Pasado el mediodía ya estábamos acercándonos al monte, el predio de la chacra municipal Juan Manuel de Rosas, donde este año se realizaría el encuentro para homenajear al Gauchito Gil en Ayacucho, Buenos Aires. Este homenaje tiene lugar desde hace 23 años, y es organizado por la familia Veron que históricamente lo hacía en un establecimiento rural.
Estar, participar y recorrer la historia de este encuentro fue también una parte del ritual, la cita nos reunía para agradecer, compartir, intencionar, y también bailar, comer, encontrarse y conversar con distintas personas, conocer sus historias, algunas las conozco del pueblo, otras no y otras vinieron de distintos lugares. Estar acá, con las familias, la gente que va llegando, reunidas bajo la sombra de los árboles y alrededor del altar del Gauchito, el escenario con las banderas de Argentina, muchas banderas rojas y la bandera bonaerense.
Beatriz, las semillas, las historias
En Ayacucho hace 23 años Beatriz Verón junto a su familia organizan cada 8 de enero, la celebración, este homenaje al Gauchito. Beatriz es una mujer con mirada profunda y voz tranquila, ella vino de Buenos Aires, cuenta que viene de una familia de curas villeros, trabajo en ollas populares, en Cáritas, es maestra jardinera. En la organización de la jornada se la ve yendo, viniendo, atenta a todo, con mucho compromiso y amabilidad. Así me recibe, me cuenta parte de su historia, toma la palabra narrando en algunos momentos, reflexionando en otros.
Las historias están conectadas y todas reúnen el elemento común de la creencia sin necesidad o posibilidad de explicación. Beatriz me cuenta algunas cosas significativas en la historia de su familia, como una de sus sobrinas, Rocío, que siendo niña no podía caminar, había estado internada en distintos lugares, hasta que le dijeron que “no había nada que hacer”, porque no se encontraba que era lo que tenía, no había respuestas. Entonces, donde ella vivía había gente oriunda de Corrientes y una señora dijo que “el único que podía salvarla era el Gauchito”. A partir de eso fueron al santuario, le pidieron al Gauchito y tuvieron muy presentes sus imágenes. “Dos meses después Rocío empezó a mover sus piernas y brazos, los médicos no podían entender… hoy ella está acá, tiene 27 años y es mamá de 3 hijos”, dice atribuyendo la curación al santo popular.
El surgimiento del homenaje en este pueblo bonaerense también tiene una historia de pedido y agradecimiento. Hace 25 años aproximadamente, Beatriz llegó a Ayacucho para visitar a su familia y decidió quedarse. Se instalaron en el campo con su esposo para trabajar, y al poco tiempo cuenta que tuvieron muchos problemas: inundaciones, animales que se morían, la escuela que había cerrado. “Estaba todo muy difícil y pensamos en que si el Gauchito había ayudado a mi sobrina, porque no nos ayudaría también a nosotras. Entonces trajimos una imagen del Gauchito y la pusimos en casa, lo único que le pedí fue paz, a los 15 días dejó de llover, el agua bajó, los animales dejaron de morirse, la escuela se abrió, y había un silencio en el campo… Yo le había prometido que si me daba esa paz, lo iba a pagar con un homenaje a él cada 8 de enero, para que la gente conozca la historia, y nos llena de orgullo. Cuando empezamos éramos 10, nadie era del Gauchito, o nadie lo decía… Ahora vemos santuarios en la ruta 74 en cada casita colorada. Hemos sembrado muchas semillas”.
Beatriz habla y cuando la escucho me siento parte de esas semillas, como devota desde hace algunos años atrás, aprendí de los relatos pero sobre todo de la fuerza de aquello que se transmite y se multiplica en lo simbólico, con un anclaje singular, único en cada historia como la suya, como la mía, como la de cada persona en su encuentro con el Gauchito.
Con los pies en esta tierra
Recuerdo mucho esto de que la imagen Antonio Mamerto Gil Núñez, expresa una profunda territorialidad, articulando la territorialidad y la historia pagana.
En un artículo anterior pensaba y escribía: “la celebración del Gauchito se propicia como lugar de encuentro, de cercanía, de respeto y espiritualidad popular. De la celebración en ritual abierto, como posibilidad de apropiación sin protocolos e incluso con una narrativa más festiva. Es un lugar que permite la posibilidad de transitar el dolor de otra manera. Una religiosidad más humana tal vez”.
Es sabido que “la jerarquía de la Iglesia no lo reconoce”, pero este día en este lugar y en otros se confirma que eso no es un límite para creer. Por eso dice Beatriz: “Hay miles de personas que hacen lo imposible para llegar a Corrientes cada 8 de enero”. Y agrega: “A los promeseros nadie nos entiende, porque tenemos tristeza por un lado y alegría por otro, ambas se unen porque el muere pero su sangre fue derramada para hacer favores a su pueblo, por eso ahora hay miles de personas en corrientes y acá hacemos este homenaje”.
Entre tanto y tanto yo me acercaba al altar, caminaba entre la gente, bailaba una canción, sacaba algunas fotos, o me quedaba un rato con mi hermana, mis amigas y amigos en la ronda de mates, refrescos y charlas que se armaban. Pienso ahora en que es muy distinto algo espiritual así, pienso en las tristezas, en los dolores y también en la fortaleza, en algo de lo anímico inscripto en un código diferente, donde en la vivencia se puede abrazar desde distintos lugares. Es parte del modo de creer también, más allá de si el Gauchito concede cosas o no, lo que da es mucha fortaleza espiritual en ese diálogo cotidiano. “Ustedes verán que hay un libro de actas donde las personas escriben, la mayoría son mujeres que piden por los hijos, por casos de enfermedades, pidiendo salud o también trabajo”.
Pienso que ese era un día muy triste también en el pueblo y Beatriz me lo dijo, una pena grande porque murió un chico muy joven en un accidente fatal la noche anterior, entonces el pedido por su familia, sus padres, y la fortaleza de la que ella habla para enfrentar el duelo por esa pérdida, están presentes en este día.
Lo sagrado, lo popular, el Gauchito más acá
Era un domingo de encuentro más cercano con el santo popular, el ritual esta vez proponía acercarse un poco más y en ese movimiento se podía sentir como un abrazo en comunidad, un estar de una manera diferente, con mucha calma y sencillez.
Me acercaba y en el hablar con cualquier persona, o compartir baile, la mirada hacia el altar rojo, pensaba que eso era la celebración sagrada, el cuidado, la confianza, la solidaridad, estar entre otres compartiendo algo que nos convoca y nos desborda más allá de las mil diferencias.
Habitando sentimientos, conociendo más, pensando en aquello de lo que tan sabiamente dice Adolfo Colombres sobre que lo sagrado, cuando más allá de las creencias y las religiones, es lo que religa a las comunidades, lo que enlaza, lo que hace ligazón fuerte y a veces inexplicable. También dice Adolfo que el pensamiento simbólico se relaciona con la intuición, con lo emocional y pienso en estas cosas, porque es entre estas coordenadas que podemos darle batalla al individualismo y la indiferencia que neoliberalmente nos agobian.
Como feminista transitar ese lugar como políticas del encuentro y la potencia donde lo humano relanza lo sagrado, implicó recuperar el sentido espiritual a partir de la imagen pagana del Gaucho que condensa muchos elementos populares que me identifican. Y esa conexión es posible por la cercanía, porque es más acá, porque es parte de nuestra cultura y de un nosotres como pueblo, que reúne los valores necesarios para hacer transformaciones, para acompañar y hacer vidas más vivibles en todas sus dimensiones.