Luego que un temporal con ráfagas de viento superiores a los 100 km/h causara 13 muertes en Bahía Blanca, innumerables destrozos en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) y en diferentes provincias del país, el diputado por el oficialismo, Agustín Romo, declaró que “el cambio climático es un cuento de los políticos”. Sin ir más lejos, el presidente Javier Milei ya dijo, en más de una oportunidad, que el calentamiento global “es una mentira”.
A pesar que hace tiempo que sufrimos las consecuencias de lluvias, tornados, olas de calor y frío extremos producto del nuevo régimen climático que generamos como especie desde que nos convertimos en una fuerza geológica capaz de modificar la vida humana y no humana en el planeta, estos discursos negacionistas siguen vigentes. No respetamos los ciclos de la naturaleza, por el contrario los alteramos para aumentar o sostener la tasa de ganancia de unos pocos que tienen más poder que los y las representantes políticos que elegimos democráticamente. Por esto mismo, también estamos ante una crisis de representación, por ahora bien aprovechada por la ultraderecha negacionista.
Aunque hace décadas que los ecologistas alertaron que la quema de hidrocarburos iba a crear una mutación climática capaz de elevar la temperatura global con consecuencias socioecológicas irreversibles, la evolución de las emisiones globales de gases de efecto invernadero no dejaron de aumentar. Es que la crisis climática es un problema generado por la industria fósil y la deforestación tropical para sostener un modo de vida hegemónico, basado en modelos de consumo y despilfarro, sobre el que tienen un acceso privilegiado las elites globales, pero que sin embargo se universaliza como un patrón de conducta a imitar para todes.
Y es precisamente esta responsabilidad la que el negacionismo de la ultraderecha intenta eliminar como causa de la crisis. Porque reconocerlo implica frenar el avance mercantilizador del capital y la necesidad imperiosa de construir un mundo más empático, solidario, colaborativo y en ecodependencia con la naturaleza y otras especies.
Aceptar el carácter antropogénico de la crisis climática implica reconocer que los responsables principales de este fenómeno son los países del norte global y los empresarios más importantes del planeta. Y por supuesto, los sucesivos gobiernos que por acción u omisión actúan en función de los intereses de esta minoría. Es aceptar que hubo y hay clases sociales, países, instituciones y empresas cuyo afán de lucro ilimitado y modos de vida insustentables nos están llevando a una situación irreversible.
El Comité de Oxford de Ayuda contra el Hambre (Oxfam, por sus siglas en inglés) publicó tiempo atrás un informe que muestra que las inversiones de los 125 multimillonarios más ricos emiten 393 millones de toneladas de dióxido de carbono por año, algo similar a la huella de carbono que produce un país como Argentina.
Para colmo, estos megamillonarios buscan estrategias tecnológicas para aislarse en refugios de lujo y escapar del colapso socioecológico con ideas estrafalarias como viajar al espacio y conquistar Marte, tal como pretende el nuevo “amigo” de nuestro presidente, Elon Musk. Con una fe ciega en la tecnología que financian y compran con sus riquezas, creen que así se pondrán a salvo de la catástrofe que su voracidad ayudó a generar y cuyas externalidades sufre la mayor parte de la humanidad.
Desde el fascismo fósil o ecofascismo, hasta las salidas financieras que pretenden privatizar la naturaleza para “preservarla”, en todos los casos las respuestas a la derecha del espectro político implican que nada cambie y todo siga igual bajo una fachada pintada de verde. Y en algunos casos agravar aún más el problema ambiental mientras se acelera la destrucción de las condiciones de reproducción de la vida humana y no humana.
Con la naturaleza y las mujeres en la mira
La emergencia mundial de la extrema derecha trajo consigo dos blancos predilectos que son identificados como refugio del “marxismo cultural”. Una categoría conspirativa que actúa como un significante que engloba el rechazo no solo al ambientalismo y al feminismo, sino también a cualquier posición progresista que aboga por una sociedad más justa.
Esto se debe a que además de ejercer resistencia, tanto el ambientalismo como el feminismo -por citar los dos casos que más ataques neofascistas sufren-, poseen la potencialidad de crear otros mundos posibles a esta realidad cada vez más parecida a las distopías que nos entretienen en las ficciones literarias o cinematográficas. Ambos movimientos no son buenos ejemplos si de lo que se trata es de que siga todo igual con otros medios y bajo otra fachada.
Pero, aunque lo nieguen, las mujeres dependen más de los recursos naturales, pero tienen menos acceso a ellos. Esta dependencia no es “natural” cómo se intentó construir, situándolas en el plano de la naturaleza y no de la cultura y la razón, sino que es construida socialmente a partir de los roles y estereotipos de género y la división sexual del trabajo, que no es biológica sino social.
Las mujeres e identidades feminizadas han visto fuertemente afectadas sus vidas por “el mal desarrollo” que avanza sobre sus cuerpos-territorios-vidas, contaminando y arrasando bosques, montes, barrios o las esperanzas de acceder a una vivienda digna, como sucede en las grandes ciudades. En lo urbano y lo rural la división sexual del trabajo fue acompañada de una división sexual del espacio: producción/reproducción tiene su correlato en público/privado.
El pensamiento dominante ha construido a distintos lugares del mundo como espacios a ser explotados, saqueados y sacrificados. En este proceso la división ontológica moderna entre naturaleza y cultura devino la fundamentación para su control y dominación. Pero este dualismo no sólo implica una escisión, sino también la jerarquización de una de las partes. Entonces, la cultura se posiciona sobre la naturaleza, dominándola y explotándola, así como lo hará la razón sobre la emoción, la mente sobre el cuerpo y el varón sobre la mujer.
Val Plumwood, filósofa australiana y referente del ecofeminismo, sostiene que las características patriarcales de la “lógica del dominio” permiten explicar la crisis socioambiental actual, ya que la lógica colonizadora consiste en negar toda (inter)dependencia con respecto al polo feminizado y oprimido de la dicotomía (la naturaleza, la emoción, el cuerpo, la mujer) y, a su vez, negar que eso que se define como “naturaleza” tenga fines propios o agencia, o pueda ser independiente de la definición instrumental que la lógica del dominio le asigna. No por nada cuesta tanto lograr derechos para todo lo que conforma el polo feminizado.
En el contexto actual de incertidumbres e incertezas, las formas feministas de construcción, el acuerparse, el encontrarse, el hacer con otres, tejiendo redes, desnaturalizando y deconstruyendo las lógicas patriarcales aprendidas, intentando producir conocimientos y alternativas sin caer en otro extractivismo, el epistémico, deviene la posibilidad de imaginar y crear futuros pluriepistémicos, interculturales y relacionales.
Un horizonte socialmente justo y sustentable es posible
Necesitamos que los más ricos de nuestra sociedad consuman menos y mejor y que los más pobres consuman más y mejor. Necesitamos que crezca la vivienda, la educación y la salud para los sectores más vulnerables y empobrecidos, y ponerle límites a las corporaciones que contaminan y saquean. Necesitamos, principalmente, volver a recuperar imaginarios de futuros más solidarios, construir narrativas emancipatorias basadas en otras relaciones con la naturaleza donde habitar el mundo de la crisis climática no conduzca a la distopía políticamente inutil sino a un salto de conciencia empático, solidario y comunitario.
Esta época también habilita la posibilidad de construir otros mundos, en plural. Mundos que reconozcan otras formas de vínculo con eso que occidente llama “la naturaleza”, pero con la que muchas sociedades históricamente han sostenido otros tipos de relación. La antropóloga islandesa Gisli Pálsson muestra cómo es posible pensar en al menos tres paradigmas en estas relaciones: orientalista, paternalista y comunalista. Y mientras los dos primeros se basan en visiones de explotación (orientalista) y protección (paternalista), remitiendo a una visión de la naturaleza como algo externo al mundo de los humanos, el comunalista implica la cosmovisión inversa, estableciendo con la naturaleza una estrecha cooperación, tratando de hecho a los no humanos como “personas” que pertenecen a la sociedad que contiene a todos los seres.
Esta discusión muestra tensiones entre paradigmas y ontologías, porque la ontología moderna, que se basa en la división entre naturaleza/cultura no es la única existente, sino la que se ha impuesto y universalizado, invisibilizando y negando otras formas posibles de hacer mundos o “naturalezas”. Como sostiene la filósofa Donna Haraway, nosotres, como descendientes de historias imperiales y colonizadoras tenemos que reaprender a conjugar mundos con conexiones parciales y no con ideas universales ni particulares. Porque devenimos-con de manera recíproca o no devenimos en absoluto.
En estas otras formas de habitar, que priorizan la interdependencia y la ecodependencia por sobre formas individualistas y antropocéntricas que solo piensan en el lucro y la extracción indiscriminada de bienes comunes entendidos meramente como recursos a explotar hay posibilidades de reimaginar nuestras formas de hacer mundo(s). Es una constante disputa entre el capital y la vida y de su resolución depende el futuro de nuestro planeta y de los humanos y no humanos que lo habitamos.