su propagación y minimizar los daños. La falta de lluvias, en este caso con cierta fortuna, hizo posible que el arrastre fuera lo más lento posible.
En Argentina, Recursos Hídricos de la Provincia de Salta y otros organismos tomaron rápidamente muestras del Río Pilcomayo en el municipio de Santa Victoria Este, a la vez que recomendaron no consumir agua, no bañarse en el río, no pescar ni consumir peces hasta no tener las certezas correspondientes. El 16 de agosto, el Gobierno de Salta informó que “a fin de mes se conocerían los resultados del monitoreo sobre el río Pilcomayo en territorio argentino”. A su vez, anunciaron el refuerzo de módulos alimentarios y la provisión de agua para las zonas afectadas. Al quinto día del mes de septiembre, todavía no se había publicado información oficial sobre los resultados, aunque sí se han mencionado datos preliminares auspiciosos en los principales diarios provinciales.
Ahora bien, es necesario tener en consideración que el punto de partida de estas acciones se da en un marco de inseguridad alimentaria, falta de agua potable y conflictos territoriales de los pueblos originarios con distintos organismos del Estado y privados. Existen comunidades que han tenido que relocalizarse en varias ocasiones por la crecida del río. “Es muy difícil empezar de cero. Es todo yuyo, vivimos en casa de nylon, hay problemas con la Gendarmería, por los papeles, no hay salita de salud ni escuela, hay gente mala que contamina el agua a propósito y tenemos que ir a buscar a una hora de acá”, explicaron referentes de la zona.
En este contexto, es necesario señalar restricciones anteriores en el uso de los recursos hídricos, pesqueros y en la movilidad por el territorio: la más reciente ha sido durante la pandemia de COVID-19, pero también es posible recordar las prohibiciones de pesca durante las epidemias de cólera, y las catástrofes que han seguido a las distintas inundaciones y modificaciones naturales en el cauce del Río Pilcomayo.
Durante la crisis del cólera de 1992, el ex presidente Carlos Menem le indicaba a su ministro de Salud que para atender a la epidemia era necesario “cambiar las costumbres y la mentalidad de la población aborígen”. En aquella oportunidad, se acusaba a los originarios de propagar la enfermedad por comer pescado crudo, y no por la falta de agua potable, cloacas y puestos de salud. También cabe recordar el modo en que sucesivamente durante el Aislamiento Obligatorio se responsabilizó a la imprudencia de las personas por las altas tasas de contagio y mortalidad por el COVID-19.
En todos estos casos, las ayudas del Estado no sólo fueron insuficientes para atender a las catástrofes en la zona, sino que fueron acompañadas por espectaculares shows mediáticos que incluían helicópteros, despliegue de recursos humanos y montajes que poco tuvieron que envidiarle a las películas de Hollywood.
Hoy en día y una vez más, las políticas públicas en las cuales se coloca la responsabilidad en las personas antes que sobre el diseño y la implementación de los proyectos en sí, se perpetúan en el lenguaje estatal, aunque a veces solapados. Por ejemplo, al difundir la entrega de alimentos a través de su página web, la Provincia de Salta indica que “también se brinda información a las familias destinatarias del refuerzo, para que puedan hacer un buen uso de los productos que integran el Programa, buscando un mejor aprovechamiento de los alimentos” ¿Es posible entrever que los funcionarios suponen que las comunidades indígenas son incapaces de “aprovechar adecuadamente” paquetes de harina, arroz, fideos o polenta? ¿Se sugiere acaso que los venden para comprar otros bienes?
Estos ejemplos explican en parte por qué muchas comunidades del Río Pilcomayo, a pesar de las restricciones actuales de pesca y consumo de agua, acuden a esos recursos a pesar del riesgo que supone. Un ejemplo claro es cómo los pescadores de la ribera de ese curso fluvial han aprendido a fiarse de indicadores empíricos para evaluar la calidad del agua como la mortalidad de los peces.
Al ser consultados por los efectos de estas restricciones, referentes indígenas de las comunidades Pomis Jiwet y La Estrella dan cuenta de los riesgos existentes pero, a su vez, plantean que su acatamiento es prácticamente imposible dado que se sigue dependiendo de dichos recursos, ya sea para la alimentación, para el riego y para la sanidad.
Más bien, señalan otras problemáticas como la sobrepesca. Un pescador wichi del Pilcomayo sostiene que “antes se usaba red tijera, pero ahora con la red pollera se saca 60 o 70 pescados de una tirada (en época de abundancia). Se elegía (solamente) al pescado grande: surubí, dorado, sábalo y boga. Ahora, la gente de arriba (Bolivia) viene con lancha y saca todo. También, el motor hace mucha ‘bulla’ y no deja subir al cardumen. Hay pocos peces ahora. El pescado era el alimento de todos”.
Además de estas problemáticas, se señala principalmente la contaminación, el avance de la frontera agropecuaria y los desmontes. En este sentido, los conflictos territoriales se vuelven cada vez más tensos, aparecen criollos con supuestos títulos de propiedad, conflictos con autoridades políticas locales y fuerzas de seguridad, y todo esto en el marco de una emergencia territorial y sanitaria que deja ‘vacíos legales’ en los cuáles se habilita a que estos atropellos ocurran.
Como resultado, las dificultades para el ejercicio de las actividades tradicionales de la zona empujan a los pobladores a las periferias de los centros urbanos (Misión La Paz, Santa Victoria Este, Tartagal). “Hay gente que se fue, no aguantó”, se lamenta un cacique local al ser consultado por las dificultades que atravesaron a las comunidades en el pasado reciente.
Más bien, todas estas restricciones tuvieron un factor común: fueron utilizadas para garantizar la mano de obra indígena en las distintas explotaciones regionales (cosecha del poroto, algodón, caña de azúcar, etc.).
Sigue vigente en muchas personas que desconocen la realidad de la zona, la idea de que las actividades como la pesca, la horticultura, la recolección y la artesanía no constituyen lo que se entiende como trabajo y menos aún como algo productivo, a pesar de que el mismo aporte un sustento y favorezca la autonomía de las familias y las comunidades. Pareciera que el trabajo, para los pueblos originarios, se lo considera como tal cuando se trabaja para otro (no indígena) a cambio de un jornal o salario (de miseria) ¿Quizás de ahí que convenga sostener el estigma de que son “vagos”?
Resulta fundamental que las instituciones de gobierno involucradas y ONG’s realicen abordajes interdisciplinarios e integrales, y que no perpetúen políticas estigmatizantes, clientelares ni mediáticas.