La inflación es un problema recurrente en Argentina y de los más sensibles en el humor social de la población. Pero a la vez es un tema en el que, ya sea por intereses políticos o mediáticos, el foco no suele estar puesto en los responsables de la suba de los precios: las grandes empresas que especulan para acrecentar sus tasas de ganancias.
Siempre que aumentan los precios, no solo los pobres se vuelven más pobres, sino que los grandes propietarios y dueños de las empresas aumentan sus ganancias, se vuelven cada vez más ricos y con ello se profundiza la desigualdad social que es la verdadera causa del hambre.
En los últimos años, esta transferencia de los trabajadores a los grupos económicos concentrados fue configurando una puja distributiva de los ingresos cada vez más regresiva donde los sueldos quedan muy por detrás de la inflación. Esto provoca, entre otras variables, que la recuperación económica no llegue a los más necesitados, sino que, por el contrario, recaigan sobre las espaldas de estos sectores los impactos de la crisis.
El Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) indicó que el aumento de precios al consumidor fue de 6,7% para marzo de 2022, la cifra mensual más alta en tres décadas. En tanto que el acumulado de 16% en los tres primeros meses del año es el registro más elevado desde 1991. Asimismo, en base a los datos del organismo, el instituto CIFRA de la CTA demostró que la brecha en la participación de los asalariados y el capital en el PBI, es decir en la riqueza nacional, se amplió en 11 puntos en favor de estos últimos en solo un año.
Estos datos demuestran que la recuperación económica viene quedando en muy pocas manos, lo que también explica que el crecimiento del 10% que se registró en 2021 no se traduzca en una mejora en la situación de las mayorías populares. Esto responde a su vez a una tendencia estructural del capitalismo actual: salarios bajos y un mercado laboral hiperprecarizado en el cual no alcanza con tener un trabajo formal para llegar a fin de mes.
A esta situación se sumó el estallido de la guerra en Ucrania que provocó una suba mundial de los alimentos y los commodities como el gas y el petróleo. Este país y Rusia son el primer y quinto exportador de trigo a nivel mundial respectivamente. Además, la zona del Mar Negro, afectada por el conflicto, produce el 60% y el 76% de las exportaciones de aceite de girasol del planeta.
Sin embargo, ¿cómo es posible que un país como Argentina que produce alimentos masivamente no pueda asegurar el acceso de toda su población a una alimentación barata y saludable? Esto último resulta fundamental, porque el 60% de las enfermedades en los países occidentales son consecuencias de una alimentación insalubre y de mala calidad.
Un modelo extractivo que concentra la tierra y la riqueza
El aumento de los precios no se reduce a un problema de emisión monetaria para financiar el gasto público, como repiten constantemente los voceros del neoliberalismo, sino que obedece a diversos factores. En el caso de los alimentos se vincula en un nivel estructural con la existencia de un mercado hiperconcentrado en un grupo reducido de empresas nacionales y multinacionales -como Molinos Río de la Plata, Unilever, Arcor, Ledesma, Mondelēz, Bagley, Danone, Mastellone, Nestlé, AGD, entre otras- que imponen los precios, afectando directamente la soberanía alimentaria y la salud de los y las argentinas.
Si se le suma la distribución, la concentración se agudiza en seis supermercados (Carrefour, Cencosud, Coto, La Anónima, Walmart y Casino) que venden el 58% del total de alimentos y bebidas en el país.
Finalmente esta problemática también abarca la provisión de semillas. Actualmente ese mercado está controlado por un puñado de empresas transnacionales. Tan sólo tres manejan el 60%: Bayer-Monsanto, Corteva (fusión de Dow y Dupont) y ChemChina-Syngenta.
En los años setenta Henry Kissinger, ex secretario de Estado de Estados Unidos, decía: “Controla los alimentos y controlarás a la gente, controla el petróleo y controlarás a las naciones”.
Por este motivo es necesario abordar la democratización a lo largo de todo el sistema alimentario, pensando alternativas de producción, distribución, comercialización y consumo de alimentos que rompan con las lógicas que vuelven la comida una mercancía y no un derecho.
El neoextractivismo en el agro
El modelo alimentario argentino tiene que ver con un sistema agroindustrial construido en las últimas décadas por las grandes empresas mundiales del rubro. Un negocio que acentúa aún más las desigualdades existentes y que se inscribe dentro de lo que se denomina neoextractivismo: un tipo de desarrollo y modelo societal y de acumulación inherente al capitalismo actual.
Este sistema responde a la lógica del modelo de agronegocio que en Argentina se expandió rápidamente en los años 90 cuando se aprobó la introducción de la soja transgénica y con ello se modificó el sistema agrario tradicional. Actualmente nuestro país es uno de los cuatro principales productores mundiales de soja transgénica con 24 millones de hectáreas cultivadas.
Este modelo, además de privilegiar las ganancias por sobre la alimentación de la población, se caracteriza por una fuerte tendencia al monocultivo transgénico para la exportación ligado a la sobreexplotación de los recursos naturales (en su mayoría no renovables), al uso de agroquímicos contaminantes y al empleo de poca mano de obra.
El avance de la frontera sojera y de los monocultivos transgénicos desde la pampa húmeda hacía el norte del país implica: acaparamiento de tierras con el consecuente despojo y expulsión violenta de comunidades campesino indígenas; desmontes, deforestación y destrucción de humedales que contribuyen al calentamiento global y la crisis climática; y una de las situaciones más dramáticas como son las fumigaciones masivas de glifosato que impactan en la salud de las poblaciones y comunidades cercanas causando cáncer y malformaciones congénitas. Argentina consume más del 9% del glifosato del planeta siendo el país que en el mundo con más litros por habitante.
La contracara es que el 70% de los alimentos que se consumen diariamente lo producen pequeños y pequeñas productoras y campesinos con apenas el 17% de las tierras productivas disponibles. Se trata de el “otro” campo que en su mayoría trabaja bajo la modalidad de arrendamiento en un sistema excluyente que los expone a la incertidumbre de no tener control y autonomía sobre sus territorios.
Soberanía alimentaria y justicia socioambiental
La respuesta de cómo llegar a sociedades soberanas en la producción, distribución y consumo de alimentos, que en el proceso no destruyan los ecosistemas y la salud, necesariamente implica pensar en la relación entre la soberanía alimentaria y la justicia socioambiental. No se trata de una discusión meramente teórica, sino un debate político para la creación e implementación de alternativas que cuestionen la praxis misma del capitalismo, que en este caso se corporiza en los grandes monopolios alimentarios.
En las últimas décadas el alimento dejó de ser para las personas y pasó a ser para vacas, chanchos y automóviles en el marco de un mercado capitalista que basa las decisiones de producción en función de la rentabilidad. Por eso, la soberanía alimentaria es también repensar estas formas productivas para rediseñar modelos de comercialización que permitan que cada vez más familias puedan acceder a alimentos no solo más sanos y sustentables, sino a precios más justos.
Revertir esta situación donde peligra la reproducción de la vida humana y la naturaleza por la voracidad empresarial, implica empezar a discutir una reforma agraria integral y popular que proteja la biodiversidad, que ponga los bienes comunes en función de los intereses de la mayoría de la población, resguardando en el proceso el futuro del planeta y por lo tanto de nuestras vidas; que garantice alimentos sanos y saludables para todos y todas, fundamentalmente para les niñes.
Para ello es fundamental un Estado que proteja a quienes producen los alimentos y también fomente la organización de un modelo de producción agraria sustentable, democrático y con justicia social.
La disputa por el modelo agroalimentario, que se materializa cotidianamente en la inflación de los alimentos, es un conflicto asimétrico entre modelos: uno que profundiza el monocultivo transgénico, se basa en la apropiación privada de la naturaleza, concentra en pocas manos cada parte de la cadena y especula con el hambre del pueblo. Y otro basado en la diversidad, la agroecología, la reivindicación de las semillas como patrimonio de los pueblos al servicio de la humanidad y en formas cooperativas de producción, distribución y consumo, que aboga por un precio justo para quienes producen y para quienes consumen.
Cómo se desarrolle y se dirima esta disputa tendrá profundas implicaciones para el futuro. Por esto mismo, con la crisis socioecológica y civilizatoria resulta fundamental poner en discusión el paradigma de desarrollo vigente y hegemónico, patriarcal, capitalista, colonial y antropocéntrico. Evitando que la urgencia de aumentar la reservas en dólares para cumplir con el FMI clausure el debate sobre otras alternativas de desarrollo que prioricen la emergencia socioambiental por sobre los condicionamientos del pago a una deuda que se destinó a financiar la fuga de capitales de empresarios y bancos.
En Argentina más del 40% de las exportaciones provienen de actividades derivadas del agronegocio o la megaminería (soja, maíz, minerales, etc), entre otras. Las divisas que hoy no están y que el FMI va a exigir se buscarán en la intensificación de los neoextractivismos que concentran la riqueza en pocas manos y destruyen ecosistemas. Por este motivo la discusión económica debe ser también social y ambiental.
La modernización, el desarrollo y el progreso no son algo dado y natural, son definiciones políticas. Son las formas de organización impuestas por las clases dominantes para consolidar su poder político y económico. Y también son las formas impuestas por una ontología particular, antropocéntrica, por sobre ontologías relacionales que priorizan la interdependencia y la ecodependencia.
La situación actual es resultado de un proceso de larga data que destruyó la soberanía de los pueblos de producir sus propios alimentos. Separar la inflación actual y las enfermedades que sufrimos producto de nuestra alimentación de esto, niega la posibilidad de pensar en soluciones sistémicas (o mejor dicho antisistémicas) que encuentren en la soberanía alimentaria, la agroecología, la agricultura familiar, las formas de trabajo cooperativas, la comercialización de cercanía, las ferias populares, las empresas nacionales de alimento, los bancos comunitarios de semillas, respuestas integrales antiinflacionarias, saludables y con justicia socioambiental.