Prólogo
El juicio tiene dos prólogos, uno voluntario y otro involuntario. El primero, escrito por su guionista y director Ulises de la Orden, es a la vez una ubicación del tema del film, el Juicio a las Juntas, en la historia política de nuestro país, y de la película como tal en un registro cinematográfico específico, el documental, de acuerdo a cuyos protocolos la historia de dicho juicio se desplegará ante la mirada de los espectadores de forma patente e ineludible. Y también de manera parcial, mediada y re-construida, como ocurre con cualquier historia.
Este primer prólogo de El juicio es, además, una zona exclusivamente textual y abiertamente autorial del film, que anticipará por contraste o desvío lo que se verá en pantalla a continuación, cuando comience la película propiamente dicha: un montaje de material audiovisual grabado por la Televisión Pública (en aquel entonces ATC) durante el desarrollo del Juicio a las Juntas; nada más y nada menos que 530 horas de filmación capturada a lo largo de los casi ocho meses que tomó el proceso (entre abril y diciembre de 1985). No habrá subtítulos ni voz en off que oficien de garantes verbales de la narración que surge de la sucesión de imágenes.
El juicio plantea, en este sentido, un procedimiento aparentemente simple: se trata de ver, de retener lo que resulta significativo (de las más de 500 horas de grabación, el documental conservará sólo 3), y de organizar un relato a partir de esos retazos de imágenes. De atestiguar, preservar y narrar con fragmentos. Un poco como hace la memoria, la personal y la colectiva.
El segundo prólogo de El juicio es ajeno al hecho mismo del documental y a la voluntad de su equipo realizador. Funciona como acercamiento preliminar, aun cuando no haya sido planeado así al realizarse la película. En este sentido, De la Orden contó en distintas entrevistas que el proceso de creación del film se remonta diez años atrás, cuando concibió la idea de abordar el Juicio a las Juntas en un documental, de modo tal de hacerle justicia –en el sentido más pleno del término– a un acontecimiento histórico que, pese a su importancia, no se encontraba demasiado presente en la memoria colectiva sobre la dictadura y sobre lo que vino después. A mediados de 2019 empezó a trabajar en la realización… y en 2022 se estrenó Argentina, 1985, que cuenta la misma historia, pero bajo otro registro, el de la ficción (no exenta, sin embargo, de tintes documentalistas).
Argentina, 1985 es el prólogo involuntario de El juicio, el marco preparatorio, un poco fortuito y quizás afortunado, en que el documental de De la Orden produce sentido.
¿Fortuito? Solo un poco, porque no es casual que dos films sobre ese tema se estrenen con diferencia de unos meses, en un contexto en que se aproxima el 40º aniversario del retorno a la democracia. Estamos en tiempos de conmemoración, de hacer memoria por partida doble: de la democracia y de la dictadura que, en los años del Juicio a las Juntas, se configuró como su otro: la etapa signada por el terrorismo de Estado, que quisimos dejar atrás para en la política argentina. Y todavía queremos; por eso El juicio y Argentina, 1985, son películas importantes.
¿Afortunado? Quizás sí, porque, aunque el film de Santiago Mitre le reste originalidad al de De la Orden, le suma un terreno preparado para (volver a) hablar del Juicio a las Juntas, de lo que implican términos como democracia y dictadura hoy, en una sociedad muy distinta de la que atravesó el genocidio.
Se suele decir que el documental y la ficción son códigos cinematográficos inconmensurables, reticentes a la comparación. Pero no parece que vaya a ser tan así para el público que vea El juicio después de Argentina, 1985. No parece que valga la pena eludir algunos contrastes y también coincidencias entre uno y otro film, no para identificar aquello en lo que cada género resulta deficitario sino, por el contrario, para sumar capas de significación, pistas de lectura, matices.
Las partes
El juicio está dividido en dos partes, subdivididas, a su vez, en dieciocho capítulos. Los títulos de los capítulos son el “permitido” textual de un film compuesto casi enteramente a partir del montaje de material audiovisual preexistente. Buena parte del valor del film reside, de hecho, en el trabajo de archivo que implicó recuperar las copias digitalizadas de las 174 cintas VHS que contenían las grabaciones del proceso realizadas por ATC.
La historia de esas cintas, de su circulación en 1985 y en los años que siguieron, constituye todo un episodio de las disputas en torno a la memoria que tuvieron lugar en la posdictadura. Claudia Feld refiere estos avatares en su libro Del estrado a la pantalla (2002). Durante el desarrollo del juicio, las imágenes del proceso circularon por TV en fragmentos brevísimos transmitidos sin sonido y en diferido. Si bien hubo un intento de difundirlas de manera más extensa en 1986, quedó frustrado en el contexto de las claudicaciones del alfonsinismo ante las presiones de las Fuerzas Armadas, que culminaron con la sanción de las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987). En ese marco, una copia de las cintas fue trasladada a Noruega, mientras que los originales fueron depositados en la Cámara Federal de Buenos Aires con sede en Comodoro Py.
El juicio recupera ese material y lo exhibe ante el público de forma inéditamente vasta. No se trata, sin embargo, de una mera reproducción de las filmaciones en crudo. El trabajo de recorte, selección y reorganización de las imágenes es minucioso –se destaca, en este sentido, la labor del montajista Alberto Ponce– y da lugar a un film que, aunque es extenso, aprovecha toda su duración y sostiene de principio a fin la tensión narrativa.
La composición no es ingenua ni pretende neutralidad. Las decisiones (artísticas y políticas) a través de las cuales las imágenes capturadas durante las audiencias se desarman y rearman en el relato cinematográfico aparecen, primero, en la organización de los capítulos, que coloca a las y los espectadores de frente a la magnitud del dispositivo del terrorismo de Estado y a las múltiples dimensiones de la vida social y personal en las que operó.
El film escenifica aspectos del modus operandi genocida que el juicio tornó evidentes, frente a la oscuridad y el secreto con los que el Estado terrorista recubrió la represión, pero también otros que, aunque ya en 1985 se encontraban dispersos en las declaraciones emitidas en el proceso, no resultaron enjuiciables o siquiera audibles en aquel contexto.
Así, junto a los capítulos centrados en los núcleos constitutivos de la metodología desplegada por las Fuerzas Armadas: el secuestro, la detención clandestina, la desaparición forzada y la apropiación de niños y niñas; otros episodios se enfocan en aspectos menos literales pero no por eso menos importantes de la represión, como el papel desempeñado por actores de la sociedad civil –la Iglesia católica, los empresarios, el periodismo–, los objetivos económicos del genocidio o sus dimensiones de género, particularmente patentes en la violencia ejercida contra las mujeres detenidas.
La figura de Adriana Calvo se destaca entre las sobrevivientes que dan testimonio en El juicio. La identificamos, en buena medida, porque también sobresalió como “personaje” en Argentina, 1985, y volvemos a conmocionarnos por la fuerza desgarradora del relato del parto que atravesó durante su detención, en condiciones de tortura por parte de sus secuestradores.
El film de De la Orden no ofrece señales claras de identificación de quienes toman la palabra en el proceso judicial. Los testigos pasan por la pantalla sin títulos que indiquen sus nombres y, en general, de espaldas, ya que así se tomaron las imágenes durante la realización del juicio.
Esas espaldas, la falta de rostros y la fragmentariedad de los cuerpos puestos en imágenes, interponen un efecto de distancia respecto de la escena del juicio y de las historias de violencia que se expusieron allí, encarnadas en los testigos y, especialmente, en las víctimas. Si no se ven sus rostros, es porque una zona de intimidad y hasta de silencio debe ser preservada para esos cuerpos que atravesaron la represión, frente a la atrocidad que ella significó. (De otro modo, su representación audiovisual incurriría en el morbo). Si hay fragmentariedad o parcialidad en las imágenes de los protagonistas, es porque el documental no puede sino ser parcial: porque serán las y los espectadores quienes, a partir de las señales incompletas brindadas en el film, podrán tomar a cargo sus propios trabajos de memoria e indagar por otros medios en la historia política y las historias personales que se entretejen en la película.
Además de Adriana Calvo, otros testigos que ya figuraban en Argentina, 1985, como Pablo Díaz, Iris Etelvina de Avellaneda y Víctor Basterra, vuelven a cobrar relevancia en El juicio. Estas coincidencias entre la ficción y el documental, el hecho de que ambos films pongan de relieve sus historias, nos habla de la potencia narrativa contenida en estos testimonios, de su capacidad de no solo referir el pasado, sino además producir transformaciones en lo que pasa, en el presente y hacia el futuro. Son testimonios performáticos, testimonios-acontecimiento, en el sentido que Alain Badiou entiende el acontecimiento: como procedimiento que constituye la subjetividad y que permite construir Verdades.
El juicio recupera esa potencia subjetiva y encarnada del testimonio en ciertas historias que se reproducen con particular extensión o profundidad a lo largo del documental, pero no está hecha de casos sino de partes, de fuerzas sociales en pugna. Los fragmentos de declaraciones judiciales recortados yuxtapuestos a lo largo del film componen un guión coral en el que no importa tanto la identificación de individualidades como su ubicación a un lado a otro del mal personificado paradigmáticamente en las fuerzas represivas.
En El juicio hablan tanto los que denunciaron los crímenes del terrorismo de Estado como los que los negaron, minimizaron y justificaron, apelando a la “teoría de los dos demonios” y a la figura de la “guerra sucia” con las organizaciones guerrilleras. En esto último, hay una diferencia significativa con Argentina, 1985, donde la ficción tiende a reproducir la imagen del “pacto de silencio” entre represores, en escenas donde estos callan deliberadamente, bajo la argucia de cuestionar la legitimidad del tribunal.
En el documental de De la Orden, hablan los verdugos y hablan sus defensores. Sus intervenciones en el juicio, miradas desde hoy, oscilan entre lo irrisorio y lo escalofriante. Suscitan risas entre el público, así, los momentos protagonizados por José María Orgeira, defensor de Roberto Viola, como cuando incita al tribunal a “no dejarse llevar por el canto de la sirena marxista-leninista”. La incitación es ridícula por lo anacrónica, porque la calificación “marxista-leninista” carece hoy del anclaje social y político que tenía antes del genocidio, y del cual algo todavía se preservaba en 1985, cuando no había terminado de imponerse en forma arrasadora el capitalismo neoliberal a nivel global. Es triste que sea anacrónico y que, por eso, resulte irrisorio.
Es escalofriante, por otro lado, asistir a declaraciones abiertamente negacionistas de varios de los perpetradores ‒encabezados por Emilio Massera, el más verborrágico de los responsables máximos del genocidio‒. Es triste que sea escalofriante: si suscita escalofríos es porque, en el presente en que circula el film, estas expresiones vuelven a la carga, amenazan con quebrar el consenso democrático forjado en los años del juicio.
Frente a ello, surge la potencia conmovedora de los testimonios, la fuerza de una verdad tan frágil que se apoya sólo en la palabra, entendida no como un hecho individual sino como una producción intersubjetiva, colectiva, comunitaria. El montaje se presenta, en este sentido, como un procedimiento capaz de producir verdad a partir de las resonancias que surgen en los diversos relatos testimoniales.
Hay elementos que se repiten en los testimonios, repetición que, lejos de conllevar redundancia, conforma la prueba acumulada del carácter masivo y sistemático de la represión: “Había utensilios que utilizábamos con la marca del Ejército Argentino”, recuerda un testigo, y le sigue otro: “Los jarros donde de vez en cuando nos daban de tomar un poco de agua tenían inscripto ‘Ejército Argentino’”, y otro: “Los platos pertenecían al Ejército Argentino…”.
Hay relatos que se despliegan de manera similar en voces distintas, para dar cuenta de cómo historias personales diversas estuvieron atravesadas simultáneamente por un mismo modus operandi represivo: “¿Fue usted privado de la libertad?”, pregunta el juez; “Sí”, responde un testigo, y “¿Cuándo ocurrió eso?”, repregunta el juez; “En la noche del 9 a 10 de mayo”, empieza a narrar el testigo. Otro prosigue: “El 9 de mayo de 1978 a la madrugada…”, y el relato continúa en la voz de otro: “El 9 de mayo de 1978…”, y de otro: “Dijeron que eran de la policía … y entraron unos hombres con armas…”, y de otro más: “preguntaron por mí y me llevaron detenido”.
Que El juicio enfatice el carácter masivo y sistemático de la represión no significa que pretenda narrar la historia de la dictadura completa, sin lagunas. El montaje, como la memoria, al tiempo que recuerda olvida, y no solo quedan afuera del film las 527 horas de grabación de ATC que fueron descartadas en la realización, ni solo las imágenes del juicio que ni siquiera esa grabación pudo retener ‒porque ninguna cámara es omnisciente‒, sino sobre todo queda afuera aquello que ni EL juicio ni ningún juicio entre los que se desarrollaron después puede contener del todo en el proceso largo y complejo de elaboración del pasado dictatorial. Un diálogo incluido en la película es particularmente sugerente al respecto:
Juez: ¿Quiere relatar algún hecho con relación a su detención, o…?
Testigo: Yo quiero saber si mi hija vive o está muerta.
Juez: Lamentablemente el tribunal no puede responderle, señora.
El diálogo también aparece ficcionalizado en Argentina, 1985, y resulta significativo que así sea. Como si, en esas coincidencias entre la ficción y el documental, se pudiese ver algo de lo que realmente ocurrió en el Juicio a las Juntas. Como si eso que ocurrió comprendiese no solo los hechos del terrorismo de Estado sancionados como verdad jurídica por la sentencia, sino también, y centralmente, las preguntas que el juicio albergó y a las que, sin embargo, no pudo dar respuesta. Preguntas que motorizarían las luchas sociales y políticas por la memoria, la verdad y la justicia, antes, durante y después del juicio, dentro y fuera de la sede judicial que aparece enfocada en la película.
Por eso el film de De la Orden no termina con la sentencia ‒que aparecerá como momento epilogal, en imágenes que acompañan los títulos finales‒, sino antes, con el “Nunca más” pronunciado en el alegato del fiscal Julio Strassera. En los aplausos y los gritos con los que el público presente en el tribunal responde a esa consigna, resuena una elaboración colectiva que trasciende la individualidad del fiscal y la escena del juicio.
“Nunca más” es, en ese sentido, un enunciado paradójico: denota la necesidad de dejar atrás el pasado dictatorial de manera definitiva, pero se repite una y otra vez, todas las veces que fue y sea necesario, cada vez que se ponga de relieve que, en lo relativo a las luchas por el significado del pasado, nada resulta nunca definitivo.
Epílogo
El juicio se puede ver en el Malba como parte de una serie de proyecciones que se quiere extensa, federal y acompañada por integrantes del equipo de realización del film. El cine como acontecimiento colectivo surge como política artística y como necesidad frente a un tema que da que hablar, no solo porque el pasado sigue doliendo, sino porque nos interpela particularmente en el presente.
¿Qué implica, en este sentido, discutir hoy el Juicio a las Juntas? ¿Cómo conmemoramos los 40 años de democracia en un contexto en que esta aparece cercada por todas partes, desde el negacionismo de Darío Lopérfido al de Javier Milei, del intento de magnicidio de CFK al lawfare, de los ataques a la democracia formal por derecha hasta los problemas de la democracia sustantiva a los que los progresismos no han podido dar respuestas por izquierda?
En el diálogo con Ulises de la Orden que tuvo lugar tras el documental, hubo quienes le demandaron al director que procurara masificar las proyecciones de la película antes de las elecciones primarias de agosto. No deja de ser interesante como efecto de un film y, a la vez, como síntoma de los problemas que plantean en estos días las disputas por el sentido del pasado, de las que participa la película.
Un film puede concientizar, pero no puede hacerlo más allá de las condiciones sociales y políticas que ofrece para ello el mundo que existe para los espectadores más allá de la pantalla. Un documental como el de De la Orden puede ofrecer una mirada contundente del pasado dictatorial que permita combatir los negacionismos en boga en el presente, pero ese combate será asumido por unos pocos, por los mismos de siempre, si la política real se reduce a realpolitik, si no proporciona alternativas verosímiles que defiendan la democracia no solo como gobierno representativo del pueblo que elige a través del voto, sino como terreno de disputa en que se juegan las condiciones de vida de las mayorías.
La democracia, se nos aseguró en los años 80, no es solo votar. Con la democracia se come, se cura y se educa, prometió Alfonsín. Habrá que ver con qué alternativas contamos para materializar esa promesa en las elecciones de este año. Por lo pronto, si hay algo que nos enseña el proceso de construcción de memoria, verdad y justicia en que se inscribe El juicio es que las luchas sociales y políticas son largas, y trascienden vastamente la coyuntura. Habrá que prepararse, entonces, para seguir diciendo “Nunca más” todas las veces que sea necesario. Habrá que seguir apostando a inventar enunciados que actualicen esa consigna con proyecciones hacia el futuro, contra la idea, instalada también en los años 80, de que “No hay alternativa”.