La última semana comenzó en Egipto la vigésima séptima edición de la Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre el Cambio Climático (COP 27) que tiene la particularidad de contar con el auspicio de Coca-Cola, una de las empresas que más emiten carbono, responsable de contaminación por plásticos y denunciada por acaparadora del agua.
Esta cumbre que tuvo a 200 países como invitados se reúne cada año desde 1994 cuando entró en vigencia el tratado suscripto en 1992 durante la Cumbre de la Tierra que se llevó a cabo en la ciudad de Río de Janeiro, Brasil. La misma en que Fidel Castro realizó su célebre intervención donde denunció tempranamente que “han saturado la atmósfera de gases que alteran las condiciones climáticas con efectos catastróficos que ya empezamos a padecer”.
Desde aquel entonces la evolución histórica de las emisiones globales de gases de efecto invernadero fueron en aumento, siendo responsables principales de este fenómeno los países del norte global y los empresarios más importantes del planeta. Y por supuesto los sucesivos gobiernos que por acción u omisión actúan en función de los intereses de esta minoría.
En estos mismos días en que se desarrolla la cumbre, el movimiento Comité de Oxford de Ayuda contra el Hambre (Oxfam por sus siglas en inglés) publicó un informe que da cuenta de la responsabilidad del capital global más concentrado en la crisis climática. El estudio detalla que las inversiones de los 125 multimillonarios más ricos emiten 393 millones de toneladas de dióxido de carbono por año, algo similar a la huella de carbono que produce un país como Argentina.
A su vez, el mismo trabajo señala que estas inversiones representan un promedio anual de 3 millones de toneladas de dióxido de carbono por persona, una cifra muy superior al promedio de 2,76 toneladas del 90% de las personas no millonarias del mundo. Queda claro que este puñado de empresarios es uno de los principales responsables del calentamiento global que genera la crisis climática y que gran parte de los líderes reunidos en la COP son corresponsables de esta situación.
Pero mientras las consecuencias socioambientales de la crisis son cada vez más extremas, los megamillonarios buscan estrategias tecnológicas para aislarse en refugios de lujo y escapar del colapso socioecológico con ideas estrafalarias como conquistar Marte y viajar al espacio, tal como pretenden Elon Musk y Jeff Bezos. Con una fe ciega en la tecnología que financian y compran con sus riquezas, creen que así se pondrán a salvo de la catástrofe que su codicia ayudó a generar y cuyas externalidades sufre la mayor parte de la humanidad.
Una cumbre para que nada cambie
Las sequías, inundaciones, olas de calor y frío, mareas cada año más altas y huracanes cada vez más frecuentes amplían la brecha de desigualdad social existente. Cada año, un promedio de 20 millones de personas se ven obligadas a abandonar sus hogares según reconoce la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Son los nuevos refugiados ambientales o climáticos, personas desplazadas de sus hogares y medios de subsistencia que son la contracara de la concentración de riqueza.
La COP es la Cumbre Anual que realiza la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC). Hay dos COP que han establecido acuerdos mundiales con objetivos concretos de reducción de emisiones: la COP3, en 1997 estableció el Protocolo de Kioto, mediante el cual se acordó el objetivo de reducir en 5% las emisiones de los países. Y la COP21 en 2015 dónde se generó el Acuerdo de París que estableció disminuir la temperatura a nivel global a no más de 2°C al 2100, a través de responsabilidades comunes pero diferenciadas de las Partes. El Acuerdo de París entró en vigor en 2020.
A pesar de estos acuerdos y protocolos, pasan los años, las sucesivas COPs y las consecuencias de la crisis climática se agudizan al punto que ya nadie cree que algún cambio será posible desde estos ámbitos. Es que se trata de espacios hegemonizados por los responsables históricos de la actual crisis socioecológica.
Estos países con sus modelos de consumo y despilfarro ahora traen sus dólares a Latinoamérica para invertir en energía renovables o limpias, desarrollar su transición energética explotando los bienes comunes de la región y mitigar los efectos del colapso que ellos mismos provocaron. En otras palabras, descarbonizan sus economías a costa de los salares y la biodiversidad de los países del sur global que a su vez son los que menos contribuyen a la crisis climática, pero quienes más sufren sus consecuencias.
El costo de permitir convertir a la región en depositaria de los pasivos socioambientales de la descarbonización del norte global va a ser demasiado grande. Además de perpetuar el rol subordinado de Latinoamérica en la economía global, seguiremos destruyendo nuestros ecosistemas y permitiendo el saqueo de nuestros bienes comunes, lo que va a traer más pobreza y miseria.
La disputa para evitar profundizar asimetrías y desigualdades hoy se dan entre dos grandes perspectivas que abordan la transición energética: la corporativa tecnocrática, que plantea un capitalismo verde y que reduce el problema a las emisiones de gases de efecto invernadero. Y la que concibe a la desfosilización como parte de la transición ecosocial, justa y popular que aboga por un cambio sistémico con redistribución de la riqueza social y energética.
La crisis climática no se reduce a un problema de mayor o menor emisión de carbono ya que esta es una manifestación de la crisis socio ecológica y civilizatoria que padecemos a escala global. Sus consecuencias socioambientales son múltiples y a la vez se retroalimentan unas con otras. Y sobre todo es fundamentalmente una problemática estructural que tiene su origen en los modelos irracionales de desarrollo, producción y consumo que durante décadas generaron un crecimiento económico que no se tradujo en una mejor calidad de vida para todes.
La desigualdad de género en la crisis climática
La crisis climática no es “imparcial en cuanto al género”. Esto es algo que fue incluído con posterioridad en CMNUCC. Recién en los últimos años empezó a visibilizarse que “las mujeres y las niñas sufren los peores efectos del cambio climático, lo que agrava la desigualdad de género existente y plantea amenazas únicas a sus medios de vida, salud y seguridad”, tal como afirma la ONU.
Las mujeres dependen más de los recursos naturales, pero tienen menos acceso a ellos. Está dependencia no es “natural” cómo se intentó construir, situándolas en el plano de la naturaleza y no de la cultura y la razón, sino que es construida socialmente a partir de los roles y estereotipos de género y la división sexual del trabajo, que no es biológica sino social.
Además esta división hace que las mujeres e identidades feminizadas carguen con una responsabilidad desproporcionada cuando se trata de garantizar alimentos, agua y combustible. Esto se intensifica en épocas de sequía y de precipitaciones irregulares, sumándole más horas de trabajo para la obtención de recursos para sus familias y comunidades. Esto representa una mayor presión para las niñas, quienes a menudo deben abandonar la escuela para ayudar a sus madres a sobrellevar esta carga adicional.
Se parte de una situación estructural de desigualdades e inequidades que se ven profundizadas y agravadas ante eventos climáticos extremos. Cómo sostiene Matcha Phorn-In, feminista tailandesa defensora de los derechos humanos, “si eres invisible en la vida diaria, tus necesidades no serán consideradas, mucho menos atendidas, en una situación de crisis”.
Globalización, cercamientos y crisis socioambiental
La globalización neoliberal de las últimas cuatro décadas trajo consigo lo que muches autores denominan como nuevos cercamientos de nuestros bienes comunes como el agua, el suelo, el aire, las reservas de peces y bosques. Es decir, todos aquellos bienes de los cuales depende la reproducción de la vida humana han sido privatizados y mercantilizados quitándoles su dimensión pública, comunitaria e inclusiva. Algo tan vital para la supervivencia hoy está en manos del mercado y el afán de lucro sin límites.
Los bienes comunes fueron tomados como insumos para generar utilidades para el capital y como mercancías para comprar y vender. Todo este proceso histórico implicó lo que David Harvey llamó acumulación por desposesión realizada con el fin de acapararlos y sacarles toda la ganancia posible, dejando a muches sin tierra, sin casas, sin trabajo o con trabajos sin derechos laborales. Este despojo derivó en la propiedad privada sobre los bienes comunes que solo trajo más deforestación, contaminación y expansión de la frontera extractiva.
A pesar de estas consecuencias que ponen en riesgo la reproducción de la vida tal como la conocemos y generan más pobreza, volvieron a emerger soluciones neoliberales cada vez más extremas y autoritarias que proponen mayores niveles de mercantilización de la vida y menos impuestos para la élite millonaria que acumula capital con la contaminación y el calentamiento global. Es que desde hace tiempo, y sobre todo después de la pandemia de Covid -19, quedó demostrado que el mercado no soluciona nada, y cuando un proyecto o ideología entra en crisis muestra su faceta más agresiva.
Resguardar los bienes comunes para salvar el planeta
Para comenzar a revertir esta situación crítica es necesario que los Estados dejen de ser agentes facilitadores de nuevos cercamientos de bienes comunes y que asuman su defensa para sobrevivir y mitigar la crisis climática. Cualquier alternativa sistémica que se plantee una transformación emancipatoria en términos sociales y ecológicos necesita de un Estado presente y de gobiernos que integren a las comunidades locales al momento de pensar el acceso, gestión y cuidados de los bienes comunes. Y que además lo hagan atendiendo a una perspectiva de género e interseccionalidad.
Algo similar al planteo que realiza Vandana Shiva con su idea de Democracia de la Tierra donde se propone democratizar la toma de las decisiones sobre los bienes comunes en las comunidades afectadas. Es más probable que estas prioricen la salud de los ecosistemas y gestionen con mayor eficiencia su cuidado para ellos y para las futuras generaciones porque de esto depende su propio bienestar.
Por eso es necesario partir de la premisa de que no todos los bienes son monetizables o pueden expresarse en precios del mercado. La tierra, el agua, el suelo y los diversos ecosistemas deben estar a resguardo de la voracidad empresarial. Sólo así, poniendo otros valores sociales, ecológicos y éticos por encima del lucro se evitará que el clima, otro bien común, dificulte cada vez más un desarrollo sostenible de la vida en el planeta.
Ya lo señaló el presidente de Colombia, Gustavo Petro, en una de las intervenciones más interesantes de la COP 27 al presentar un decálogo para salvar el planeta de la crisis climática: “El mercado y la acumulación de capital no son el mecanismo para superar la crisis climática”.
Debemos empezar por imaginar que otro horizonte socialmente justo y ecológicamente sustentable es posible. El futuro está en nuestras manos, abandonarse al fatalismo es ceder el terreno a las salidas autoritarias y conservadoras que buscan mercantilizar todos los aspectos de la vida humana y no humana, es creer que el capitalismo, tras cinco siglos de expandirse por todo el globo tiene algo nuevo para ofrecer cuando después de todo este tiempo no ha sido capaz de asegurar mínimamente las condiciones de reproducción de la vida de todes.