“La historia ocurre tres veces.
La primera, como tragedia,
la segunda, como farsa,
la tercera vez, … es patético”
La víspera
Hacía mucho tiempo que el país estaba en crisis. La más larga y extenuante crisis de toda su historia.
La combinación de tasas de inflación muy elevadas y niveles de crecimiento anual situados muy por debajo del incremento vegetativo de la población erosionó por completo la credibilidad y la legitimidad de los partidos tradicionales que habían gobernado en el último siglo.
Esta situación, compleja por sí misma, se agravaba por el aumento exponencial de la deuda pública durante la última década. Al exorbitante stock de bonos, en su mayor parte impagos, que el gobierno del país mantenía con bancos, fondos de inversión y organismos financieros internacionales se sumaba el perfil de vencimientos que los sucesivos gobiernos habían acordado. El cronograma fijado para el pago de las amortizaciones y los intereses -que llegó al extremo de superponer hasta tres fechas de vencimiento en un mismo mes- obligó a las administraciones a incurrir en permanentes roleos de los pasivos impagos y a aplicar todos los recursos financieros del tesoro nacional a ese objeto. El pago de servicios e intereses condicionaba al conjunto de las políticas públicas. El poder adquisitivo de los salarios había caído a su piso más bajo en las últimas décadas. La insatisfacción con los partidos tradicionales había alcanzado un estadio de crisis de legitimidad.
La propuesta
En este contexto tuvieron lugar las elecciones presidenciales, en las que el Partido Anarcocapitalista obtuvo el triunfo. Su estrategia electoral consistió, por un lado, en culpar a las coaliciones políticas tradicionales de ser las principales causantes de la prolongada decadencia económica y social en la que se hallaba inmerso el país, y por otro, en instalar en el sentido común la necesidad urgente e inevitable de llevar a cabo un ajuste económico extremo.
Básicamente, el programa anarcocapitalista prometía una licuación sustancial en términos reales de los salarios y las jubilaciones, la desregulación absoluta en los mecanismos de fijación de precios y tarifas, la privatización de las empresas públicas y la minimización de todo gasto público vinculado con la prestación de servicios educativos, hospitalarios o de asistencia social a personas y a organizaciones del tercer sector.
Nunca antes en el país un candidato presidencial había conseguido consolidar una mayoría electoral que eligiera alinearse detrás de un programa de tal nivel de austeridad. Pero, sin duda, el éxito del discurso político anarcocapitalista fue haber condensado la única idea de cambio posible frente a la reiteración de propuestas económicas ya fracasadas que repetían los candidatos de los partidos políticos tradicionales.
Explicitado claramente por el candidato presidencial, en elecciones libres, abiertas y participativas, el programa anarcocapitalista se convirtió en la nueva política nacional. Promocionado como la única solución racional posible, frente al fracaso de todas las políticas implementadas por los gobiernos anteriores, devenidos ahora culpables ideológicos de la crisis.
El éxito
Desde el primer día de su mandato, el gobierno anarcocapitalista aplicó su programa de reformas que -tal como había sido advertido por el propio presidente durante toda la campaña electoral- produjo el enfriamiento de la economía, primero, y una profunda y persistente depresión económica en los meses siguientes. El “sinceramiento” -la brutal desregulación de precios y tarifas- desplomó los salarios reales, los niveles de consumo y el ritmo de la actividad económica.
Con el financiamiento externo vedado por el nivel de endeudamiento, el programa de austeridad restringió la emisión monetaria a cero.
Desde mucho tiempo atrás, uno de los principales problemas financieros atravesados por las distintas administraciones del Banco Central era la imposibilidad para captar y acumular reservas en divisas. Para subsanar este condicionamiento, el gobierno decretó la libre circulación de capitales y la desregulación absoluta del sector exportador: se eliminaron todos los derechos de exportación existentes sobre los bienes agropecuarios, mineros e hidrocarburíferos, así como los cupos y otras restricciones legales y pararancelarias que restringían las ventas al exterior. En paralelo, derogó todas las medidas ambientales con el fin de expandir las actividades extractivas y que las empresas obtuvieran mayores niveles de retorno sobre el capital invertido.
Las empresas vinculadas al mercado interno enfrentaron crecientes dificultades para su funcionamiento. Lejos de encontrar en esto un problema, el gobierno consideró muy conveniente a los objetivos del programa económico trazado que se produjera la desvalorización de los sectores productivos industriales y la drástica disminución de la demanda interna, porque esto le evitaba la incómoda tarea de diseñar e implementar nuevas políticas recesivas. Era el propio mercado quien asignaba los escasos ganadores y los numerosos perdedores de la nueva economía anarcocapitalista.
De hecho, la disminución del poder adquisitivo de los salarios implicó la aparición de un significativo saldo exportable. Por primera vez en más de una década, la balanza de pagos y -fundamentalmente- la fiscal mostraron signos positivos sostenidos. Superávits gemelos.
Con la depresión económica y los altos niveles de desempleo, la otrora poderosa capacidad de negociación de las organizaciones sindicales quedó reducida a la tímida iniciativa de unos pequeños gremios vinculados con los negocios de exportación: los sindicatos petroleros, aceiteros y mineros, que conservaron alguna incidencia en la fijación de los salarios del sector mientras que otras asociaciones sindicales (textiles, automotrices y metalúrgicas, entre otras), que en otro tiempo habían sido muy importantes, desaparecieron del escenario laboral. Se había superado el riesgo de puja distributiva.
El candidato cumplía con su palabra, se estaba venciendo el principal problema del país: ¡la inflación!… y lejos de perder popularidad por el ajuste (“el más grande de la historia de la humanidad”), la imagen gubernamental mejoró notablemente.
Al tiempo que se desplazaba la frontera agrícola y la maximización del rinde por hectárea, aumentó el consumo de fertilizantes, insecticidas y herbicidas. La tala indiscriminada y las obras de riego particulares habían dejado de ser ilegales. Dado el incremento de los costos de producción, una parte sustantiva de los nuevos ingresos se dedicó a solventar los costos de los insumos agrícolas, lo que impulsó un nuevo aumento de la producción para poder compensar los nuevos costos y mantener la competitividad internacional de las exportaciones.
El plan resultó exitoso: la economía mostró indicadores de equilibrio fiscal, valorización monetaria, ingreso de capitales extranjeros (principalmente destinados a la adquisición de bonos de la deuda, especulación financiera y bursátil y explotación minera), estabilidad, sostenibilidad de la deuda externa y crecimiento del PBI. La crisis se había superado.
Toda advertencia relacionada con los efectos negativos del cambio climático, el agotamiento de los recursos naturales, la posible problematización de los mercados externos, el riesgo de depresión económica, de desocupación estructural fue no sólo desoída, sino caracterizada como retrógrada, izquierdista y falaz.
Las elecciones legislativas intermedias ratificaron el rumbo trazado por el gobierno. Hasta los desocupados industriales lo apoyaron activamente, en el convencimiento de que “¡había que darle tiempo al presidente!”.
Logrado el apoyo popular y la legitimación generada por el resultado de las urnas, el gobierno resolvió radicalizar su estrategia hasta las últimas consecuencias. Se liberaron todos los mercados, se desreguló por completo el comercio exterior, se eliminaron todos los controles de capitales, para favorecer el desarrollo de nuevos vínculos comerciales “equitativos”, se eliminaron todos los gastos públicos (inclusive los de salud y educación) así como todas las regulaciones financieras y bancarias. Se cerró, finalmente, el Banco Central -la primera promesa de campaña del Partido Anarcocapitalista-. El Estado se retiró de todas -absolutamente todas- las actividades que pudiera realizar el sector privado.
Sólo aumentaron los gastos en seguridad, frente a la eventual aparición de sectores opositores… aunque tal cosa no ocurrió. La oposición se encontraba fragmentada, cooptada por la nueva política, y, fundamentalmente, desconcertada. Con sindicatos replegados en posiciones defensivas, partidos políticos sin inserción en los sectores populares, y en un clima de masiva movilidad social descendente, la estructura sociopolítica se simplificó.
La irreversibilidad del modelo estaba garantizada por ley. Como nunca antes, el país estaba abierto al flujo de inversiones extranjeras y en apenas dos años y medio, quedó armónicamente acoplado al mundo como un poderoso y competitivo proveedor de alimentos y materias primas.
De esta manera, toda producción exportable fue liberada de cualquier posible regulación que pudiera afectarla en el futuro. El mercado interno se abastecía de una amplia gama de bienes importados por un sector comercial que se había organizado bajo formas oligopólicas. En resumen: un modelo económico lógico y razonable; tan simple como eficaz.
Las fuerzas del cielo
Cada programa económico trae consigo su propio sistema de contradicciones y paradojas… Precisamente en el momento de mayor popularidad de la nueva política, de mayor acumulación de los sectores de exportación, de estabilización y deflación, de abatimiento de toda posibilidad de oposición… precisamente en el momento en que el modelo socioeconómico y tecnoproductivo anarcocapitalista se hizo claramente hegemónico e irreversible, aparecieron los primeros inconvenientes. Serios inconvenientes.
Los suelos comenzaron a mostrar signos de agotamiento, fruto de la sobreexplotación de la tierra y el uso abusivo de agroquímicos. El agua comenzó a escasear, resultado no sólo de los efectos del cambio climático producidos por una prolongada estabilización de las sequías derivadas de La Niña, sino también del uso irrestricto de los cursos de agua de deshielo, los ríos de llanura y los acuíferos subterráneos, que fueron sobreexplotados a inusitada velocidad por las empresas mineras. Todas estas señales, omitidas sistemáticamente por el gobierno, daban cuenta de una acelerada desertificación.
Frente a los primeros síntomas de deterioro, disminuyeron rápidamente las inversiones extranjeras de alto riesgo y las inversiones en producción primaria. Los capitales internacionales iniciaron un histórico y reiterado proceso de fuga… y siguiendo esta tendencia, los capitales locales adoptaron la misma estrategia.
Rápidamente se deterioraron los indicadores financieros, de modo tal que el crédito internacional, tantas veces defraudado en la historia del país, se retrajo prudentemente, generando así una nueva crisis de deuda.
Es cierto que esto había ocurrido en numerosas oportunidades, pero en esta ocasión la crisis presentaba un rostro inédito. La producción de alimentos se estaba reduciendo tan rápida como exponencialmente… hasta extinguirse.
Sin saldos exportables (ni industrial ni agropecuario) los únicos ingresos que quedaban en pie para mantener en funcionamiento la economía provenían de las exportaciones petroleras y mineras. El flujo de las divisas derivadas de las exportaciones disminuía catastróficamente. Desesperado por compensar la caída, el gobierno redobló los esfuerzos extractivistas a una escala y ritmo tales que, en pocos meses, los agotados yacimientos mineros ya no eran rentables.
Sin crédito ni saldo exportable alguno, con una caída brutal del empleo y de los salarios, y fundamentalmente, sin stock ganadero, sin un grano en las silobolsas y sin una sola cooperativa agroecológica en funcionamiento, se desató una nueva crisis.
Ya no era posible adquirir alimentos en el mercado local. No porque hubieran aumentado su precio de forma extraordinaria, frente a la pasividad del Estado. Eso ya había ocurrido en muchas otras oportunidades. Tampoco porque la población hubiese caído en una situación de indigencia. Simplemente, no hubo forma de adquirirlos porque no había qué comprar. El stock de alimentos se había agotado. Completamente.
Sin divisas para importar alimentos, el gobierno solicitó asistencia internacional. Al BID, al Banco Mundial, a las Naciones Unidas, a la OEA, al FMI. Al inicio, las respuestas demoraron. ¿El granero del mundo sin alimentos? ¡Exageraciones! ¡Una nueva excusa para eludir el pago de los servicios de la deuda!… ¡Una cuestión coyuntural, que rápidamente se resolvería! ¡Se habían adoptado todas las recomendaciones y la recuperación no podía tardar! Fue así que -como suele ocurrir con los mecanismos de asistencia internacional- las perentorias respuestas jamás llegaron.
En cambio, los países aliados al gobierno (que hasta ayer fueron los exclusivos beneficiarios de la estrategia extractivista) sí respondieron al llamado gubernamental enviando urgentemente ayuda solidaria… aunque, en virtud de los criterios tradicionales en materia de asistencia internacional, se limitaron a enviar equipamiento militar antimotines y armamento liviano.
Una solución coherente
Había que hacer algo rápido y en eso el gobierno tenía cierta experticia. Era necesario responder de inmediato a la escasez de proteínas. ¿De dónde sacarlas? El pragmatismo es un sabio consejero que el presidente y sus colaboradores más cercanos habían desarrollado durante la implementación de las sucesivas medidas de ajuste, contando con el adecuado asesoramiento de transnacionales y la participación de sus funcionarios en los paneles de La Nación+.
El plan para afrontar la nueva crisis no solo era políticamente original y disruptivo. En una jugada tan coherente como brillante, el gobierno dispuso que la existencia de un grupo social que ya no podía generar su propio sustento resultaba una carga tan intolerable para la sociedad, como antes había declarado intolerables la producción y la prestación de algunos bienes y servicios públicos a los que previamente definió como parasitarios: las actividades de las empresas públicas, la ejecución de las obras de infraestructura, la educación y la salud…
En la misma lógica inexorable, el nuevo plan de gobierno resolvería de inmediato el problema del hambre (y la malnutrición) a partir de liberar el acceso de la población al stock de proteínas disponibles en grupos sociales considerados improductivos. No era un plan que pudiera sostenerse eternamente, su vigencia sólo se mantendría hasta que la crisis coyuntural (de inversiones, climática, ambiental) fuera superada, lo que naturalmente, ocurriría en cuanto se restauraran espontáneamente las condiciones de fertilidad de los suelos y se sanearan los cursos de agua. Porque, hay que admitirlo, el discurso gubernamental estaba persuadido de la existencia de luz al final del túnel.
El ejército gubernamental de trolls e influencers tendría a su cargo las tareas de confundir y amedrentar a las posibles voces disidentes, por medio de amenazas, fake news y campañas de desinformación. Y si alguna de las personas damnificadas se negaba a cooperar con el programa alimentario del gobierno, grupos de tareas integrados por personal conjunto de las fuerzas armadas y de seguridad procederían a su detención para garantizar la disponibilidad de los recursos alimentarios.
Previo a la implementación del plan fue necesaria una pequeña reforma legal, aprobada casi por unanimidad por diputados y senadores. Un decreto de necesidad y urgencia estableció la existencia de una crisis alimentaria, cuya resolución requería suspender algunas garantías constitucionales, como el derecho de propiedad sobre el propio cuerpo (y, de paso, se anuló el derecho al aborto voluntario). Se declaró la emergencia alimentaria en todo el territorio nacional, otorgando facultades extraordinarias al Poder Ejecutivo para concebir e implementar las soluciones adecuadas a la escala y alcance del problema planteado.
El decreto estableció además que todos los residentes del país (fueran ciudadanos o no) testaran la totalidad de sus tenencias en divisas a favor del diezmado tesoro nacional, a fin de que el gobierno solventara los gastos del nuevo programa sin tener que resignar el objetivo principal del “déficit cero”. Después de todo, era necesario salvaguardar las finanzas y respetar algunas formalidades republicanas básicas, ¡Máxime en coyunturas de emergencia nacional! El Congreso, en su afán de proveer de herramientas de gestión al gobierno, ratificó el decreto por unanimidad bajo el argumento de que la emergencia excepcional justificaba esta clase de medidas tan radicales.
Con la reforma legal, se desactivó cualquier mecanismo judicial de amparo que interpusiera la defensa de las garantías constitucionales. Fuera como fuese, la abstención de los jueces para inmiscuirse en estos asuntos no era ninguna novedad: en los primeros años de la gestión anarcocapitalista el Poder Judicial jamás había intervenido contra las leyes y decretos gubernamentales.
El primer grupo social afectado al plan fue cuidadosamente configurado por un think tank de economistas que adherían a la escuela austríaca y que habían demostrado una notable capacidad de resolución de problemas durante la crisis inflacionaria anterior. Ese grupo estaba integrado por todos los cocineros del país.
El argumento era bien sencillo: si ya no había alimentos que cocinar, ¿Cuál era la función social de estas personas? Por otra parte, durante toda su vida, los cocineros se habían alimentado correctamente de modo que, en general, se trataba de adultos de entre 20 y 70 años dotados de cuerpos sanos. Un factor fundamental explicaba su elegibilidad: pertenecían a un grupo social de cuentapropistas que no contaba con ninguna entidad que los defendiera.
A los cocineros se sumaron los mozos, los bacheros, los ayudantes de cocina: en resumen, todas aquellas personas vinculadas con el sector gastronómico, incluidos sus representantes sindicales; los más parasitarios, según el gobierno.
La población, un tanto asqueada pero resignada a la ingesta de proteína humana frente a la falta de otras alternativas menos radicales, finalmente aceptó la solución que proponía el gobierno. Se trataba, en definitiva, de afrontar un pequeño costo que permitiría mantener la coherencia general del modelo libertario. Después de todo, y tal como lo había planteado el presidente, aún se respetaba la libertad de decisión. Uno siempre podría elegir entre comerse un gastronómico o morir de hambre. Huelga decir que nadie eligió esta segunda opción.
Fue así que el hábito de cocinar los alimentos se replegó sobre los hogares, que recurrieron a consumir las últimas existencias de gas, carbón y energía eléctrica. La televisión pública promocionaba programas exclusivamente dedicados a la “cocción responsable de tejido humano” y el público comprobó que, una vez hervidos, fritos, al horno o asados, los gastronómicos generaban mucha menor repulsión al paladar.
No era coyuntural
Lamentablemente, el escenario no cambió en el corto plazo como preveía el gobierno y el stock de gastronómicos se agotó en pocas semanas. Sin noticias sobre la asistencia alimentaria internacional, era necesario adoptar nuevas medidas.
El gobierno envió al Congreso un nuevo proyecto de ley que ampliaba la desregulación de las empresas de medicina prepaga. La imposibilidad de pagar los honorarios por los servicios médicos -en un sector en retracción- fue subsanada con la creación de un nuevo modelo de contrato en el cual las empresas podían disponer libremente de los cuerpos de las personas contratantes del sistema que fallecieran en el transcurso de una intervención quirúrgica o por falta de pago de las facturas por los servicios brindados, y aún de los onerosos enfermos crónicos. Si bien esta forma contractual estaba perfectamente en consonancia con los principios filosóficos anarcocapitalistas, resultó insuficiente para resolver los problemas alimentarios inmediatos.
Agotado este segundo grupo objetivo, el think tank se abocó a pensar nuevas soluciones. Siguiendo la lógica general -tan eficiente como inexorable- de las primeras medidas, el equipo de expertos realizó su tercera recomendación. Esta vez, previendo una prolongación de la situación crítica, se seleccionó a un grupo social mucho más numeroso que el de los gastronómicos (y mucho más saludable que el de enfermos crónicos).
La selección generó no pocas resistencias -fundadas en aspectos tanto afectivos como de género- pero finalmente, frente al trágico dilema que enfrentaba la población, la solución pareció tan racional y coherente como la anterior: las amas de casa (definidas por el decreto reglamentario como “señoras que se dedican exclusivamente al cuidado de su hogar”). Para entonces las escasas reservas de combustible se habían agotado de modo tal que no quedó otra opción que comerlas crudas. La necesidad siempre tiene cara de hereje.
Agotado el stock de amas de casa, y frente al riesgo de una fuerte caída de los índices de popularidad del gobierno, resultó adecuado continuar extendiendo el alcance del plan, sin que las bases sociopolíticas del oficialismo se vieran erosionadas. ¿Cómo podrían lograr estos objetivos?
El think tank gubernamental identificó un nuevo grupo social, numeroso en su composición, que no realizaba ningún aporte económico productivo potencial, sin capacidad para organizarse de manera autónoma o resistencia. Y, fundamentalmente, sin peso político sectorial: los niños menores a 16 años. Por otro lado, el derecho decisorio correspondía directamente a sus padres, sus legítimos propietarios según afirmaba Murray Rothbard, uno de los principales referentes teóricos del presidente. Los padres -libremente- manifestaron su acuerdo a través de un sencillo formulario presentado por internet.
Con la ingesta de los niños se hizo evidente la existencia ociosa de otros grupos vinculados directa e indirectamente a la minoridad: las baby sitters, los pediatras, los obstetras y, obviamente, las maestras jardineras, los docentes de escuelas primarias y los profesores hasta el cuarto año de nivel medio.
Antes de agotar este stock, el grupo de economistas expertos –que ya había sido formalmente integrado al organigrama como una dependencia de la Jefatura de Gabinete de Ministros- extendió la lógica del plan a nuevos grupos, trazando un cuidadoso cronograma para su implementación.
El siguiente sector considerado parasitario estaba conformado por personas vinculadas a la producción rural, ahora inexistente. Inmersos en una planificación al detalle, y apelando a dar claras señales de racionalidad, el think tank diseñó una secuencia para la implementación de esta nueva etapa del plan la iniciaron con los ingenieros agrónomos y veterinarios (comenzando, ¡claro!, por el remanente de técnicos que se habían atrincherado en el desaparecido Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria), los contratistas, los arrendatarios, los asesores técnicos, los corredores de semillas, los operadores de las bolsas de cereales, los vendedores de maquinaria agrícola, los aparceros, los trabajadores rurales. Bajo el eslogan “hoy, como ayer, el campo nos alimenta” el gobierno dio con cada una de estas personas que fueron recluidas por las fuerzas de seguridad en centros de acopio hasta que se produjera la faena.
El gobierno resolvió exceptuar de esta medida y preservar a los dueños de grandes explotaciones rurales y a los empresarios de holdings, pooles de siembra e importadores de insumos. La decisión adoptada era, por cierto, estratégica: en el hipotético caso de que las tierras se recuperaran, estos actores serían vitales para reconstruir sanamente la explotación de los renovados recursos y retomar con premura el modelo de crecimiento extractivista. Por otro lado, seguían constituyendo uno de los principales soportes políticos del gobierno…
A partir de la definición de estos primeros grupos de profesionales, la fase siguiente incorporó a científicos de todas las disciplinas (que, después de todo, nunca habían aportado más que gastos improductivos al país y no habían conseguido generar un trabajo honesto que mereciera inversión alguna del sector privado), profesionales de la salud (comenzando, obviamente, por los nutricionistas y gastroenterólogos), pasando por los físicos, los químicos, los biólogos (y los deliciosos académicos de las ciencias sociales) hasta terminar con toda la disponibilidad de científicos y profesionales -parásitos de un sistema productivo vinculado a la prestación de servicios que se consideraban innecesarios para el eficiente modelo de acumulación basado exclusivamente en las exportaciones de bienes primarios.
Y junto con ellos se seleccionaron a los becarios y al personal de apoyo técnico (parapetados en las universidades y los institutos del CONICET). De hecho, en caso de reactivación económica siempre se podrían contratar en el extranjero los profesionales necesarios para retomar el sendero extractivista. Y si uno lo pensaba bien, se necesitaban realmente pocos.
Los únicos profesionales que lograron escapar a la selección fueron los encuestadores y los analistas de opinión pública (dedicados a medir la popularidad de las medidas gubernamentales). Y ¡por supuesto! los economistas. Obviamente todos los adherentes a la escuela austríaca (del core set o los recién convertidos, eso no importaba), también los neoclásicos en general (que siempre actuaron como aliados estratégicos) y algunos neokeynesianos (por el mero placer de tener alguien con quien discutir en los canales de televisión). Eso sí: ¡Nadie que se declarara materialista histórico!
En el momento preciso en que se agotaba el stock de profesionales, científicos y tecnólogos, la Asamblea General de la Organización de la Naciones Unidas aprobó la primera ayuda de emergencia: envió al país un contingente de expertos internacionales en suelos, bioquímicos, biólogos e ingenieros agrónomos. Como ya no tenían interlocutores locales con quienes hablar, ni funcionario alguno que considerara que sus aportes podrían resultar relevantes para la resolución del problema, se los sumó al conjunto de científicos y tecnólogos y compartieron su mismo destino. Por cierto, las personas que integraban la misión humanitaria internacional llegaban bien alimentados, así que el gobierno descartó completamente la posibilidad de enviarlos de regreso.
Medidas estructurales
Había llegado la hora de adoptar medidas políticas aún más estructurales, consistentes con las principales promesas de la campaña electoral. Siguiendo la consigna “que el ajuste lo pague la casta”, se declaró como medida de prioridad nacional la disponibilidad de los llamados “servidores públicos”: diputados, senadores, gobernadores, intendentes, concejales, todos sus empleados y asesores, y al conjunto de los funcionarios del Poder Judicial (con excepción, por supuesto, de los ministros de la Corte Suprema de Justicia, siempre útiles para generar un manto de legitimidad sobre cualquier medida política).
Transcurrido un año, si bien la población del país había disminuido radicalmente -y consecuentemente se había reducido el consumo de alimentos- no se había registrado ninguna recuperación en los índices de la producción agrícologanadera. Ya para esta altura, se habían agotado prácticamente todos los grupos sociales. Sólo quedaban: los pobres e indigentes, los trolls, los integrantes de las fuerzas armadas y de seguridad, y algunos grandes inversores, que habían preferido la antropofagia al exilio. Y, ¡claro! el presidente y su gabinete, que aún apelaba a su legitimidad de origen consagrada por las urnas.
Si bien el gobierno anarcocapitalista se encontraba en el tramo final de su mandato, las encuestas aún le seguían siendo favorables (algunas malas lenguas -con perdón de la metáfora- afirmaban que esto era así porque los opositores dialoguistas habían resuelto aliarse directamente al gobierno, mientras que los restantes habían sido devorados durante las distintas etapas de plan de contingencia).
Ante semejante grado de hegemonía, el gobierno organizó un entremés: una rápida recolección de los trolls. Ya sin opositores, ni grupos de opinión alternativos, constituían ahora un gasto suntuario. Los influencers Intentaron algunas campañas de resistencia desde los call centers, o desde las cuentas que todavía administraban en X y TikTok, sin que esto generara mayores consecuencias: hacía ya muchos meses que nadie podía recargar su teléfono celular.
La situación ingresaba en una nueva fase crítica. El think tank enfrentaba ahora un dilema: ¿Cuál sería el siguiente grupo? ¿Los pobres o los indigentes? Con su habitual consistencia conceptual y programática, y luego de elaborar rigurosas modelizaciones matemáticas, los expertos finalmente concluyeron que comenzar por los indigentes sería un error. Si bien eran el grupo políticamente más débil y con menor capacidad de resistencia -por sus condiciones de marginalidad y exclusión- los indigentes estaban largamente malnutridos a causa de una ingesta crónica de mala calidad, basada casi exclusivamente en hidratos de carbono. A esto se sumaba la propensión de estas personas a contraer enfermedades infectocontagiosas. Finalmente, los expertos concluyeron que la carga calórica, el valor nutricional, la salubridad y la disponibilidad de proteínas indicaba que la mejor decisión era comenzar por los pobres.
Eso suponía un problema de solidaridad de clase, un riesgo de resistencia, de pérdida de apoyo popular. Así que los grupos armados encargados de las tareas de recolección de personas fueron reforzados. Si bien no había sido necesario ponerlos en acción hasta ese momento -porque todos los grupos designados habían aceptado con resignación republicana (y aún con entusiasmo por parte de algunos que entendían que el gobierno seguía representando lo que ellos habían votado), cabía la necesidad de que “estos ignorantes”, en opinión del gobierno, no entendieran la necesidad de la contribución que debían realizar. Una simple, casi insignificante, reforma legal aprobada bajo el formato de un decreto de necesidad y urgencia -uno más, entre tantos- transformó a los grupos de recolección en brigadas de caza. Sin la existencia de un Poder Legislativo que pudiera debatirla, la medida contó con el apoyo legal de la Corte Suprema.
Y las brigadas -empoderadas por las nuevas garantías- salieron a cazar pobres con el entusiasmo que históricamente los ha caracterizado. Pero los pobres -contra lo que había supuesto el think tank– no opusieron mayores resistencias. Ya estaban exhaustos. Tan exhaustos que, en verdad, resultaba dificultoso diferenciarlos de los indigentes… Así fue que los capturaron a todos.
Agotado el stock de pobres e indigentes, el gobierno organizó un pequeño ágape de homenaje, que sirvió de ardid para atrapar y deglutir a los encuestadores de opinión. Devenidos en seres parasitarios ahora que ya no había nadie a quien encuestar, ni mediciones de popularidad que realizar, los consultores de opinión conformaban el último resabio de gasto público que quedaba por racionalizar… con excepción de las fuerzas armadas y de seguridad, la Corte Suprema y el gabinete presidencial.
Nada termina… hasta que termina
La historia aquí se torna confusa.
Algunas versiones afirman que, ante la orden de disminuir el contingente de fuerzas armadas y de seguridad, en aras de reducir el gasto público, y de contribuir a la ingesta calórica de la ya escasa población remanente, se produjo una sublevación -una sana tradición castrense, algo olvidada en el país- y sus jefes decidieron que gobernantes, jueces supremos y grandes inversores resultaban mucho más parasitarios que ellos.
Otras, en cambio, afirman que el gobierno intentó que las brigadas cazaran a los grandes inversores. Como muchos de ellos lograron evadirse al exterior (por los canales usuales), los cazadores resolvieron alimentarse con el presidente, los miembros de su gabinete y los jueces de la Corte Suprema.
Una tercera versión -inferida de la historia del siglo XX- sostiene que los inversores contrataron a los grupos de cazadores -devenidos así en mercenarios- que capturaron y devoraron al presidente del país, a su gabinete y a los economistas del think tank. Este golpe de Estado dio origen a una nueva república -en rigor, una dictadura militar-, legitimada por los jueces supremos. Que duró hasta que se comieron entre ellos.
Más allá de las sutilezas entre estas diferentes vías explicativas, lo cierto es que, al poco tiempo, gobernantes, grandes capitalistas antropófagos y miembros de las brigadas de caza terminaron atacándose unos a otros hasta no quedar ninguno. Esta hipótesis holística explica tanto la confusión historiográfica como el registro defectuoso de los últimos eventos.
Finalmente, pese al fallido resultado de la primera ayuda internacional que derivó en arduas discusiones en las Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos, el directorio del Banco Interamericano de Desarrollo, el board del Banco Mundial y el equipo de asesores técnicos del Fondo Monetario Internacional aprobaron en conjunto un tardío envío extraordinario de asistencia.
Proveniente de algún punto del hemisferio norte, una flota de aviones Hércules C-130 sobrevoló el país arrojando miles de toneladas de alimentos embalados en cajas termoselladas. Gran parte del territorio nacional quedó cubierto con estos paquetes de ayuda humanitaria.
Aún hoy, cuando las avionetas turísticas -provenientes de Montevideo o Santiago- sobrevuelan a baja altitud la desértica llanura pampeana, es posible observar gigantescos paracaídas meneándose al viento, todavía adheridos a enormes e intactas cajas de madera recubiertas de plástico biodegradable. Porque, ¡claro!, países más, países menos, ¡Siempre es prioritaria para la agenda internacional la preservación del ambiente!
- Hernán Thomas es doctor en Política Científica y Tecnológica (Unicamp), investigador principal CONICET y profesor titular de la Universidad Nacional de Quilmes
- Rubén Achdjián es doctor en Ciencias Sociales (UBA) y asesor gubernamental